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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (65 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Hostigado por estos pensamientos, empezó a desear que la boda pasara, y que Gowan y su joven esposa se marcharan, dejándolo solo para cumplir su promesa hasta el final y desempeñar el generoso papel que había aceptado. Lo cierto era que aquella última semana se había convertido en un incómodo intervalo para toda la casa. Delante de Gowan o de Tesoro, el señor Meagles estaba radiante; pero, en más de una ocasión, Clennam lo había visto a solas, mirando con los ojos turbios la balanza y la palita, y a menudo siguiendo con la mirada a los enamorados, en el jardín o en otro lugar, cuando ellos no lo veían, con la antigua expresión nublada en la que Gowan había caído como una sombra. En el arreglo de la casa para el gran acontecimiento, tuvieron que retirar muchos pequeños recuerdos de los viajes de padre, madre e hija, y éstos pasaron de mano en mano; y, alguna vez, mientras los contemplaban en silencio y pensaban en la vida que habían llevado juntos, incluso Tesoro sucumbía a los lamentos y las lágrimas. La señora Meagles, la más alegre y atareada de las madres, iba de un lado a otro cantando y consolando a todo el mundo; pero ella misma, alma sincera, de vez en cuando se escapaba al trastero, donde lloraba hasta que tenía los ojos rojos; cuando salía, achacaba su aspecto a que había picado cebollas y pimienta, mientras cantaba con voz más clara que nunca. La señora Tickit, que no hallaba bálsamo para el alma herida en la
Medicina doméstica
del doctor Buchan, se sentía abatidísima y estaba muy conmovida por los recuerdos de la infancia de Minnie. Cuando éstos la dominaban, le mandaba mensajitos secretos en los que le comunicaba que no estaba vestida para bajar al salón y solicitaba ver a «su niña» en la cocina; allí bendecía el rostro de la niña, el corazón de la niña y abrazaba a la niña en una mezcla de lágrimas y felicitaciones, tablas de picar, rodillos de amasar y masas de empanada, con la ternura, tan conmovedora, de los viejos sirvientes.

Pero todo lo que tiene que llegar llega, y el día de la boda tenía que llegar y llegó, y con él llegaron todos los Barnacle invitados al banquete. Ahí estaba Tite Barnacle, del Negociado de Circunloquios y de Mews Street, Grosvenor Square, con la cara señora de Tite Barnacle, de soltera Stiltstalking, la mujer que conseguía que los días de cobro trimestral parecieran no llegar nunca, y las tres caras señoritas Barnacle, cargadas de méritos y dispuestas a salir disparadas, si bien no se disparaban con el destello y la explosión que cabría esperar y más bien parecían armas de disparo retardado. También había venido el joven Barnacle del Negociado de Circunloquios, que había abandonado el tonelaje del país, que en teoría estaba bajo su tutela, a su propia suerte y, a decir verdad, no por ello se encontraba en peor situación. Y el encantador joven Barnacle, de la rama más briosa de la familia, también del Negociado de Circunloquios, echando una mano con amabilidad y alegría como una más de las tareas del departamento eclesiástico de «cómo no hacer las cosas». Había otros tres jóvenes Barnacle de otros tres negociados, insípidos para todos los sentidos y extremadamente carentes de sabor, dedicados a «hacer» la boda de la misma manera que habrían «hecho» el Nilo, la Roma clásica, un nuevo cantante o Jerusalén.

Pero había una pieza mayor aún: lord Decimus Tite Barnacle en persona, en olor de Circunlocución, el mismo olor de las valijas diplomáticas. Sí, ahí estaba lord Decimus Tite Barnacle, que había ascendido a las más altas esferas del funcionariado en alas de una idea indignada, que consistía, señores, en que aún tiene alguien que explicarme cómo puede ser competencia de un ministro de esta nación libre poner límites a la filantropía, entorpecer la caridad, encadenar el espíritu público, contraer la empresa y sofocar la confianza en sí mismo del pueblo. En otras palabras, todavía había que explicarle a aquel gran hombre de Estado que era competencia del timonel del barco no hacer otra cosa que prosperar en tierra con el comercio privado de trapicheos y chalaneos cuando la tripulación podía, a fuerza de bombear, mantener el barco a flote sin él. Con este sublime descubrimiento en el gran arte de «cómo no hacer las cosas», lord Decimus había conservado mucho tiempo la más elevada gloria de la familia Barnacle; y, por mucho que algún mal aconsejado miembro de alguna de las dos cámaras intentara «hacer las cosas» presentando un proyecto de ley, esa ley estaba muerta y enterrada cuando lord Decimus Tite Barnacle se ponía en pie en su escaño y decía solemnemente, alzándose con una majestad indignada entre los vítores de la circunlocución, que aún tenía alguien que explicarle, señores, cómo podía ser competencia suya como ministro de esta nación libre poner límites a la filantropía, entorpecer la caridad, encadenar el espíritu público, contraer la empresa y sofocar la confianza en sí mismo del pueblo. El descubrimiento de esa máquina de competencias era el descubrimiento del movimiento político perpetuo. Nunca se agotaba aunque diera siempre vueltas por todos los departamentos del Estado.

Y ahí, con su noble amigo y pariente lord Decimus, estaba William Barnacle, que había formado la famosísima coalición con Tudor Stiltstalking, y tenía su propia receta de «cómo no hacer las cosas»; a veces, mientras le daba una palmada al presidente de la Cámara de los Comunes y decía como gran novedad: «En primer lugar, le ruego, caballero, que informe a la Cámara de qué precedente tenemos en relación con las medidas a las que ese honorable caballero querría precipitarnos»; otras veces comunicaba al honorable caballero que él (William Barnacle) buscaría un precedente; y con frecuencia aplastaba ahí mismo al honorable caballero diciéndole que no existía semejante precedente. En cualquier caso, «precedente» y «precipitar» eran, en toda circunstancia, los dos caballos de batalla parejos de aquel hábil circunloquista. Tanto daba que el infeliz honorable caballero llevara veinticinco años intentando en vano precipitar a William Barnacle hacia algún lugar; William Barnacle seguía planteando a la Cámara y (más o menos, en segundo lugar) a la Nación que iban a precipitarlo. Tanto daba que fuera totalmente imposible, vista la naturaleza de las cosas y el curso de los acontecimientos, que el infeliz honorable caballero tuviera la menor oportunidad de alegar un precedente; William Barnacle agradecería, de todos modos, al honorable caballero tan irónico entusiasmo y daría por zanjado el asunto diciéndole a la cara que
no
existía un precedente para lo que pedía. Tal vez podría objetarse que la sabiduría de William Barnacle no era tan grande, puesto que de haberlo sido la tierra que él mangoneaba nunca se habría creado o no habría pasado de ser barro estéril. Pero la combinación de «precedente» y «precipitar» aterrorizaba a la mayoría de la gente, que desistía de objetar.

Y también estaba ahí otro Barnacle, uno con mucho brío, que había saltado de cargo en cargo hasta veinte veces en rápida sucesión, ocupaba siempre dos o tres a la vez y que era el muy respetado inventor de un arte que practicaba con gran éxito y admiración en todos los gobiernos de los Barnacle. Éste consistía en que, cuando le formulaban una pregunta en el Parlamento sobre cualquier asunto, contestaba respondiendo a otra cualquiera. Le había sido de gran utilidad y por ese motivo lo tenían en alta estima en el Negociado de Circunloquios.

Y también había una serie de lapas parlamentarias, aún no del todo bien adheridas, en período de prueba para demostrar su total incompetencia. Esos Barnacle se encaramaban por las escaleras y se escondían en los pasillos esperando órdenes para conseguir que hubiera quórum en el Parlamento o que no lo hubiera; y escuchaban, exclamaban, vitoreaban y ladraban de acuerdo con las instrucciones de los patriarcas de la familia; y presentaban mociones que eran pura farsa para obstaculizar las mociones de otros; y ponían obstáculos para retrasar los asuntos desagradables a última hora del día y al final de las sesiones; entonces, con virtuoso patriotismo, decían que era demasiado tarde; y viajaban por toda la nación, ahí donde los enviaban, y juraban que lord Decimus había sacado al comercio del estupor y a la industria de un síncope, había duplicado la cosecha de cereal, había cuadruplicado la de heno e impedido que una cantidad sin límite volara del Banco de Inglaterra. Los patriarcas de la familia disponían de estos Barnacle como cartas inferiores a las figuras de la baraja y los mandaban a reuniones y cenas a prestar testimonio de los servicios que realizaban sus nobles y honorables parientes a los que loaban en todo tipo de brindis. Y, bajo órdenes similares, concurrían a todo tipo de elecciones y se levantaban de sus escaños en cuanto se les ordenaba, del modo menos razonable, para dejar paso a otros hombres; llevaban y traían, adulaban y trapicheaban, corrompían, y tragaban montones de basura en un desempeño infatigable de sus tareas públicas. Y no había, en todo el Negociado de Circunloquios, una lista de posibles vacantes en ningún lugar durante medio siglo, desde la plaza de lord del Tesoro a la de cónsul en la China, pasando por la de gobernador general de la India, a la que no se hubieran adherido con avidez los nombres de algunas o todas estas lapas.

A la boda sólo asistía una pequeña muestra de cada clase de Barnacle, porque no había ni cuarenta y ¡qué es eso para una legión! Pero la pequeña muestra constituía una verdadera colonia en la casa de Twinckenham y la llenaba. Un Barnacle (ayudado por otro Barnacle) casó a la feliz pareja y correspondió al mismísimo lord Decimus Tite Barnacle entrar del brazo con la señora Meagles en el comedor.

La fiesta no fue tan bonita y espontánea como podría haber sido. El señor Meagles, si bien tenía en gran estima a la buena compañía, se sentía un poco cohibido y no era del todo él mismo. La señora Gowan sí era ella misma y eso no mejoraba las cosas para el señor Meagles. La ficción de que no había sido éste quien se había opuesto al matrimonio sino la grandeza de la Familia, y de que la grandeza de la Familia había acabado por ceder en una amable unanimidad, lo iba impregnando todo, aunque nadie lo dijera abiertamente. Los Barnacle, por su parte, tenían la sensación de que su relación con los Meagles terminaría en cuanto acabara aquella ocasión de mostrarse magnánimos, e idéntica sensación tenían los Meagles.

Entonces, Gowan, en calidad de hombre desencantado y resentido con su familia y que, tal vez, había permitido a su madre que invitara a los Barnacle tanto para fastidiarlos como con cualquier otro fin benevolente, aireó con ostentación su lápiz y su pobreza ante ellos y les dijo que esperaba que, con el tiempo, fuera capaz de ganar el pan para su mujer y que les rogaba que (dado que eran más afortunados que él) se acordaran de aquel pobre pintor cuando pudieran comprarle un cuadro. Entonces, lord Decimus, que maravillaba desde su pedestal del Parlamento, se reveló como el ser más verboso de la concurrencia: brindó por la felicidad del novio y de la novia con una serie de lugares comunes que habrían puesto los pelos de punta de cualquier discípulo o seguidor sincero, y trotó, con la vanidad de un elefante idiotizado, por desolados laberintos de frases que él parecía tomar por caminos principales que ni se le pasaba por la cabeza abandonar. Después, el señor Tite Barnacle no pudo dejar de aludir a una persona presente que habría sido capaz de alterar su pose de toda la vida para que lo retratara sir Thomas Lawrence, si es que tal alteración hubiera sido posible; y Barnacle junior comunicó, indignado, a dos insulsos caballeros, parientes suyos, que había ahí un individuo, ahí mismo, que había llegado a nuestro departamento sin cita previa y había dicho que quería saber, sabéis; y que, vaya, mira, bueno, si ahora dijera (porque nunca se sabe lo que un radical tan poco educado podía hacer a continuación), dijera, mira, vaya, que quería saber en aquel momento, mira, vaya, qué gracia, ¿verdad?

Para Clennam, el momento más agradable de la ceremonia fue también el más doloroso. Cuando el señor y la señora Meagles por fin se retiraron con Tesoro a la habitación con los dos cuadros (sin invitados), antes de acompañarla a la puerta que ya no volvería a cruzar como la Tesoro de siempre, la alegría de la casa, y se comportaron del modo más sencillo y natural. Incluso Gowan estaba conmovido y cuando el señor Meagles le dijo: «¡Oh, Gowan, cuídemela, cuídemela!», le contestó con un ferviente: «¡No se apene usted así, señor: le prometo que la cuidaré!».

Y con los últimos sollozos y las últimas palabras de afecto y la última mirada a Clennam, confiando en su promesa, Tesoro se recostó en el coche, su marido se despidió con la mano y partieron rumbo a Dover; pero antes, la fiel señora Tickit, con un traje de seda y unos rizos negrísimos, salió de repente de algún sitio y tiró los dos zapatos tras el carruaje: una aparición que produjo gran sorpresa entre la distinguida concurrencia que se asomaba a las ventanas.

Como dicha concurrencia no se sentía obligada a prolongar su estancia más tiempo y el patriarca de los Barnacle tenía mucha prisa (porque había que enviar unas cartas que, si no estaba presente, corrían el riesgo de llegar a su destino sin más dilación, barloventeando por los mares como el Holandés Errante, y había que tomar medidas complejas para detener el curso de un buen número de asuntos importantes que, de otro modo, corrían el peligro de salir adelante), cada uno tomó su camino después de asegurar afablemente al señor y la señora Meagles —con el tono altivo que empleaban siempre en sus comunicaciones oficiales con el inglés medio, esa desgraciada criatura— que su presencia ahí les había supuesto un sacrificio por el bien del señor y la señora Meagles.

Un triste vacío se instaló en la casa y en el corazón del padre, la madre y el señor Clennam. Al señor Meagles lo consolaba un único recuerdo.

—Es muy gratificante, Arthur —dijo—, mirar atrás.

—¿Al pasado? —Dijo Clennam.

—Sí… pero pensaba en la buena compañía.

Aunque en su momento se había sentido todavía más incómodo y triste, ahora le gustaba recordarla.

—Es muy gratificante —dijo, y repitió la observación varias veces a lo largo de la noche—. ¡Qué invitados tan distinguidos!

Capítulo XXXV

Lo que había leído el señor Pancks
en la mano de la pequeña Dorrit

Y llegó el momento en que Pancks, en cumplimiento del acuerdo con Clennam, le reveló toda la historia en la que él hacía el papel de gitano y le contó la buena fortuna de la pequeña Dorrit. El padre de la pequeña Dorrit era heredero legal de una gran propiedad cuya existencia se había ignorado durante mucho tiempo y, sin que nadie la reclamara, había ido acumulando rentas. En aquel momento sus derechos estaban claros, nada se interponía en su camino, las puertas de Marshalsea quedaban abiertas, los muros de Marshalsea habían caído; con un par de firmas de su puño y letra sería extraordinariamente rico.

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