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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (109 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Sufrió la primera decepción al llegar a la casa y ver la puerta abierta, y al señor Flintwinch fumándose una pipa en los escalones. Si las circunstancias hubieran sido las acostumbradas, y para él favorables, le habría abierto la señora Flintwinch. Como resultaron ser desacostumbradas y desfavorables, la puerta estaba abierta y el señor Flintwinch fumaba una pipa en los escalones.

—Buenas tardes —dijo Arthur.

—Buenas tardes —respondió Jeremiah.

El humo salía de la boca del fumador describiendo volutas sinuosas como si, después de circular por todo aquel retorcido cuerpo, hubiera regresado por aquella retorcida garganta, antes de fundirse con el humo de las sinuosas chimeneas y las brumas del sinuoso río.

—¿Hay noticias? —inquirió Arthur.

—No hay noticias —respondió Jeremiah.

—Hablo del forastero —aclaró Clennam.

—Y yo también hablo del forastero —replicó Jeremiah.

Flintwinch tenía un aspecto tan sombrío, la cabeza ladeada, el nudo del pañuelo debajo de la oreja, que a Clennam se le ocurrió una idea, y no por primera vez: ¿sería posible que Jeremiah, por algún motivo personal, se hubiera desembarazado de Blandois? ¿Podían ser un secreto y la seguridad de Flintwinch los que se hubieran visto amenazados? Era un hombre bajo, encorvado, quizá sin mucha fuerza física, pero resistente como un tejo viejo y tan artero como una vieja urraca. Un hombre así, acercándose por detrás a uno mucho más joven y vigoroso con la inquebrantable intención de acabar con él, podría conseguir su propósito a altas horas de la noche, sin correr grandes riesgos, en un sitio solitario como aquél.

Mientras esta idea, en la mórbida naturaleza de los pensamientos de Clennam, avanzaba errática por encima de la que no dejaba de obsesionarlo, el señor Flintwinch, que miraba la casa que quedaba al otro lado de la verja con el cuello torcido y un ojo cerrado, seguía fumando con una expresión hostil, como si quisiera arrancar de un mordisco la boquilla de la pipa en vez de disfrutar de ella. Sin embargo, estaba disfrutando, a su manera.

—Arthur, si quiere, la próxima vez que venga a vernos me puede pintar un retrato —dijo, agachándose para apartar la ceniza.

Azorado y confundido, Clennam le pidió que lo perdonara si se había quedado mirándolo de una forma descortés.

—Lo que pasa es que este asunto me preocupa mucho —añadió—, y me olvido de todo lo demás.

—¡Ah! Pues no entiendo muy bien —observó Flintwinch sin apresurarse— por qué iba a preocuparle precisamente a usted.

—¿No?

—No —repitió Jeremiah, brusca y tajantemente, como si fuera un ejemplar de la raza canina y le hubiera mordido la mano.

—¿No tienen que preocuparme esos avisos de las calles? ¿No tiene que preocuparme que el nombre y la dirección de mi madre aparezcan por todas partes, asociados a este asunto?

—No veo por qué ha de tener tanta importancia para usted —replicó Flintwinch, rascándose la mejilla huesuda—. Pero le voy a decir una cosa que sí veo, Arthur —añadió mirando las ventanas del piso superior—. ¡Veo la luz de las velas y de la chimenea en la habitación de su madre!

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que esa imagen me sugiere —respondió Jeremiah, retorciéndose— que, si resulta conveniente, como se suele decir, no andar metiendo las narices por ahí, quizá sea recomendable hacer lo mismo en el caso de las personas desaparecidas, y no buscarlas. Suelen reaparecer al cabo de poco tiempo.

El señor Flintwinch se dio la vuelta rápidamente después de esta afirmación y entró en el vestíbulo en penumbra. Clennam se quedó donde estaba, siguiéndolo con la mirada, mientras él buscaba una caja de cerillas en la pequeña habitación de al lado, encendía una después de tres o cuatro intentos y prendía la tenue lámpara de la pared. No dejó, sin embargo, en todo este tiempo, de calibrar las posibilidades —como si una mano invisible se las estuviera mostrando, en vez de imaginárselas— de que el señor Flintwinch hubiera cometido aquella ominosa acción, sin dejar rastro, en cualquiera de las oscuras avenidas de sombras que los rodeaban.

—Bueno, señor —dijo el irritable Jeremiah—, ¿quiere usted subir?

—Mi madre está sola, ¿verdad?

—No, no está sola —anunció Flintwinch—. La acompañan el señor Casby y su hija. Han llegado mientras yo estaba fumando, y me he quedado en la calle para no echar el humo dentro.

Ésta fue la segunda decepción. Pero Arthur no hizo el menor comentario y se dirigió al cuarto de su madre, donde el señor Casby y Flora habían tomado té, pasta de anchoas y tostadas calientes con mantequilla. Los restos de estos manjares todavía no habían desaparecido ni de la mesa ni del rostro acaloradísimo de Affery, quien, sosteniendo aún la horquilla para tostar que había traído de la cocina, parecía una especie de personaje alegórico, sólo que con considerable ventaja, en fuerza emblemática, sobre la mayoría de estos personajes.

Flora había dejado el sombrero y el chal en la cama con un mimo que indicaba que pensaba quedarse cierto tiempo. El señor Casby también resplandecía cerca del guardafuegos: las benevolentes protuberancias le brillaban como si la mantequilla caliente de las tostadas rezumara a través del cráneo patriarcal, y tenía la cara muy roja, como si el colorante de la pasta de anchoas se extendiera por el semblante patriarcal. Ante semejante estampa, mientras intercambiaban los saludos de rigor, Clennam decidió hablar con su madre sin más dilación.

Dado que la señora Clennam nunca salía de la habitación, se había instalado desde hacía mucho tiempo la costumbre, si alguien quería decirle algo en privado, de acercarle la silla de ruedas al escritorio, y ponerla de espaldas; la persona que hablaba con ella se sentaba en una esquina, en un taburete dispuesto a tal efecto. Aunque madre e hijo llevaban una larga temporada sin hablar delante de una tercera persona, era muy habitual para los visitantes que se le solicitase a la señora Clennam, con una disculpa por la interrupción, una entrevista privada por asuntos de negocios, que ella accediera y que le empujaran la silla hasta la posición anteriormente descrita.

Por eso, cuando Arthur ofreció ahora una de esas disculpas, hizo una de esas peticiones, acercó la silla al escritorio y se sentó en el taburete, la señora Finching empezó a hablar más fuerte y más deprisa, para indicar con delicadeza que nada podría oír; y el señor Casby se limitó a acariciarse los rizos blancos y largos con una soñolienta tranquilidad.

—Madre, hoy me he enterado de una cosa de la que estoy seguro de que no está usted al tanto, que creo que debería saber, sobre el pasado del hombre al que vi aquí.

—No sé nada del pasado del hombre al que viste aquí, Arthur.

La señora Clennam pronunció estas palabras en voz alta. El hijo había bajado el tono, pero ella rechazó la invitación a la intimidad como rechazaba cualquier otra, y habló con la intensidad y el deje de severidad de siempre.

—La información no me ha llegado a través de intermediarios; la he recibido directamente.

Ella le preguntó, del mismo modo que antes, si había ido sólo para contársela.

—Me ha parecido que debía saberlo.

—¿De qué se trata?

—Ha estado preso en una cárcel francesa.

Ella respondió sin alterarse lo más mínimo:

—No me extraña en absoluto.

—Pero en una cárcel de criminales, madre. Acusado de asesinato.

Ante esta palabra la señora Clennam se sobresaltó y su gesto delató espontáneamente cierto espanto. Sin embargo, no bajó el tono para preguntar:

—¿Quién te lo ha dicho?

—Un hombre que compartió celda con él.

—Supongo que el pasado de ese otro hombre no lo conocías antes de que él te lo desvelara, ¿verdad?

—No.

—Pero ¿a tu confidente ya lo conocías de antes?

—Sí.

—¡Pues es lo mismo que nos ha pasado a Flintwinch y a mí con ese desconocido! Aunque supongo que nuestro caso es un poco distinto. Porque este informador tuyo no te habrá presentado la carta de un socio comercial que responde económicamente por él, ¿verdad? ¿Llega hasta ahí el paralelismo?

Arthur no tuvo más remedio que reconocer que no había conocido a su confidente a través de un agente con credenciales, y que, de hecho, no tenía credenciales de ninguna clase. El rictus de concentración de la señora Clennam fue extendiéndose poco a poco hasta convertirse en un adusto gesto triunfal, y replicó con gran decisión:

—Pues entonces no juzgues a los demás tan a la ligera. Te lo digo por tu propio bien, Arthur, ¡no juzgues tan a la ligera!

Esta decisión no sólo la había expresado la manera de acentuar las palabras, sino también la mirada. La señora Clennam no despegaba la vista de su hijo; si, al llegar esa noche, él había albergado alguna esperanza de convencerla, su forma de mirarlo acabó por quitarle la idea.

—Madre, ¿no puedo hacer nada para ayudarla?

—Nada.

—¿No quiere usted confiarme nada, acusarme de nada, explicarme nada? ¿No quiere que la aconseje? ¿No va a permitir que me acerque a usted?

—¿Cómo me preguntas eso? Fuiste tú quien se desvinculó de mis asuntos. Lo decidiste tú, no yo. ¿Cómo puedes siquiera hacerme esa pregunta? Sabes que me dejaste sola con Flintwinch y que él ocupa tu lugar.

Clennam se fijó en Jeremiah; hasta sus polainas le decían que estaba escuchando atentamente la conversación, aunque, apoyado en la pared y rascándose el mentón, fingiera seguir lo que decía Flora, que en esos momentos soltaba una perorata capaz de distraer a cualquiera y en la que se mezclaban caóticamente la caballa y la tía del señor F. subida a un columpio, los escarabajos y el comercio del vino.

—Preso en una cárcel francesa, acusado de asesinato —repitió la señora Clennam, repasando minuciosamente todo lo que había dicho su hijo—. ¿Eso es todo lo que te ha contado ese compañero de celda?

—En resumidas cuentas, sí.

—¿Y el compañero era su cómplice, otro asesino? Aunque no cabe duda de que se presentará de forma más favorable que a su amigo, no hace falta que te lo pregunte. Gracias a esta anécdota los aquí presentes van a tener otro tema de conversación. Casby, Arthur me ha contado que…

—¡Calle, madre, calle! —la interrumpió Arthur rápidamente, porque ni se le había pasado por la cabeza que pudiera difundir a los cuatro vientos lo que acababa de contarle.

—¿Qué pasa? —dijo ella disgustada—. ¿Qué quieres ahora?

—Señor Casby… y también usted, señora Finching… le ruego que me disculpen si sigo hablando un momento con mi madre…

Arthur puso la mano encima de la silla de ruedas, porque si no la madre se habría dado la vuelta sola, apoyando un pie en el suelo. Seguían cara a cara. Ella lo miraba mientras él consideraba la posibilidad de consecuencias no deseadas, no previstas, si la revelación de Cavalletto llegaba a hacerse pública, y no tardó en concluir que era mejor que no se hablara del asunto, aunque quizá el único motivo que le había llevado a casa de su madre había sido que daba por supuesto que ella sólo compartiría la información con el señor Flintwinch.

—¿Qué pasa? —repitió la señora Clennam con impaciencia—. ¿Qué quieres ahora?

—Madre, no pensaba que fuera a divulgar lo que acabo de contarle. Creo que sería mejor que no lo hiciera.

—¿Quieres que cumpla eso?

—Pues sí…

—Entonces, ¡ten en cuenta una cosa! Eres tú quien quiere convertir esto en un secreto —dijo la madre, levantando la mano—, no yo. Eres tú, Arthur, quien se presenta aquí con dudas, sospechas y quien pide explicaciones, y eres tú, Arthur, quien viene con secretos. ¿Crees que me importa dónde ha estado ese hombre o lo que ha sido? ¿Qué puede importarme? Por mí, como si todo el mundo se entera; me da igual. Ahora suéltame.

Arthur cedió ante la mirada imperiosa pero triunfal de su madre y devolvió la silla al lugar que ocupaba antes. Mientras lo hacía vio la misma expresión de triunfo en el señor Flintwinch, expresión que, indudablemente, no le había inspirado Flora. Las consecuencias de su revelación y el fracaso de todo su plan lo convencieron, más que la obstinación y la firmeza de su madre, de que era inútil insistir. Lo único que podía hacer era ir a rogar a su vieja amiga Affery.

Pero incluso acceder a la primera y muy dudosa fase del plan parecía la menos prometedora de las empresas. Affery estaba tan completamente dominada por el par de listos, tan sistemáticamente vigilada por uno u otro, y tenía además tanto miedo de pasearse por la casa, que hablar con ella a solas parecía imposible. Y, sobre todo, por algún motivo (no era muy difícil adivinar cuál, si se tienen en cuenta los contundentes argumentos de su señor), la señora Flintwinch estaba tan profundamente convencida de que corría peligro si decía cualquier cosa, en cualquier circunstancia, que en todo aquel tiempo no se había apartado de una esquina, impidiendo que nadie se le acercara con la ayuda de ese simbólico instrumento suyo: cuando Flora le había dirigido un par de palabras o incluso el Patriarca de color verde botella en persona, había frenado la conversación blandiendo la horquilla de tostar, como si fuera muda.

Después de varios intentos infructuosos de que Affery lo mirara mientras recogía la mesa y lavaba el servicio de té, a Arthur se le ocurrió una excusa a la que Flora podía dar pie, y le susurró a la dama:

—¿Podría usted pedir que le enseñaran la casa?

La pobre Flora, que siempre albergaba una titubeante esperanza de que Clennam regresara a la infancia y se volviera a enamorar perdidamente de ella, escuchó el susurro con el mayor de los gozos, pues no sólo le pareció valiosísima su naturaleza misteriosa, sino que además allanaba el camino para una tierna entrevista en la que él le expondría el estado de sus sentimientos. Inmediatamente se puso manos a la obra.

—Madre mía, hay que ver —dijo Flora, mirando a un lado y otro— esta habitacioncita está como siempre cosa que me emociona aunque esté más impregnada de humo lo cual es lo más lógico con la de tiempo que ha pasado y todos tenemos que aceptar que eso pasa nos guste o no a mí también me ha pasado no es que esté impregnada de humo pero sí que me he puesto mucho más corpulenta que es lo mismo o peor, qué época aquella en la que papá me traía aquí cuando era una niña delgadísima y estaba llena de sabañones y me plantaban en esa silla y apoyaba los pies en el guardafuegos y me quedaba mirando a Arthur, discúlpenme por favor, al señor Clennam, un niño delgadísimo prácticamente enterrado entre volantes y chaquetas antes de que apareciera el señor F. como una sombra oscura en el horizonte y de que se manifestara como ese conocidísimo fantasma de no sé dónde en Alemania el sitio empieza por la letra be
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, ¡lo cual es una enseñanza moral pues nos muestra que todos los caminos de la vida son iguales a los caminos que hay en el norte de Inglaterra, donde extraen el carbón y fabrican hierro y todas esas cosas envueltos en cenizas!

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