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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (26 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Pancks los acompañó: salió de su muelle, despidiendo vapor, a las seis menos cuarto, y puso rumbo directo al Patriarca, que en ese momento se hallaba entregado, con estilo inane, a un relato carente de interés sobre la Plaza del Corazón Sangrante. Se acercó a él, aseguró un cabo y lo haló.

—¿La Plaza del Corazón Sangrante? —dijo Pancks con un jadeo y un resoplido—. Un lugar que da muchos problemas. Se le saca un buen dinero, pero cuesta mucho cobrar los alquileres. Le da más complicaciones que ningún otro de los que tiene usted.

Del mismo modo que la mayoría del público otorga al barco grande que es remolcado la distinción de ser el objeto poderoso, normalmente daba la impresión de que era el Patriarca quien pronunciaba las palabras de Pancks.

—¿De veras? —preguntó Clennam, quien también se había llevado esa impresión gracias a un simple pero muy eficaz destello de la calva lustrosa, que le llevó a dirigir la pregunta al barco, y no al remolcador—. ¿Tan pobres son sus habitantes?

—Es imposible saber —replicó Pancks con un bufido, sacándose una de las sucias manos de los bolsillos, de color grisáceo como el acero oxidado, para morderse las uñas, en caso de poder encontrarlas, y volviendo sus ojillos redondos y brillantes a su patrón— si son pobres o no. Eso afirman, pero todos dicen lo mismo. Si un hombre declara ser rico, generalmente se puede estar seguro de que no lo es. Además, si efectivamente son pobres, usted no puede hacer nada por remediarlo. Acabaría siéndolo también si no le pagaran el alquiler.

—Eso es cierto —observó Arthur.

—Usted no va a abrir un hospicio para todos los pobres de Londres —prosiguió Pancks—. Ni a alojarlos gratis. No va a abrirles sus puertas de par en par a cambio de nada. No lo hará, si lo puede evitar.

El señor Casby asintió con la cabeza con una imprecisión plácida y benévola.

—Si una persona le alquila una habitación a media corona por semana y, cuando pasa la semana, no da la media corona, hay que decirle: «¿Cómo es que tiene usted la habitación? Si no tiene una cosa, ¿cómo es que tiene la otra? ¿Dónde ha estado usted, y qué ha hecho con su dinero? ¿Qué pretende? ¿Qué se trae entre manos?». Eso es lo que hay que decirle a una persona de esa calaña y, si no lo hace, ¡peor para usted!

En ese momento, el señor Pancks emitió un ruido singular y sorprendente al exhalar un soplido enormemente trabajoso por la nariz, que no obtuvo otro efecto que el acústico.

—Tengo entendido que posee usted varios inmuebles en el este y el noroeste de la ciudad —intervino Clennam, sin saber muy bien a cuál de los dos dirigirse.

—Unos cuantos —respondió Pancks—. Pero no sólo en el este y el noroeste, sino en los cuatro puntos cardinales. Lo que a uno le interesa es una buena inversión y unas ganancias rápidas. Hay que aprovechar las oportunidades que se presentan. La situación no es importante.

Había un cuarto y originalísimo personaje, que apareció antes de la cena, en la tienda del Patriarca. Era una ancianita sorprendente, con un rostro que parecía el de una muñeca de madera de ojos inmóviles, demasiado barata para expresar un gesto, y una apelmazada peluca amarilla colocada torcidamente en la cabeza, como si la niña a quien perteneciera se la hubiera clavado de cualquier modo con una tachuela y sólo hubiera quedado fijada por ese punto. Otro rasgo sorprendente de la ancianita era que la misma niña parecía haberle dañado el rostro, en dos o tres sitios, con algún instrumento contundente semejante a una pala; en su semblante, en especial en la punta de la nariz, se observaban varias mellas, que hacían pensar en la concavidad del objeto mencionado. Otro elemento sorprendente de la ancianita era que no tenía otro nombre que tía del señor F.

Las presentaciones se habían hecho en las siguientes circunstancias: Flora comentó, mientras servían el primer plato, que quizá el señor Clennam no estuviera al tanto de que el señor F. le había dejado una herencia. Clennam expresó entonces su esperanza de que el señor F. le hubiera legado a la mujer que tanto adoraba la mayor parte de sus bienes terrenales, si no todos. Flora respondió que sí, pero que no hablaba de eso, que el señor F. había hecho un testamento espléndido, pero que le había dejado otra herencia aparte: a su tía. Salió de la estancia para buscar esta parte del legado y, al volver, la presentó con aire victorioso: «La tía del señor F.».

Las principales características que el huésped distinguió en la tía del señor F. fueron una extrema severidad y una lúgubre actitud taciturna, a veces interrumpida por cierta tendencia a hacer, en una grave voz admonitoria, comentarios que, al no responder a algo dicho por otra persona, ni poder vincularse a ninguna asociación de ideas, producían confusión y pavor. Cabe la posibilidad de que la tía del señor F. hiciera esos comentarios siguiendo un sistema propio que quizá fuera ingenioso, o incluso sutil; pero la clave faltaba.

La cena, primorosamente servida y bien preparada (pues todo en el hogar patriarcal propiciaba una digestión tranquila) empezó con una sopa, unos lenguados fritos, una salsera con salsa de gambas y un plato de patatas. La conversación siguió versando en torno al cobro de los alquileres. La tía del señor F., después de escudriñar a los congregados con una mirada malévola, hizo la siguiente y aterradora observación:

—Cuando vivíamos en Henley, a Barnes unos gitanos le robaron el ganso.

El señor Pancks asintió valientemente y dijo: «Claro que sí, señora». Pero el efecto que la extraña declaración obró en Clennam fue el de un miedo enorme. Otra circunstancia confería a esa anciana dama un aire particularmente temible. Aunque siempre miraba fijamente algo, nunca parecía ver a nadie. El invitado educado y atento podía querer saber, pongamos por caso, si le gustaban las patatas. Ella no se daba por aludida, y entonces ¿qué podía hacer nuestro invitado? Ningún hombre podía decir: «Tía del señor F., ¿sería usted tan amable?». Debía, como hizo Clennam, alejarse de la cuchara de servir, acobardado y estupefacto.

Sirvieron cordero, ternera y una tarta de manzana (nada que guardara la más remota relación con un ganso); la cena se desarrolló como un festín marcado por el desencanto, que es lo que efectivamente fue. Hubo una época en que Clennam, en esa misma mesa, no reparaba en nada que no fuese Flora; pero ahora sí reparaba en ella, sin querer, era por su desmedida afición por el oporto, por su combinación de grandes dosis de jerez y sensiblería y porque, si parecía un poco rechoncha, motivos no le faltaban. El último de los patriarcas había demostrado un voraz apetito toda su vida, e ingirió una grandísima cantidad de alimentos sólidos con la benevolencia de un alma caritativa que da de comer a otra persona. El señor Pancks, que siempre tenía prisa, y que de tanto en tanto consultaba una sucia libretita que tenía al lado (en la que quizá se incluían los nombres de los morosos que iría a perseguir, en vez de tomar un postre), tragaba la comida como una caldera de carbón: con mucho ruido, salpicando mucho, y algún soplido y algún bufido que otro, como un barco de vapor a punto de zarpar.

En el curso de la cena, Flora combinó su actual voracidad por la comida y la bebida con su pretérita voracidad por el amor romántico, de un modo tal que a Clennam le daba miedo levantar la vista del plato, pues no podía mirarla sin recibir a cambio algún gesto a advertencia de un significado misterioso, como si ambos estuvieran incriminados en algún complot. La tía del señor F. guardó silencio, desafiándolo con un semblante de profundo rencor hasta que retiraron el mantel y trajeron las botellas de licor, instante en el que hizo otra observación (que sonó en la conversación como un reloj) sin consultar a nadie.

Flora acababa de decir:

—Señor Clennam, ¿me pasa usted un vaso de oporto para la tía del señor F.?

—El monumento que está cerca del puente de Londres —proclamó inmediatamente la dama— fue erigido después del Gran Incendio en la ciudad; y ese Gran Incendio de Londres no fue el mismo que arrasó los talleres de tu tío George.

El señor Pancks, con la misma valentía de antes, comentó: «No me diga, señora. ¡Qué barbaridad!». No obstante, aparentemente indignada por alguna refutación imaginaria u otra afrenta, la tía del señor F., en vez de volver a guardar silencio, declaró:

—¡Detesto a los necios!

Imprimió a este sentimiento, en sí mismo casi salomónico, un carácter tan insuperablemente injurioso y personal, pues lo pronunció mirando directamente a la cara del invitado, que fue necesario sacarla de la sala. Fue Flora quien se encargó discretamente; la tía del señor F. no ofreció resistencia, pero mientras se marchaba preguntó: «¿Y ése a qué ha venido aquí?» con una animosidad implacable.

Cuando Flora volvió, explicó que su legado era una anciana muy inteligente, pero que a veces se mostraba un tanto peculiar y que «cogía manías»: rarezas de las que la sobrina parecía sentirse eminentemente orgullosa. Como el buen carácter de Flora no dejó de manifestarse en todo este episodio, Clennam no le reprochó su falta a la anciana, ahora que se veía a salvo de los terrores de su presencia; tomaron un par de copas de vino en paz. Entonces, viendo que Pancks levaría el ancla al cabo de poco tiempo, y que el Patriarca se iría a dormir, dijo que tenía que visitar a su madre y le preguntó al señor Pancks adónde se dirigía.

—A la City, señor —respondió éste.

—¿Quiere usted que vayamos juntos? —propuso Arthur.

—Será un placer.

Entre tanto, Flora le susurraba unas palabras apresuradamente a Arthur al oído, le decía que los dos tenían un pasado común, pero que, sin embargo, ese pasado era un abismo inmenso y que él ya no estaba atado por una cadena de oro y que ella honraba con gran devoción el recuerdo del difunto señor F. y que el día siguiente estaría en casa a la una y media y que los designios del destino eran insondables y que le parecería sumamente improbable que Arthur fuera a pasear por el lado norte de los jardines de Gray’s Inn a las cuatro en punto de la tarde. Arthur intentó, al despedirse, estrecharle la mano con franqueza a la Flora real —no a la Flora que ya no existía, ni a la sirena—, pero ella se negó, se mostró de todo punto incapaz de separarse de él y de los personajes que ambos habían encarnado en otro tiempo. Clennam salió de la casa bastante abatido y tan sumamente mareado que, si no hubiera tenido la suerte de contar con un remolcador, sus pasos podrían haberlo llevado, durante el primer cuarto de hora, a cualquier parte.

Cuando empezó a recobrar la serenidad, en un ambiente más frío y en ausencia de Flora, se dio cuenta de que Pancks avanzaba a toda velocidad, sin dejar de comerse los escasos pastos de uñas que encontraba ni de resoplar de vez en cuando. Éstas, junto al gesto de llevarse una mano al bolsillo y ponerse el raído sombrero al revés, constituían sin duda las condiciones que necesitaba para reflexionar.

—¡Qué noche tan fresca! —observó Arthur.

—Fresquísima —confirmó Pancks—. Seguramente usted, al venir de fuera, percibe las condiciones atmosféricas mejor que yo. Yo no tengo tiempo de fijarme en ellas.

—¿Tan atareado está?

—Sí, siempre ando buscando a alguien o ocupándome de algún asunto. Pero me gustan los negocios —prosiguió, apretando el paso—. Para ellos está hecho el hombre.

—¿Para nada más que eso? —objetó Clennam.

Pancks le devolvió la pregunta:

—¿Para qué, si no?

Estas palabras resumían, de la forma más sucinta, una carga que Arthur llevaba arrastrando toda la vida, y no respondió.

—Eso es lo que les pregunto a nuestros inquilinos cada semana —declaró Pancks—. Algunos me ponen caras largas y me dicen: «Señor, aunque nos vea tan pobres, siempre estamos trabajando, penando, esforzándonos, de sol a sol». Yo les replico: «¿Para qué otra cosa estáis hechos?». Así se callan. No saben qué responder. ¿Para qué otra cosa estáis hechos? Así se zanja la cuestión.

—¡Ay, cielos! —suspiró Clennam.

—Míreme a mí —añadió Pancks, que continuaba su discusión de todas las semanas con el inquilino—. ¿Para qué otra cosa cree que estoy hecho yo? Para nada más. Me levanto temprano, me pongo en marcha, tardo el menor tiempo posible en comer y nunca dejo de trabajar. Yo no dejo nunca de trabajar, usted tampoco dejará de hacerlo y, gracias a usted, otra persona tampoco dejará de hacerlo. Ésta es la principal obligación de un hombre en un país dedicado al comercio.

Después de caminar un rato más en silencio, Clennam preguntó:

—¿Y no tiene usted intereses?

—¿Qué entiende usted por intereses? —replicó Pancks.

—Aficiones, digamos.

—Mi afición es ganar dinero, señor, si me da usted la oportunidad.

Volvió a emitir aquel sonido, y a su acompañante se le ocurrió, por primera vez, que ésa era su forma de reír. Era un hombre singular en todos los aspectos: cabía la posibilidad de que sus declaraciones no fueran completamente en serio, pero el tono breve, arisco y rápido en que expelía sus principios, como pequeñas rocas expulsadas por revoluciones mecánicas, parecía incompatible con las bromas.

—No lee usted mucho, ¿verdad? —quiso saber Clennam.

—Lo único que leo son cartas y libros de cuentas. Sólo colecciono avisos relativos a herencias. Si eso cuenta como un interés, pues entonces lo tengo. Usted no es de los Clennam de Cornualles, señor.

—No, que yo sepa.

—Sé que no lo es. Se lo he preguntado a su madre. Ella tiene demasiado carácter para dejar escapar una oportunidad.

—¿Y si hubiera sido de los Clennam de Cornualles?

—Pues le habría dado una noticia muy buena.

—¿De veras? Hace bastante tiempo que no me dan una noticia buena.

—En Cornualles hay un inmueble que nadie reclama, y cualquier Clennam de esa región podría hacerse con él sólo con pedirlo —anunció Pancks, sacándose la libreta del bolsillo superior y guardándosela de nuevo—. Yo me desvío aquí. Buenas noches.

—¡Buenas noches! —se despidió Arthur. Pero el remolcador se había animado de pronto y, libre del fin del deber de arrastrar una carga, ya se alejaba entre resoplidos.

Habían cruzado Smithfield juntos; Clennam se quedó solo en una esquina de Barbican. No tenía la menor intención de visitar la lóbrega habitación de su madre esa noche, y no se habría sentido más desanimado ni más abandonado si se hubiera encontrado en una selva. Fue bajando por Aldersgate Street, y se encaminaba a la catedral de San Pablo, dispuesto a salir a alguna de las calles más amplias, donde hubiera vida y luz, cuando una multitud se abalanzó sobre él en la acera; se hizo a un lado, delante de una tienda, para dejarla pasar. Vio que la multitud rodeaba algo que unos hombres llevaban a hombros. En seguida advirtió que se trataba de una camilla, hecha apresuradamente con un postigo o algo semejante, en la que iba tumbado un cuerpo; y lo que oía hablar al gentío, y un hatillo embarrado que sostenía un hombre, y el sombrero embarrado que sostenía otro, le indicaron que se había producido un accidente. La camilla se detuvo debajo de una farola a menos de doce pasos delante de él, para recolocar el cargamento; como la turba también se detuvo, él se encontró en medio de ella.

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