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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (67 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Así se expresó Flora al despedirse de su querida amiga. La pequeña Dorrit le dio las gracias, la abrazó una y otra vez; finalmente, salió de la casa con Clennam, cogieron un coche y partieron hacia Marshalsea.

Fue un viaje extrañamente irreal por las viejas calles miserables, envuelto en la sensación de ir alejándose de ellas rumbo a un mundo más etéreo de riqueza y
grandeur
. Cuando Arthur Clennam le dijo a Amy que no tardaría en viajar en su propio coche por parajes muy distintos, cuando todas las experiencias que le eran familiares se hubieran desvanecido, la joven pareció asustada. Pero cuando Clennam dijo lo mismo de su padre, y le contó que iría en su propio coche y que sería un gran señor, brotaron rápidamente lágrimas de alegría e inocente orgullo. Al ver que la felicidad que Amy podía imaginar giraba siempre en torno a su padre, Arthur no dejó de hablar de él; y así circularon por las pobres calles de las cercanías de la cárcel para llevar la gran noticia al señor Dorrit.

Cuando el señor Chivery, que estaba de guardia, los dejó pasar a la portería, algo les vio en la cara que lo llenó de asombro. Se quedó mirándolos cuando entraron a toda prisa en la cárcel, como si los viera acompañados de un fantasma cada uno. Los dos o tres internos con los que se cruzaron los miraron también, se reunieron con el señor Chivery en los escalones de la portería y, espontáneamente, se les ocurrió que el Padre iba a ser puesto en libertad. A los pocos minutos se sabía en la más recóndita habitación del Internado.

La pequeña Dorrit abrió la puerta desde fuera y entraron los dos. El señor Dorrit estaba sentado leyendo el periódico, con la vieja bata gris y el viejo gorro negro, en el rayo de sol que entraba por la ventana. Tenía las lentes en la mano y acababa de volverse hacia la puerta; al principio, sorprendido por los pasos en las escaleras, ya que no los esperaba hasta la noche; sorprendido, después, al ver a Arthur Clennam en compañía de su hija. Cuando entraron, al anciano le asombró la misma expresión insólita que había llamado la atención en el patio. No se levantó ni dijo nada: dejó las gafas y el periódico a un lado y los miró con la boca entreabierta y los labios temblorosos. Cuando Arthur le tendió la mano, la tocó pero no en su estado habitual, y después se volvió hacia su hija, que se había sentado cerca de él, le había puesto las manos sobre los hombros y lo miraba con atención.

—¡Padre, esta mañana me han hecho muy feliz!

—¿Sí, querida?

—El señor Clennam me ha hecho muy feliz. Me ha traído una noticia buenísima para ti. Si con su bondad y su amabilidad no me hubiera preparado para recibirla, padre, creo que no habría podido soportarlo.

Estaba muy agitada y le caían las lágrimas por el rostro. El señor Dorrit se llevó una mano al corazón y miró a Clennam.

—Tranquilícese, señor —dijo Clennam—, y tómese un poco de tiempo para pensar. Piense en las mayores y mejores sorpresas de la vida. Todos hemos oído hablar de grandes y alegres sorpresas. No son frecuentes, pero estas cosas siguen pasando y no han terminado.

—¿Señor Clennam? ¿No han terminado? —Y en lugar de decir «para mí» se llevó la mano al pecho.

—No —contestó Clennam.

—¿De qué sorpresa se trata? —preguntó, con la mano izquierda sobre el corazón; se interrumpió para llevar la mano derecha con las lentes a la altura de la mesa—: ¿Qué sorpresa puede esperarme?

—Deje que le conteste con otra pregunta. Dígame, señor Dorrit, cuál sería para usted la sorpresa más inesperada y más agradable. No tema imaginar o decir lo que le parezca.

El señor Dorrit miró fijamente al señor Clennam y, sin dejar de mirarlo, pareció envejecer de golpe. Detrás de la ventana, el sol daba en el muro coronado con pinchos afilados. Extendió lentamente la mano que tenía sobre el corazón y señaló el muro.

—Ya no está —anunció Clennam—. ¡Ha desaparecido!

El señor Dorrit seguía en la misma actitud, mirándolo fijamente.

—Y en su lugar —prosiguió Clennam, hablando despacio y con mucha claridad— están los medios para poseer y disfrutar lo mejor, aquello de lo que estos muros le han privado tanto tiempo. Señor Dorrit, sin duda dentro de pocos días será usted libre y tendrá una situación muy próspera. Lo felicito de todo corazón por este cambio de fortuna y por el feliz futuro al que no tardará en acompañarle el tesoro con el que ha sido bendecido aquí, la mejor de las riquezas del mundo… el tesoro que tiene ahora a su lado.

Al decir estas palabras estrechó la mano del anciano y la soltó; y Amy, apoyando la mejilla contra la de de su padre, lo rodeó con los brazos en la prosperidad igual que en los largos años de adversidad lo había rodeado de amor, esfuerzo y sinceridad, y derramó su corazón rebosante de gratitud, esperanza, alegría y bendito éxtasis, todo por él.

—Lo veré como todavía no lo he visto nunca. Veré al padre que tanto quiero sin esa nube negra. Lo veré como lo vio mi madre hace mucho tiempo. ¡Querido, querido padre! ¡Gracias, gracias a Dios!

El anciano se dejó cubrir de besos y abrazos pero no los devolvió y se limitó a rodearla con un brazo. Tampoco dijo ni una sola palabra. Su mirada se repartía ahora entre su hija y Clennam, y empezó a temblar como si tuviera mucho frío. Arthur le dijo a la pequeña Dorrit que corría a la taberna a buscar una botella de vino, cosa que hizo con la máxima celeridad. Mientras esperaba que se la trajeran de la bodega, algunas personas muy animadas le preguntaron qué pasaba y les contó apresuradamente que el señor Dorrit había heredado una fortuna.

Cuando regresó con la botella de vino, Amy había acomodado ya a su padre en la butaca y le había desabrochado la camisa y la corbata. Llenaron un vasito de vino y lo llevaron a los labios del anciano. Después de tomar un sorbo, él mismo llenó el vaso y lo vació. Después se recostó en el respaldo y se echó a llorar, tapándose el rostro con el pañuelo.

Al cabo de un rato, Clennam pensó que ya era hora de distraer su atención de la sorpresa principal y contarle los detalles. Despacio y con voz tranquila les explicó lo mejor que pudo y con minuciosidad la naturaleza de los servicios de Pancks.

—Será, será… ejem, bien recompensado, señor —dijo el Padre, poniéndose en pie y moviéndose con rapidez por la habitación—. Se lo aseguro, señor Clennam, todos los que se han interesado serán, ejem… recompensados con generosidad. Nadie podrá decir, querido señor, que tengo deudas con él. Pagaré, ejem… los adelantos que he recibido de usted, señor, con un placer especial. Le ruego que me informe en cuanto pueda de los préstamos que le haya hecho a mi hijo.

Seguía caminando sin rumbo por toda la habitación.

—Me acordaré de todos —anunció—. No me iré de aquí con una sola deuda. Todos los que se han portado bien… ejem… con mi familia recibirán su recompensa. También la recibirá Chivery. Y John hijo. Tengo la intención y el deseo de obrar con generosidad, Clennam.

—Permítame —dijo Arthur, dejando su cartera sobre la mesa— que me haga cargo de las necesidades del momento, señor Dorrit. Pensé que le vendría bien contar ya con una cantidad de dinero.

—Gracias, señor Clennam, gracias. Acepto de buen grado lo que no podía haber aceptado hace una hora. Le agradezco este préstamo temporal, muy temporal pero oportuno, muy oportuno —La mano se había cerrado sobre el dinero y lo llevaba consigo de un lado para otro—. Tenga usted la amabilidad de añadirlo a los adelantos a los que me he referido; y ponga cuidado en no olvidar los que le haya hecho a mi hijo. Sólo necesito que me comunique verbalmente la cantidad total.

En ese momento sus ojos se posaron sobre su hija y se detuvo un momento para darle un beso y unas palmaditas en la cabeza.

—Tendremos que buscar una modista, cariño, y cambiar de pies a cabeza tu modesto atuendo. También hay que hacer algo con Maggy, que ahora apenas es presentable. Y tu hermana, Amy, y tu hermano. Y mi hermano, tu tío, pobrecillo, espero que eso lo anime, hay que enviarles recado, tenemos que decírselo. Tenemos que contárselo con cuidado pero hay que informarlos directamente. Es nuestro deber que, a partir de ahora, no hagan nada.

Era la primera vez que daba a entender que sabía que trabajaban para vivir.

Seguía dando vueltas por la habitación, agarrando el dinero con la mano, cuando se oyeron gritos de alegría en el patio.

—Ha corrido la voz —dijo Clennam, mirando por la ventana—. ¿Quiere saludar, señor Dorrit? Están muy contentos y sin duda les gustará.

—Ejem… confieso que habría deseado, Amy querida —dijo, correteando con paso aún más febril— haberme cambiado antes y haber comprado un… un reloj y una cadena. Pero si tiene que ser así… ejem… que así sea. Ciérrame el cuello de la camisa, querida. Señor Clennam, tendría usted la amabilidad… ejem… de darme la corbata azul que encontrará en el cajón que tiene a la altura del codo. Abróchame la levita en el pecho, querida. Cerrada parece más… ejem… más ancho.

Con la mano temblorosa se echó el cabello hacia atrás y, con la ayuda de Clennam y de su hija, se asomó a la ventana del brazo de ambos. Los internos lo saludaron con afecto y él les mandó un beso con la mano con un gesto muy cortés y protector. Cuando se retiró, dijo «pobrecillos» en un tono de gran pena por su condición miserable.

La pequeña Dorrit estaba inquieta y quería que se acostara para descansar un poco. Cuando Arthur le dijo que iba a informar a Pancks de que podía aparecer en cuanto quisiera y terminar con los últimos detalles, Amy le rogó con un susurró que se quedara con ella hasta que su padre estuviera tranquilo y descansado. Arthur no necesitó que se lo pidiera dos veces; la muchacha preparó la cama de su padre y le rogó que se acostara. Durante otra media hora o más no hubo manera de convencerlo de que dejara de pasear por la habitación mientras calculaba las probabilidades de que el director de la cárcel permitiera a los presos asomarse a las ventanas de su residencia oficial, que daban a la calle, para ver cómo él y su familia se marchaban para siempre en un carruaje, ya que, según dijo, el momento iba a ser todo un espectáculo. Pero poco a poco empezó a cansarse y terminó por acostarse en la cama.

Amy ocupó su fiel puesto a su lado, abanicándolo y refrescándole la frente; y el anciano pareció dormirse (sin soltar el dinero que tenía en la mano) cuando de repente se sentó y dijo:

—Señor Clennam, le ruego que me perdone. ¿Debo entender, querido señor, que puedo cruzar la portería en este mismo momento y dar un paseo?

—Creo que no, señor Dorrit —se vio obligado a contestar Clennam contra su voluntad—. Hay que hacer algunos trámites; y, aunque el que lo retengan aquí ahora es poco más que una formalidad, me temo que habrá que esperar un poco más.

Ante lo cual, el anciano volvió a echarse a llorar.

—Sólo son unas horas, señor —dijo Clennam animosamente.

—Unas pocas horas, señor —contestó con un tono apasionado—. Lo dice tan contento, ¿cuánto cree que dura una hora para un hombre que se ahoga por falta de aire?

Éstas fueron sus últimas palabras por el momento; tras verter algunas lágrimas más y lamentarse con tono quejumbroso de que no podía respirar, fue quedándose adormilado. Clennam tenía mucho en que pensar mientras contemplaba en la silenciosa habitación al padre en la cama y a la hija que le abanicaba la cara. La pequeña Dorrit también había estado pensando. Después de apartarle el cabello gris con suavidad, y rozarle la frente con los labios, miró a Arthur; éste se acercó un poco y Amy empezó a explicarle en susurros sus pensamientos.

—Señor Clennam, ¿mi padre pagará todas sus deudas antes de salir de aquí?

—Sin duda. Todas.

—¿Y las deudas por las que ha estado aquí preso, a lo largo de toda mi vida y antes?

—Sin duda.

El rostro de Amy reflejaba cierta inquietud y reprobación, como si algo no acabara de gustarle. Clennam la miró sorprendido y preguntó:

—¿Le alegra que pague?

—¿Y a usted? —preguntó ella con ansiedad.

—¿A mí? Claro que sí.

—En ese caso, debo alegrarme yo también.

—¿Y no se alegra?

—Me parece duro que, después de haber perdido tantos años de su vida y haber sufrido tanto —dijo la pequeña Dorrit—, al final pague también todas las deudas. Me parece duro que tenga que pagar con su vida y con dinero.

—Querida niña… —empezó a decir Clennam.

—Sí, ya sé que me equivoco —dijo tímidamente—. No me juzgue mal, siempre he pensado lo mismo.

Ésta era la única huella que la cárcel, que tantas cosas puede estropear, había dejado en la pequeña Dorrit. Esta confusión que nacía de la compasión por el pobre preso, su padre, era la primera marca de la atmósfera de la cárcel que Clennam veía en ella, y sería la última.

Clennam hizo esta reflexión y no quiso añadir más palabras. Gracias a ella, la pureza y la bondad de la pequeña Dorrit se le aparecieron en todo su esplendor. La pequeña mancha hacía que destacaran todavía más.

Cansada por las emociones y abandonándose al silencio de la habitación, la mano se relajó y dejó de abanicar, la cabeza cayó sobre la almohada, junto a la de su padre. Clennam se puso en pie despacito, abrió y cerró la puerta sin hacer ruido y salió de la cárcel llevándose el silencio a las calles turbulentas.

Capítulo XXVI

La cárcel de Marshalsea se queda huérfana

Y llegó el día fijado para que el señor Dorrit y su familia dejaran la cárcel para siempre y las piedras del gastado pavimento no volvieran a saber de ellos.

El lapso había sido corto, pero el anciano se había quejado de él amargamente, apremiando al señor Rugg por el retraso. Lo había tratado con arrogancia y había amenazado con contratar a otro. Le había exigido que no utilizara como excusa el lugar en el que lo había encontrado, no, señor, sino que hiciese su trabajo, y lo hiciese con presteza. Le había dicho que sabía bien cómo eran los agentes y abogados, y que no tenía la menor intención de someterse a sus imposiciones. Cuando el señor Rugg le explicó humildemente que hacía todo lo posible, en la medida de sus capacidades, la señorita Fanny contestó en tono mordaz que eso era lo mínimo que se esperaba de él, puesto que se le había dicho una docena de veces que el dinero no era obstáculo, y expresó la sospecha de que olvidaba con quién estaba hablando.

El señor Dorrit también se mostró severo con el director de la cárcel, que llevaba en el cargo muchos años y con el que hasta el momento no había tenido diferencia alguna. Este funcionario, cuando fue a felicitarlo personalmente, puso a disposición del señor Dorrit dos habitaciones de su casa hasta la fecha de su partida. El señor Dorrit se lo agradeció en aquel momento y le contestó que lo pensaría; pero, apenas se marchó, se sentó para escribirle una nota mordaz en la que señalaba que, ya que hasta el momento nunca había tenido el placer de recibir sus felicitaciones (lo cual era cierto, aunque cierto era también que hasta el momento no había habido razón alguna para felicitarlo), le rogaba, en nombre propio y de los suyos, que considerase rechazada la oferta, con toda la gratitud que merecían su carácter desinteresado y su perfecta independencia de toda consideración mundana.

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