"—Nicole, está usted mostrándose soberanamente antipática.
"Y la pequeña está a punto de llorar. Lo que él quería.
"Esta mañana, el niño estaba muy excitado con la historia de las ratas. Quiso hablar de ello en la mesa.
"—No se habla de ratas en la mesa, Philippe. En adelante le prohíbo a usted pronunciar esa palabra.
"—Su padre tiene razón —dijo el ratoncito negro.
"Los dos perritos metieron la nariz en su pastel y la lechuza dio las gracias con una inclinación de cabeza que no decía gran cosa.
"A pesar de este bello ejemplo se habla mucho de las ratas en la ciudad. El periódico se ocupa de ello. La crónica local, que de ordinario es muy variada, ahora queda ocupada toda entera por una campaña contra la municipalidad. '¿Se han dado cuenta nuestros ediles del peligro que pueden significar los cadáveres putrefactos de esos roedores?' El director del hotel ya no puede hablar de otra cosa. Pero es que está avergonzado. Descubrir ratas en el ascensor de un hotel honorable le parece inconcebible. Para consolarle le dije: 'Pero todo el mundo está lo mismo.'
"—Eso es —me respondió—, ahora estamos también nosotros como todo el mundo.
"Él ha sido quien me ha hablado de los primeros casos de esta fiebre extraña que empieza a inquietar a la gente. Una camarera la ha tenido.
"—Pero, seguramente, no es contagiosa —dijo en seguida, con apresuramiento.
"Yo le dije que me daba igual.
"—¡Ah! Ya veo. El señor es como yo. El señor es fatalista.
"Yo no había dicho nada que lo pareciese y además no soy fatalista. Le dije…"
A partir de ese momento los apuntes de Tarrou empiezan a hablar un poco detalladamente de esta fiebre desconocida que inquieta a todos. Señalando que el viejecito, con la desaparición de las ratas había vuelto a encontrar sus gatos y rectificaba pacientemente el tiro, Tarrou añadía que se podía citar una docena de casos de esta fiebre, casi todos mortales.
A título de documento podemos, en fin, reproducir el retrato del doctor Rieux por Tarrou. A juicio del narrador, es muy fiel.
"Parece tener treinta y cinco años. Talla mediana. Espaldas anchas. Rostro casi rectangular. Los ojos oscuros y rectos, la mandíbula saliente. La nariz ancha es correcta. El pelo negro, cortado muy corto. La boca arqueada, con los labios llenos y casi siempre cerrados. Tiene un poco el tipo de un campesino siciliano, con su piel curtida, su pelambre negra y sus trajes de tonos siempre oscuros, que le van bien.
"Anda deprisa. Baja de las aceras sin cambiar el paso, pero de cuando en cuando sube a la acera opuesta dando un saltito. Es distraído manejando el coche y deja muchas veces las flechas de dirección levantadas, incluso después de haber dado vuelta.
"Siempre sin sombrero. Aires de hombre muy al tanto."
Las cifras de Tarrou eran exactas. El doctor Rieux sabía algo de eso. Una vez aislado el cuerpo del portero, había telefoneado a Richard para consultarle sobre esas fiebres inguinales.
—Yo no lo comprendo —había dicho Richard—. Dos muertos. Uno en cuarenta y ocho horas, otro en tres días. Yo había dejado a uno de ellos por la mañana con todos los indicios de la convalecencia.
—Avíseme si tiene usted otros casos —dijo Rieux.
Llamó a algunos otros médicos. La encuesta le dio una veintena de casos semejantes en pocos días. Casi todos habían sido mortales. Pidió entonces a Richard, que era secretario del sindicato de médicos de Oran, que decidiese el aislamiento de los nuevos enfermos.
—No puedo hacerlo —dijo Richard—. Harían falta medidas de la prefectura. Además, ¿quién le asegura a usted que hay peligro de contagio?
—Nadie me lo asegura, pero los síntomas son inquietantes.
Richard, sin embargo, creía que "él no estaba calificado". Todo lo que podía hacer era hablar al prefecto.
Pero mientras se hablaba se perdía el tiempo. Al día siguiente de la muerte del portero, grandes brumas cubrieron el cielo. Lluvias torrenciales y breves cayeron sobre la ciudad. Un calor tormentoso siguió a aquellos bruscos chaparrones. El mar incluso había perdido su azul profundo, y bajo el cielo brumoso tomaba reflejos de plata o de acero, dolorosos para la vista. El calor húmedo de la primavera hacía desear el ardor del verano. En la ciudad, construida en forma de caracol sobre la meseta, apenas abierta hacia el mar, una pesadez tibia reinaba. En medio de sus largos muros enjalbegados, por entre sus calles con escaparates polvorientos, en los tranvías de un amarillo sucio, se sentía uno como prisionero del cielo. Sólo el viejo enfermo de Rieux triunfaba de su asma para alegrarse de ese tiempo, y solía decir:
—Esto hierve, es bueno para los bronquios.
Hervía, en efecto, ni más ni menos que una fiebre. Todavía ciudad tenía fiebre. Esta era, al menos, la impresión que perseguía el doctor Rieux, la mañana en que iba hacia la calle Faidherbe para asistir a la información sobre la tentativa de suicidio de Cottard. Pero esta impresión le parecía irrazonada. La atribuía al enervamiento y a las preocupaciones de que estaba lleno y creía que necesitaba poner un poco de orden en sus ideas.
Cuando llegó, el comisario no estaba allí todavía, Grand esperaba en el rellano de la escalera y decidieron entrar primero en su cuarto, dejando la puerta abierta. El empleado del Ayuntamiento ocupaba dos piezas amuebladas muy sumariamente. Se observaba sólo un estante de madera blanca con dos o tres diccionarios y un encerado donde se podían leer, medio borradas, las palabras "avenidas floridas". Según Grand, Cottard había pasado bien la noche. Pero se había despertado por la mañana con dolor de cabeza e incapaz de la menor reacción. Grand parecía cansado y nervioso. Se paseaba de un lado para otro abriendo y cerrando una gran carpeta llena de hojas manuscritas.
Contó al doctor que él conocía poco a Cottard, pero que le suponía un pequeño capital. Cottard era un hombre raro. Durante mucho tiempo sus relaciones se habían limitado a un saludo en la escalera.
—No he tenido más que dos conversaciones con él. Hace unos días dejé caer en el descansillo una caja de tizas que traía. Eran tizas rojas y azules. En ese momento salía Cottard y me ayudó a recogerlas. Me preguntó para qué eran esas tizas de diferentes colores.
Grand le había explicado entonces que estaba repasando un poco de latín. No había vuelto a estudiarlo desde el liceo.
—Sí —dijo el doctor—, me han asegurado que es útil para conocer mejor el sentido de las palabras francesas.
Así, pues, escribía las palabras latinas en el encerado. Copiaba con la tiza azul la parte de las palabras que cambia según las declinaciones y las conjugaciones y con la tiza roja la que no cambia nunca.
—No sé si Cottard comprendió bien, pero me pidió una tiza roja. Me sorprendió un poco, pero después de todo… Yo no podía adivinar que iba a servirle para su proyecto.
Rieux preguntó cuál había sido el tema de la segunda conversación. Pero en ese momento llegó el comisario acompañado de su secretario y quiso primero oír la declaración de Grand. El doctor observó que Grand, cuando hablaba de Cottard, le llamaba siempre "el desesperado". Incluso en un momento empleó la expresión "resolución fatal". Discutieron sobre el motivo del suicidio y Grand se mostró siempre escrupuloso en el empleo de los términos. Hubo que detenerse sobre las palabras "contrariedades íntimas". El comisario preguntó si no había habido nada en la actitud de Cottard que hiciese sospechar lo que él llamaba "su determinación".
—Ayer llamó a mi puerta —dijo Grand— para pedirme fósforos. Le di mi caja. Se excusó diciendo que entre vecinos… Después me aseguró que me devolvería la caja. Le dije que se quedase con ella.
El comisario preguntó al empleado si Cottard no le había parecido raro.
—Me pareció raro verlo como deseoso de entablar conversación. Pero yo estaba trabajando.
Grand se volvió hacia Rieux y añadió, con aire intimidado:
—Un trabajo personal.
El comisario quiso ver al enfermo. Pero Rieux creyó mejor prepararle primero. Cuando entró en la habitación, Cottard, vestido solamente con un pijama de franela grisácea, estaba incorporado en la cama y vuelto hacia la puerta con expresión de ansiedad.
—Es la policía, ¿no?
—Sí —dijo Rieux—, no se agite usted. Dos o tres formalidades y lo dejaran en paz.
Pero Cottard respondió que era inútil, que él detestaba a la policía. Rieux dijo con impaciencia:
—Yo tampoco la adoro. Se trata de responder pronto y claro a sus preguntas para terminar de una vez.
Cottard se calló y el doctor fue hacia la puerta, pero el hombrecillo volvió a llamarlo y le cogió las manos cuando estuvo junto a la cama.
—No se puede hacer nada a un enfermo, a un hombre que se ha ahorcado, ¿no es cierto, doctor?
Rieux lo consideró un momento y al fin le aseguró que no se trataba de nada de ese género y que, en todo caso, él estaba allí para proteger a su enfermo. Éste pareció tranquilizarse y Rieux hizo entrar al comisario.
Se le leyó a Cottard la declaración de Grand y se le preguntó si podía precisar los motivos de su acto. Respondió solamente, sin mirar al comisario, que "contrariedades íntimas era lo justo". El comisario le preguntó si tenía intención de repetirlo. Cottard se animó, respondió que no y que lo único que quería era que lo dejaran en paz.
—Tengo que hacerle comprender —dijo el comisario en tono irritado— que por el momento es usted el que turba la paz de los demás.
Pero Rieux le hizo una seña y no pasó de allí.
—Figúrese —suspiró el comisario—, tenemos otras cosas puestas a la lumbre desde que se habla de esto de la fiebre.
Preguntó al doctor si la cosa era seria y Rieux dijo que no lo sabía.
—El tiempo, eso es todo —dijo el comisario.
Era el tiempo, sin duda. Todo se ponía pegajoso a medida que avanzaba el día y Rieux sentía aumentar su aprensión a cada visita. Por la tarde de ese mismo día un vecino del viejo enfermo se quejaba de las ingles y vomitaba en medio de su delirio. Los ganglios eran mucho más gruesos que los del portero. Uno de ellos comenzó a supurar y pronto se abrió como un fruto maligno. Cuando volvió a su casa Rieux telefoneó al depósito de productos farmacéuticos de la localidad. Sus notas profesionales mencionan únicamente en esta fecha: "Respuesta negativa." Y ya estaban llamándole en otros sitios para casos semejantes.
Había que abrir los abscesos; era evidente. Dos golpes de bisturí en cruz y los ganglios arrojaban una materia mezclada de sangre. Los enfermos sangraban, descuartizados. Pero aparecían manchas en el vientre y en las piernas, un ganglio dejaba de supurar y después volvía a hincharse. La mayor parte de las veces el enfermo moría en medio de un olor espantoso.
La prensa, tan habladora en el asunto de las ratas, no decía nada. Porque las ratas mueren en la calle y los hombres en sus cuartos y los periódicos sólo se ocupan de la calle. Pero la prefectura y la municipalidad empezaron a preguntarse qué había que hacer. Mientras cada médico no tuvo conocimiento más que de dos o tres casos nadie pensó en moverse. Al fin, bastó que a alguno se le ocurriese hacer la suma. La suma era aterradora. En unos cuantos días los casos mortales se multiplicaron y se hizo evidente para los que se ocupaban de este mal curioso que se trataba de una verdadera epidemia. Este fue el momento que escogió Castel, un colega de Rieux de mucha más edad que él para ir a verle.
—Naturalmente, usted sabe lo que es esto, Rieux.
—Espero el resultado de los análisis.
—Yo lo sé y no necesito análisis. He hecho parte de mi carrera en China y he visto algunos casos en París, hace unos veintitantos años. Lo que pasa es que por el momento no se atreven a llamarlo por su nombre. La opinión pública es sagrada: nada de pánico, sobre todo nada de pánico. Y además, como decía un colega: "Es imposible, todo el mundo sabe que ha desaparecido de Occidente." Sí, todo el mundo lo sabe, excepto los muertos. Vamos, Rieux usted sabe tan bien como yo lo que es.
Rieux reflexionaba. Por la ventana de su despacho miraba el borde pedregoso del acantilado que encerraba a lo lejos la bahía. El cielo, aunque azul, tenía un resplandor mortecino que se iba apagando a medida que avanzaba la tarde.
—Sí, Castel —dijo Rieux—, es casi increíble, pero parece que es la peste.
Castel se levantó y fue hacia la puerta.
—Ya sabe usted lo que van a responderme: "Ha desaparecido de los países templados desde hace años."
—¿Qué quiere decir desaparecer? —respondió Rieux alzando los hombros.
—Sí, y no olvide usted que todavía en París hace unos veinte años…
—Bueno. Esperemos que hoy no sea más grave que entonces. Pero es verdaderamente increíble.
La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.