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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (25 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El regreso del señor Casby, acompañado de su hija Flora, puso fin a estas reflexiones. Y, en cuanto la vista de Clennam se posó sobre el objeto de su antigua pasión, ésta se tambaleó y se hizo añicos.

Muchos hombres encontramos que son lo bastante fieles a sí mismos para serlo también a una vieja idea. No supone este rasgo síntoma de un espíritu voluble, sino precisamente lo contrario, esa idea no resiste una comparación minuciosa con la realidad, y el contraste le asesta un golpe fatal. Tal era el caso de Clennam. De joven había amado con gran fervor a esa mujer, y había vertido en ella todos los tesoros encerrados de su cariño y su imaginación. Tales tesoros habían sido, en su casa desierta, como el dinero de Robinson Crusoe: no había podido intercambiarlos con nadie, habían estado oxidándose, inutilizados en la oscuridad, hasta que se los entregó por completo a ella. Desde esa época memorable, aunque él, hasta la noche de su llegada, al acordarse de ella no la relacionaba ni con su presente ni con su futuro, como si hubiera muerto (y fácilmente así podría haber sido, por lo que él sabía), no había abandonado esa antigua fantasía de un pasado incólume en un lugar antiguo y sagrado. Y ahora, al fin, el último de los patriarcas entraba tranquilamente en el salón como si en efecto le dijera: «Tenga la amabilidad de arrojar sus fantasías y pisotearlas. Aquí está Flora».

Flora, que siempre había sido alta, había adquirido también una gran anchura y le costaba respirar, pero eso no era lo importante. Flora, que era una azucena cuando él se marchó, se había convertido en una peonía, pero eso tampoco era lo importante. Flora, cuyas palabras e ideas siempre le habían dado un gran encanto, era verbosa y estúpida. Eso sí era importante. Flora, que tantos años antes había sido una mimada y una ingenua, ahora se empeñaba en ser una mimada y una ingenua. Esto era un golpe fatal.

¡Aquí está Flora!

—Qué barbaridad —dijo ella entre risitas, ladeando la cabeza en una caricatura de sus gestos de juventud, como habría hecho, en la Antigüedad clásica, una actriz con máscara que hubiera asistido a su propio funeral—, qué vergüenza me da ver al señor Clennam, estoy hecha un manojo de nervios, sé que me va a ver cambiadísima, ahora soy una vieja, me quedo de piedra al ver que la gente me trata así, ¡me quedo de piedra!

Arthur le aseguró que estaba tal como había esperado, y que los años también habían pasado por él.

—¡Oh! Pero el caso de un caballero es muy distinto y usted está tan espléndido que no tiene ningún derecho a afirmar tal cosa, pero en lo que a mí respecta… ¡Ay! —añadió soltando un gritito—. ¡Estoy espantosa!

El Patriarca, que al parecer todavía no comprendía cuál era su papel en el drama que se representaba, irradiaba una vacua serenidad.

—Aunque, hablando de personas que no han cambiado —prosiguió Flora, quien, dijese lo que dijese, nunca hacía un punto y seguido—, mire a mi padre, ¿no está mi padre exactamente igual que cuando usted se marchó, no es cruel y antinatural por su parte que se haya convertido en tal deshonra para su propia hija?, si seguimos así durante mucho tiempo ¡la gente que no nos conozca empezará a creer que soy la madre de mi padre!

Arthur respondió que eso todavía tardaría mucho en ocurrir.

—Oh, señor Clennam, es usted el menos sincero de los hombres —protestó ella—, veo que no ha perdido esa vieja costumbre de decir piropos, esa vieja costumbre que tenía cuando fingía albergar unos sentimientos tan fuertes, ya lo recordará, aunque no quiero decir que… ¡ay, no sé qué quiero decir!

En ese momento, turbada, ahogó una risa y le lanzó una de sus miradas de antaño.

El Patriarca, como si acabara de percatarse de que su papel en la representación consistía en abandonar el escenario con la mayor celeridad, se dirigió a la puerta por la que Pancks había salido llamando de viva voz al mencionado remolcador. Se oyó una respuesta desde algún muelle emplazado tras la puerta, fue arrastrado y desapareció en seguida.

—Ni se le ocurra marcharse todavía —le conminó Flora; Arthur se miró el sombrero, sumido en una absurda congoja, sin saber qué hacer—; no creo que vaya a ser usted tan descortés de pensar en marcharse, Arthur, señor Arthur, quería decir, bueno, supongo que señor Clennam sería mucho más adecuado, aunque no sé qué estoy diciendo, hay que ver, no hablemos de esa época que ya nunca volverá, pensándolo bien me atrevo a decir que es mucho mejor que no hablemos de ella y también es muy probable que tenga usted algún compromiso mucho más tentador y le ruego que no permita que precisamente yo me interponga en sus asuntos, aunque usted y yo tuvimos un pasado, pero estoy volviendo a decir disparates.

¿Era posible que Flora fuera tan parlanchina en esa época a la que se refería? ¿Se había manifestado ya esa locuacidad inconexa en las fascinaciones que habían embelesado a Arthur?

—Estoy convencidísima —siguió Flora a una velocidad asombrosa, puntuando su conversación únicamente con comas, y muy pocas— de que se ha casado usted con una dama china después de haber pasado tanto tiempo en China por asuntos de negocios, era natural que deseara usted sentar la cabeza y entablar más vínculos, era lógico que le pidiera la mano a alguna dama china y era natural me parece a mí que la dama china aceptara y estoy segura de que ella también goza de una espléndida posición, lo único que espero es que no se trate de una de esas herejes que rezan en las pagodas.

—No me he casado con ninguna dama —respondió Arthur, sonriendo a su pesar.

—¡Oh por el amor de Dios, espero que no se haya quedado soltero tanto tiempo por mí! —dijo Flora riendo—. Pues claro que no ha sido así, cómo iba usted a hacer tal cosa, no sé de qué estoy hablando, ay, por favor, cuénteme cómo son esas damas chinas si de veras tienen los ojos tan largos y estrechos siempre me recuerdan a esas fichas nacaradas que utilizan para jugar a las cartas, y si llevan realmente coletas hasta la cintura, si se las trenzan ¿o sólo lo hacen los hombres?, y cuando se recogen el pelo por detrás tan tirante ¿no se hacen daño?, y ¿por qué cuelgan campanillas de todos sus puentes y templos y sombreros y cosas o en realidad no cuelgan nada?

Flora le dirigió otra de esas antiguas miradas. Pero inmediatamente comenzó a parlotear de nuevo, como si Arthur llevara respondiéndole un buen rato.

—¡Entonces es cierto, cuelgan campanillas! ¡Caramba, Arthur! Discúlpeme por favor, la vieja costumbre, señor Clennam resulta mucho más apropiado, menudo país para vivir tanto tiempo con tantos farolillos y sombrillas, imagino que siempre está todo muy oscuro y muy húmedo y no me cabe duda de que efectivamente así es, y la de dinero que deben ganar con esas dos cestas que llevan todos y que cuelgan en todas partes y esos zapatitos y los pies que les aprietan con vendas en la infancia, qué sorprendente, ¡menudo viajero está usted hecho!

Presa de una ridícula angustia, Arthur recibió otra de esas viejas miradas sin tener la menor idea de qué hacer con ella.

—Vaya, vaya —prosiguió Flora—, hay que ver la de cambios que se han producido aquí, Arthur, no puedo evitarlo, me es lo más natural, señor Clennam resulta mucho más indicado, desde que usted se familiarizara con las costumbres y el idioma chinos, que estoy segura de que habla como un nativo, si no mejor pues siempre ha sido agudo e inteligente aunque no me cabe duda de que debe ser dificilísimo, estoy segura de que con tantas cajitas para el té yo me haría un lío y me moriría, qué de cambios, Arthur, lo he vuelto a decir, me resulta tan natural, qué poco decoro, nadie lo habría dicho, nadie habría podido imaginar que sería la señora Finching, ¡si ni yo misma lo imaginaba!

—¿Es ése su apellido de casada? —inquirió Arthur, conmovido, en medio de todo, por el cierto tono de cariño con que ella había recordado, aun de tan extraña manera, su relación de juventud—. ¿Finching?

—Finching, eso es, se trata de un apellido espantoso pero tal y como me dijo el señor F. cuando me pidió la mano, cosa que hizo siete veces y accedió muy galantemente, debo decir, a que yo lo pusiera «a prueba», como decía él durante doce meses, al fin y al cabo, pues me dijo que él no era responsable de ese apellido y qué iba a hacer él, un hombre magnífico, no tanto como usted pero ¡magnífico!

Al fin quedó un instante sin aliento, de tanto hablar. Un instante: pues lo recobró mientras se llevaba al ojo una minúscula esquina del pañuelo, en homenaje al espíritu del fallecido señor F.; empezó de nuevo:

—No hay nada que objetar, Arthur, señor Clennam, a que cultivemos una relación formal de amistad en estas nuevas circunstancias, pues ninguna otra podríamos entablar, pero no puedo dejar de recordar que hubo una época en que las cosas fueron muy distintas.

—Mi querida señora Finching… —dijo Arthur, de nuevo conmovido por el tono afectuoso.

—¡Oh, no me llame por ese apellido tan feo y espantoso, llámeme Flora!

—Flora. Le aseguro, Flora, que me alegra volver a verla y descubrir que, como yo, tampoco usted ha olvidado esos viejos y disparatados sueños en los que veíamos todo nuestro futuro bajo la luz de la juventud y la esperanza.

—No lo parece —objetó ella con un mohín—, se comporta usted con gran frialdad, pero sé que lo he decepcionado, supongo que por culpa de las damas chinas, de las mandarinas si es que se llaman así, o quizá la culpa es sólo mía, lo que parece igual de probable.

—No, no —protestó Clennam—, no diga eso.

—Es que no me queda otro remedio —añadió Flora cobrando ánimo—, sería una bobada no decirlo, sé que no soy lo que esperaba, lo sé perfectamente.

Entre tanta celeridad, Flora se había dado cuenta de lo que acababa de decir con la aguda percepción de una mujer más inteligente. No obstante, el parloteo deslavazado y profundamente insensato con que a continuación vinculó aquellas remotas relaciones juveniles con la conversación de ese momento produjo en Clennam una sensación de mareo.

—Una observación —puntualizó Flora, dando a la conversación, sin reparar en ello y para gran pavor de Clennam, el tono de una pelea amorosa— que quiero hacer, una explicación que quiero dar, cuando vino su madre y montó una escena con mi padre y cuando luego me pidieron que bajara a la sala del desayuno, donde los vi a los dos, con el parasol de su madre entre uno y otro, sentados en sus sillas como toros enloquecidos… ¡yo qué iba a hacer!

—Querida señora Finching —le instó Arthur—, eso pasó hace mucho tiempo y ya ha terminado todo, ¿realmente merece la pena…?

—Arthur, no puedo permitir que toda la sociedad china me considere una mujer sin sentimientos, debo defenderme si tengo la oportunidad de hacerlo, y usted sabe perfectamente que me tenía que devolver la novela
Pablo y Virginia
y que lo hizo sin nota ni comentario alguno, no quiero decir que me podría haber escrito, vigilada como estaba, pero si me la hubiera devuelto con una señal roja en la portada yo habría sabido que me estaba pidiendo que lo acompañara a Pekín, a Nankín o a esa otra tercera ciudad, descalza.

—Querida señora Finching, la culpa no fue suya, yo nunca pensé que lo fuera. Los dos éramos demasiado jóvenes, demasiado dependientes y carecíamos de recursos; no podíamos reaccionar de otro modo que no fuera aceptando nuestra separación. Tenga en cuenta el tiempo que hace de eso —protestó suavemente Arthur.

—Una observación más que quiero hacer —añadió Flora, con una locuacidad infatigable—, una explicación más que quiero darle, estuve resfriada cinco días de tanto llorar y los pasé enteros en el salón de atrás, ese salón sigue estando en el primer piso y en la parte posterior de la casa, lo que confirma mis palabras, y cuando ese espantoso período terminó llegó una época de calma, pasaron los años y conocimos al señor F. en casa de un amigo común, se deshizo en atenciones, al día siguiente vino de visita, al poco empezó a presentarse tres veces por semana y a mandar pequeños manjares para la cena, lo que él sentía no era amor sino adoración, y el señor F. pidió mi mano contando con el pleno consentimiento de mi padre, ¿qué iba a hacer yo?

—Nada de nada —respondió Arthur con animosa solicitud—; precisamente lo que hizo. Permita que un viejo amigo le asegure, completamente convencido, que obró usted bien.

—Una última observación que quiero hacer —añadió Flora, rechazando esa vida convencional con un ademán—, una explicación más que quiero darle, sí que hubo una época en que el señor F. me cortejó, eso no se puede negar, pero forma parte de un pasado malogrado, querido señor Clennam, pero ya no lleva usted una cadena de oro, es usted libre, confío en que sea feliz, aquí viene mi padre, siempre tan fastidioso y metiendo la nariz donde no lo llaman.

Con estas palabras y un rápido gesto, imbuido de tímida cautela —gesto que Clennam le había visto hacer muchas veces antiguamente—, la pobre Flora volvía a tener dieciocho años, época desde la cual había transcurrido muchísimo tiempo; y finalmente hizo un punto y seguido.

O, más bien, dejó la mitad de sí misma en esos dieciocho años y dedicó la otra mitad a ser la viuda relicta del difunto señor F., convirtiéndose así en una sirena moral, cosa que su enamorado de juventud contempló con unos sentimientos en los que se fundían de una forma curiosa el tono pesaroso y el cómico.

Por ejemplo: como si existiera un entendimiento secreto entre los dos, de naturaleza sumamente emocionante; como si una comitiva de sillas de posta de cuatro caballos, con destino a Escocia
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, los esperara en ese momento en la esquina; como si ella no hubiera podido (ni querido) entrar con Arthur en la iglesia parroquial, resguardada bajo la sombrilla familiar, con la bendición patriarcal en la frente y la aprobación general de toda la humanidad, Flora se consolaba haciendo exageradas y misteriosas señales que expresaban un gran temor a ser descubierta. Con la sensación de que se mareaba más a cada instante, Clennam advirtió que la viuda relicta del difunto señor F. se estaba divirtiendo de lo lindo devolviéndolos a los dos sus antiguas posiciones y sus antiguos sus viejos personajes: ahora, cuando el escenario estaba lleno de polvo, el foso de la orquesta vacío, las luces apagadas. Sin embargo, gracias a esa grotesca restauración de todo cuanto en ella, según él recordaba, había sido natural y hermoso, Clennam no pudo dejar de sentir que todas esas cualidades revivían ahora, y que afloraban en ellas recuerdos tiernos.

El Patriarca insistió en que se quedara a cenar, y Flora hizo un gesto que significaba: «¡Sí!». Clennam lamentó no poder hacer algo más que quedarse a cenar; lamentó profundamente no haber encontrado a la Flora que fue, o a la que nunca había sido, y le pareció que la mínima expiación que podía ofrecer por esa decepción, de la que casi se avergonzaba, era acatar el deseo de la familia. Así pues, se quedó a cenar.

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