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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (64 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Señora Merdle —contestó el caballero, secándose el rostro apagado, en el que alternaban tonos rojizos y amarillentos—, yo lo sé tan bien como usted. Si no fuera usted un adorno para la Sociedad ni yo un benefactor de la Sociedad, no estaríamos juntos. Cuando digo benefactor quiero decir una persona que le da todo tipo de cosas caras para comer, para beber y para mirar. Y decirme a mí que no estoy preparado, después de todo lo que he hecho por ella, después de todo lo que he hecho por la Sociedad… —repitió el señor Merdle con tanto énfasis que su mujer abrió los ojos asustada—… después de todo esto, de todo esto, decirme a mí que no tengo derecho a mezclarme con la Sociedad es una bonita recompensa.

—Lo que quería decir —respondió la señora Merdle con calma— es que debería usted intentar adaptarse a la Sociedad comportándose de modo más
dégagé
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, sin tantas preocupaciones. Resulta muy vulgar que lleve usted siempre encima los asuntos de negocios.

—¿Que llevo siempre encima los negocios? —preguntó el señor Merdle—. ¿Cómo?

—¿Que cómo los lleva? Mírese al espejo —dijo la señora Merdle.

Involuntariamente, el señor Merdle volvió los ojos hacia el espejo más cercano mientras la sangre le iba subiendo a las sienes, y preguntó lentamente si uno era responsable de sus digestiones.

—Tiene usted un médico —contestó la señora Merdle.

—No me sirve de nada —dijo el señor Merdle.

La señora Merdle cambió de terreno.

—Además —dijo ella—, lo de su digestión es una tontería. No hablo de digestiones. Hablo de modales.

—Señora Merdle —replicó su marido—: eso lo dejo en sus manos. Usted pone los modales y yo pongo el dinero.

—No espero de usted que cautive a la gente —prosiguió la señora Merdle, acomodándose en los cojines—. No quiero que se tome la molestia ni que intente ser fascinante. Sólo le pido que no se preocupe por nada (o que no parezca preocuparse por nada), igual que los demás.

—¿Alguna vez he dicho que me preocupara algo? —preguntó el señor Merdle.

—¿Decirlo? ¡No! ¡Nadie le haría caso si lo dijera! Pero lo demuestra.

—¿Demuestro qué cosa? ¿Qué demuestro? —se apresuró a preguntar el señor Merdle.

—Ya se lo he dicho. Demuestra que lleva consigo sus negocios, inquietudes y proyectos en lugar de dejarlos en la City o en el lugar que les corresponda —dijo la señora Merdle—. O eso parece. Y basta con que lo parezca: no pido más. Que no parezca más inquieto por sus cálculos y asuntos que si fuera un carpintero.

—¡Un carpintero! —repitió el señor Merdle, ahogando algo así como un gemido—. No me importaría nada ser carpintero, señora Merdle.

—Y mi malestar se debe —prosiguió la dama, sin hacer caso de aquella respuesta indigna— a que eso no está a tono con la Sociedad y debería usted corregirlo, señor Merdle. Si pone en duda mi juicio, pregúnteselo usted a Edmund Sparkler.

La puerta de la sala se había abierto y la señora Merdle examinaba la cabeza de su hijo a través del monóculo.

—Edmund, acércate.

El señor Sparkler, que se había limitado a asomar la cabeza y a mirar por la habitación sin entrar (como si buscara en la sala a la joven dama muy sensata), metió el cuerpo después de la cabeza y se detuvo ante ellos. La señora Merdle, en unas pocas palabras adaptadas a su capacidad, formuló la cuestión sobre la que estaban discutiendo.

El joven caballero, tras palparse el cuello de la camisa como un hipocondríaco que se tomara el pulso, señaló que «lo había oído comentar».

—Edmund Sparkler lo ha oído comentar —proclamó la señora Merdle, con un aire de lánguido triunfo—. ¡Vaya! ¡No cabe duda de que todo el mundo lo ha oído comentar!

Deducción que, en realidad, no tenía nada de descabellada, puesto que era probable que, en cualquier congregación de seres humanos, el señor Sparkler fuera la última persona en enterarse de algo sucedido en su presencia.

—Y seguro que Edmund Sparkler le dirá qué es lo que ha oído —prosiguió la señora Merdle, señalando a su marido con su mano favorita.

—No puedo —dijo el señor Sparkler después de tomarse el pulso, como había hecho antes—. No puedo decirlo porque tengo una memoria pésima. Pero estaba en compañía del hermano de una chica estupenda, muy bien educada, muy sensata, en ese momento…

—¡Venga! Da lo mismo la hermana —señaló la señora Merdle un poco impaciente—. ¿Qué dijo el hermano?

—No dijo ni una palabra, señora —contestó el joven Sparkler—. Era un chico tan callado como yo. Y le costaba tanto como a mí hacer alguna observación.

—Pero alguien dijo algo —insistió la señora Merdle—, fuera el hermano u otra persona.

—No me preocupa en absoluto —dijo el señor Sparkler.

—Pero cuéntanos qué dijo.

El señor Sparkler se tomó de nuevo el pulso e intentó aplicarse una disciplina severa antes de contestar:

—Unos tipos que hablaban de mi jefe, así lo llaman ellos, lo alababan porque mi jefe era inmensamente rico y experto, un gran negociante y banquero y todo eso, pero dijeron que llevaba a cuestas la tienda. Dijeron que llevaba la tienda a la espalda, como un sastre judío con demasiado trabajo.

—Cosa que expresa claramente mi malestar —dijo la señora Merdle, poniéndose en pie envuelta en metros de tela—. Edmund, dame el brazo y acompáñame al piso de arriba.

El señor Merdle, una vez a solas, se puso a pensar en cómo podía adaptarse mejor a la Sociedad, miró las nueve ventanas, una tras otra, y pareció ver nueve paisajes desolados. Al cabo de un rato, bajó la escalera y observó atentamente todas las alfombras de la planta baja; después subió de nuevo y observó atentamente todas las alfombras del primer piso; como si fueran profundidades tan sombrías como su alma oprimida. Vagó por todas las habitaciones, como siempre, como la persona de este mundo que menos pintara en aquel lugar. La señora Merdle bien podía pregonar tanto como quisiera que pasaba en casa un buen número de noches de la temporada; no obstante, saltaba a la vista que el señor Merdle, aunque estuviera presente físicamente, nunca se sentía en su casa.

Al final se topó con el jefe de los mayordomos, cuya visión siempre lo dejaba agotado. Aniquilado por aquella gran criatura, se metió en su vestidor y ahí se quedó encerrado hasta que salió a cenar con la señora Merdle en su bello coche de caballos. En la cena, y gracias a su poder, fue envidiado, halagado, atesorado, ajudicaturado y obispeado a voluntad; y una hora después de medianoche regresó solo y, después de que el mayordomo jefe lo apagara en el vestíbulo de su casa, como si fuera una vela, se fue suspirando a la cama.

Capítulo XXXIV

Una colonia de lapas

Henry Gowan y el perro se convirtieron en visitantes regulares de la casa de campo y se fijó el día de la boda. Convocaron a todos los Barnacle para la ocasión con intención de que aquella familia tan distinguida y numerosa diera lustre a la celebración del matrimonio en la medida en que un acontecimiento tan deslucido podía ser lustroso.

Habría sido totalmente imposible reunir a toda la familia Barnacle por dos motivos: en primer lugar, porque no había edificio capaz de albergar a todos los miembros y conocidos de casa tan ilustre. En segundo lugar, porque ahí donde había una pequeña superficie británica bajo el sol o la luna con un cargo público, tenía un Barnacle adherido. Ningún navegante intrépido podía plantar una bandera en un rincón de la tierra y tomar posesión de él en nombre de Gran Bretaña sin que, tan pronto como se supiera, el Negociado de Circunloquios enviara a un Barnacle y una valija. Así pues, en cualquier lugar del mundo había algún Barnacle
valijando
los cuatro puntos cardinales.

Aunque ni siquiera el portentoso arte del mismo Próspero
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habría conseguido reunir a todos los Barnacle procedentes de todos los rincones del océano y de todos los puntos de la tierra firme en los que no había nada que hacer (excepto complicar la existencia) ni nada que meterse en el bolsillo, era perfectamente posible reunir a un buen puñado de ellos. La señora Gowan se aplicó a tal efecto y se dedicó a visitar asiduamente al señor Meagles con nuevos nombres para la lista de invitados, y celebró conferencias con este caballero cuando no estaba ocupado (como sucedía por lo general, en esas fechas) examinando y pagando las deudas de su futuro yerno en la oficina de la balanza y la palita.

El señor Meagles sentía más interés por la presencia de uno de los invitados a la boda que por el más encopetado de los Barnacle, aunque estaba lejos de ser insensible al honor de semejante compañía. Este invitado era el señor Clennam, el cual, una noche de verano, entre los árboles, se había hecho una promesa que consideraba sagrada, y en su caballeroso corazón se consideraba atado a diversas obligaciones. Se había impuesto olvidarse de sí mismo y prestarle servicio a ella en todo momento; así que, para empezar, contestó al señor Meagles alegremente: «Por supuesto que asistiré».

Su socio, Daniel Doyce, era para el señor Meagles una piedra en el camino, ya que no tenía claro que fuera posible mezclarlo con tanto barnacleísmo funcionarial sin producir una mezcla explosiva, incluso en el banquete de boda. Sin embargo, este delincuente nacional lo liberó del peso al presentarse un día en Twinckenham para rogarle que, con la libertad que le daba ser un viejo amigo muy apreciado, no lo invitara.

—Dado que, cuando yo trataba con esos caballeros me proponía cumplir con un servicio y una obligación públicas y, en cambio, su tarea era ponerme obstáculos haciéndome perder la paciencia, me parece preferible que no comamos ni bebamos juntos como si fuéramos amigos.

Al señor Meagles le pareció divertida la excentricidad de su amigo y, con aire protector y más paternalista que nunca, le contestó:

—Bueno, Dan, es una idea un tanto excéntrica, pero que sea como usted quiera.

A medida que la fecha se acercaba, Clennam intentó dejar claro a Henry Gowan, con sencillez y sin alharacas, que quería, de modo franco y desinteresado, ofrecerle su amistad en el grado que considerara oportuno. Gowan le correspondió tratándolo con su habitual desenvoltura y una exhibición de confianza que poco tenía de auténtica confianza.

—Mire, Clennam —señaló una vez en el curso de una conversación, mientras paseaban cerca de la casa, a sólo una semana de la boda—. Soy un hombre desencantado, eso ya lo sabe usted.

—Le doy mi palabra de que no tengo la menor idea de por qué podría estarlo —contestó Clennam, un poco violento.

—Bueno —contestó Gowan—; pertenezco a un clan, a una camarilla, a una familia o a un ambiente, como quiera usted llamarlo, que podría haberme buscado un puesto de cincuenta maneras distintas, pero decidió no hacerlo. Así que sólo soy un pobre artista.

—Pero, por otra parte… —empezó a decir Clennam.

—Sí, sí, ya lo sé —interrumpió Gowan—. Tengo la fortuna de que me quiera una joven hermosa y encantadora a la que yo también quiero con todo mi corazón. —«Como si eso fuera gran cosa», pensó Clennam, e inmediatamente se avergonzó de sí mismo—. Y he encontrado un suegro que es un tipo magnífico y muy generoso. Sin embargo, cuando me lavaban y peinaban de pequeño, me metían otras ideas en la cabeza; me las llevé al colegio cuando ya me lavaba y peinaba solo; ahora ya no las tengo y, por lo tanto, soy un hombre desencantado.

Clennam se preguntó (y, de nuevo, se avergonzó de sí mismo) si tal afirmación de desencanto no sería la dote del novio después de haber intentado abrirse paso en la vida, y si podía considerarse esperanzadora o prometedora.

—No será un desencanto muy amargo, me parece —dijo en voz alta.

—No, no lo es —contestó Gowan, echándose a reír—. Mi familia no se lo merece, aunque son encantadores y siento por ellos gran afecto. Además, es agradable demostrarles que puedo prescindir de ellos y pueden irse todos al diablo. Y, por otra parte, son muchos los hombres desencantados en la vida de un modo u otro, e influidos por su desencanto. ¡Pero este mundo es maravilloso y me gusta!

—El futuro que se le ofrece es hermoso —dijo Arthur.

—Hermoso como este río en verano —exclamó Gowan con entusiasmo—. Y por Júpiter que lo admiro con entusiasmo y me gustaría disputar en él una carrera. Es el mejor de los viejos mundos y mi profesión es la mejor de todas, ¿no es cierto?

—Está llena de interés y ambición, me parece a mí —dijo Clennam.

—E imposturas —añadió Gowan con una carcajada—. No olvidemos las imposturas. Espero no fallar, pero tal vez se ponga de manifiesto mi condición de hombre desencantado. Quizá no sea capaz de hacerle frente con la gravedad necesaria. Entre nosotros, le diré que tal vez sea ya un hombre demasiado desencantado para poder hacerlo.

—¿Para hacer qué cosa? —preguntó Clennam.

—Para aguantar el tipo. Para aprovechar la oportunidad cuando surja, como la aprovecha el vecino cuando le surge a él, y seguir fomentando el espejismo. Mantener la impostura del trabajo, el estudio, la paciencia, la devoción al arte, la dedicación de muchos días solitarios, el abandono de los placeres, la vida entregada al arte y todo eso… es decir, seguir fomentando el espejismo según las normas.

—Pero es bueno que un hombre respete su vocación, sea la que sea; que sienta la necesidad de mantenerla en un lugar honroso y exigir de los demás el respeto que merece, ¿no es cierto? —razonó Arthur—. Y su vocación, Gowan, bien puede pedirle esa entrega. Confieso que había pensado que todo arte la exigía.

—¡Qué buena persona es usted, Clennam! —exclamó el otro, deteniéndose para mirarlo como preso de una admiración irreprimible—. Qué bien se ve que nunca ha sido un hombre desencantado.

Si Gowan hubiera hablado en serio, la frase habría sido tan cruel que Clennam tomó la firme decisión de creer que no lo decía en serio. Gowan, sin detenerse, le puso la mano en el hombro y, riendo alegremente, prosiguió:

—Clennam, no quiero disipar sus generosos puntos de vista y daría el dinero que fuera (si lo tuviera) por vivir en una nube rosa como la suya. Pero todo lo que pinto es para venderlo. Todo lo que hacen mis colegas es con esa intención. Si no quisiéramos vender nuestra obra por la mayor cantidad posible, no la pintaríamos. La obra hay que hacerla, pero eso es fácil. Y todo lo demás es palabrería. Ésta es una de las ventajas (o desventajas) de conocer a un hombre desencantado: oye usted la verdad.

Todo lo que acababa de oír, mereciera ser considerado verdad o no, caló hondo en el espíritu de Clennam. Arraigó de tal modo que empezó a temer que Henry Gowan se convirtiera definitivamente en un problema para él, y que, en realidad, nada hubiera ganado al despedir a Nadie con todas sus incoherencias, inquietudes y contradicciones. Se encontró con que íntimamente seguía debatiéndose entre la promesa de presentar a Gowan sólo en su mejor faceta ante el señor Meagles y la contemplación obligada de facetas que nada tenían de buenas. El carácter recto de Clennam tampoco podía secundar recelos que él mismo distorsionaba en perjuicio de Gowan mientras se recordaba que nunca había sido su intención hacer tales descubrimientos y que los habría evitado con gusto y alivio. Porque él no podía olvidar el pasado y sabía que, en otro tiempo, Gowan le desagradaba por el mero hecho de haberse interpuesto en su camino.

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