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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (113 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¡Preguntarme eso! ¿Por qué a mí?

—Caramba, pues porque creo que no hay otra persona a quien el señor Merdle haga más confidencias que a usted.

—Todo lo contrario, no me cuenta nada de nada, ni siquiera desde un punto de vista profesional. Pero estará usted al tanto de los rumores, ¿verdad?

—Claro que sí. Aunque ya conoce a mi marido; ya sabe lo taciturno y reservado que es. Le aseguro que no sé cuánta verdad hay en estos rumores. ¡Me gustaría que fuera cierto, no voy a negárselo! Si le dijera que no, se daría cuenta de que miento.

—Efectivamente —confirmó la Medicina.

—Pero ignoro si es cierto, cierto en parte, o completamente falso. Se trata de una situación irritante, una situación de lo más absurda, pero a usted, que conoce al señor Merdle, no le sorprenderá.

La Medicina no estaba nada sorprendida; la ayudó a subir al coche y se despidió de ella. Se demoró un instante en la puerta de la casa, mirando apaciblemente cómo el elegante carruaje desaparecía traqueteando. Volvió al piso superior; los demás invitados no tardaron en marcharse, y se quedó solo. Como era un gran lector de toda clase de literatura (y nunca sentía la necesidad de disculparse por esa debilidad), se sentó a leer con toda comodidad.

El reloj de la mesa de su estudio marcaba casi las doce cuando se vio obligado a consultarlo porque había sonado el timbre de la puerta. Al ser un hombre de costumbres sencillas, había mandado a los criados a la cama y tuvo que bajar a abrir. Así que eso hizo, y se encontró a un hombre sin sombrero ni abrigo, con las mangas de la camisa muy enrolladas y subidas hasta los hombros. Por un instante le pareció que el hombre acababa de salir de una refriega; al menos, parecía muy alterado y jadeaba. Al fijarse más, sin embargo, se dio cuenta de que iba especialmente limpio, y que no presentaba otra anormalidad en el vestido que la ya reseñada en esta descripción.

—Vengo de la casa de baños, señor, de la calle de al lado.

—¿Y qué ha sucedido en ella?

—Tenga la bondad de venir inmediatamente. Hemos encontrado esto en una mesa.

Le tendió un papel. La Medicina lo leyó y vio su nombre y dirección escritos a lápiz; nada más. Estudió más detenidamente la letra, miró al hombre, cogió el sombrero de la percha, se metió la llave de la puerta en el bolsillo y se marchó sin pérdida de tiempo con el desconocido.

Al llegar a la casa de baños, quienes trabajaban en ella los esperaban en la puerta e iban y venían a toda prisa los pasillos.

—Diga que nadie se acerque, por favor —rogó la Medicina al dueño, en voz alta. Y, dirigiéndose al mensajero—: Usted lléveme ahora mismo donde ha pasado todo, amigo mío.

El mensajero echó a andar rápidamente por delante de él, cruzó una serie de cubículos, se detuvo al fondo delante de uno y metió la cabeza por la puerta. La Medicina lo alcanzó y también metió la cabeza por la puerta.

En la esquina había una bañera que había sido desaguada con premura. En el interior, como en una tumba o un sarcófago, tapado a toda prisa con una sábana y una manta, estaba el cadáver de un hombre de constitución fornida, cabeza chata y rasgos bastos, sin nobleza, vulgares. Se había abierto una claraboya para que saliera el vapor que llenaba el cubículo, pero el vaho se había condensado en las paredes, formando gotas, y también en la cara y el cuerpo de la bañera. Todavía hacía calor y el mármol de la bañera seguía caliente; al tocar la cara y el cuerpo, se notaba que estaban húmedos pero fríos. En el mármol blanco del fondo aparecían unos espantosos riachuelos rojos. A un lado, en el borde, había un frasco de láudano vacío y un cortaplumas de mango de carey, manchado, pero no de tinta.

«Corte en la yugular; muerte a los pocos minutos; lleva casi media hora muerto». El eco de estas palabras se difundió por los pasillos y cubículos, y por todo el establecimiento, cuando la Medicina todavía se estaba incorporando después de haberse agachado para alcanzar la parte más profunda de la bañera, y cuando todavía se estaba lavando las manos, formando en el agua unos riachuelos rojos como los riachuelos del mármol, antes de volverse de un solo color.

Dirigió la mirada al traje del sofá, y al reloj, el dinero y la cartera de la mesa. Su mirada observadora se detuvo en una nota doblada, medio escondida, que medio salía de la cartera. La miró, la tocó, tiró un poco de ella para separarla de los otros papeles, dijo en voz baja: «Está a mi nombre», la abrió y la leyó.

No fue necesario que diera instrucciones. Los empleados de la casa sabían qué hacer: no tardaron en llamar a las autoridades pertinentes, y con serena profesionalidad se hicieron cargo del difunto y de las que habían sido sus pertenencias, sin manifestar mayor alteración en su actitud o gesto que si dieran cuerda a un reloj. La Medicina se alegró de salir al aire de la noche; incluso se alegró, pese a toda la experiencia que tenía, de poder sentarse un rato en un escalón, pues lo había acometido una sensación de náusea, de que iba a desmayarse.

La Abogacía vivía muy cerca de él; cuando la Medicina se acercó a casa de su amigo, vio que había luz en la habitación en la que sabía que muchas veces iba adelantando trabajo hasta altas horas. Como nunca había luz si la Abogacía no estaba, supo que todavía no se había acostado. Lo cierto era que aquel hombre tan incansable se enfrentaba al día siguiente a un veredicto y las pruebas no le eran favorables, con lo que estaba aprovechando la madrugada para urdir trampas para los caballeros del jurado.

La llamada a la puerta lo sorprendió, pero sospechó en seguida que alguien querría informarle de que una tercera persona lo estaba robando o intentando aprovecharse de él de cualquier otra forma, por lo que bajó rápida y silenciosamente. Se había refrescado con agua de colonia para aguzar las entendederas y así poder aturdir las de los miembros del jurado, y había estado leyendo con el cuello de la camisa abierto para poder estrangular con mayor libertad de movimientos a los testigos de la parte contraria. Tenía, por tanto, un aspecto bastante poco presentable. Al ver la Medicina, la última persona que esperaba encontrar, hizo un gesto todavía menos presentable y le dijo:

—¿Qué pasa?

—En cierta ocasión me preguntó usted cuál era el malestar del señor Merdle.

—¡Extraordinaria respuesta! Efectivamente.

—Le respondí que no lo había descubierto.

—Efectivamente.

—Pues lo he descubierto.

—¡Dios mío! —exclamó la Abogacía, dando un paso atrás y poniendo la mano en el pecho del visitante—. ¡Y yo también! Lo acabo de ver en su rostro.

Entraron en la sala más cercana, donde la Medicina le tendió la carta para que la leyera. La Abogacía la leyó de cabo a rabo media docena de veces. No era especialmente larga, pero le exigió una concentración intensa y continua. Manifestó repetidas veces que lamentaba no haber sido él quien hubiera descubierto aquello. El menor atisbo, añadió, le habría dado una ventaja insuperable en el caso, ¡y menudo caso para desentrañar hasta sus últimas consecuencias!

La Medicina se había comprometido a llevar la noticia a Harley Street. La Abogacía no podía seguir dedicándose a las artimañas para conquistar al jurado más preclaro y extraordinario que jamás hubiera visto en un estrado, al cual, según podía asegurarle a su docto amigo, no podía convencer con huecos y enrevesados argumentos, ni tampoco engatusar con lisonjas y ardides de los que desgraciadamente se abusaba en su profesión (así pensaba empezar su discurso); así que dijo que él también iría, y que daría vueltas cerca del edificio mientras esperaba a su amigo. Allí se dirigieron a pie, para airearse y recobrar la compostura, y las alas del día ya removían la noche cuando la Medicina llamó a la puerta.

Un lacayo vestido con todos los colores del arco iris montaba guardia bien a la vista para proteger a su amo: es decir, estaba profundamente dormido en la cocina delante de un par de velas y un periódico, acumulando probabilidades matemáticas de que en la casa se declarara un incendio. Cuando despertó a este sirviente, la Medicina aún tuvo que esperar a que se despertara el mayordomo principal. Al fin esta noble criatura entró en el comedor con un camisón de franela y zapatillas de retales, pero con el pañuelo anudado al cuello, sin dejar de ser todo un mayordomo principal de los pies a la cabeza. Ya había amanecido. La Medicina abrió los postigos de una ventana mientras esperaba, para ver la luz.

—Deben avisar a la doncella de la señora Merdle, decirle que despierte a la señora y que la prepare, con toda la delicadeza posible, para mi visita. Le traigo una noticia terrible —le dijo al mayordomo principal.

Este último, que sostenía una vela, llamó a su ayudante para que se la llevara. Luego se acercó a la ventana con dignidad y se dispuso a recibir la noticia con el mismo semblante con que oficiaba las cenas en esa misma sala.

—El señor Merdle ha muerto.

—Dejaré mi puesto dentro de un mes —anunció el mayordomo principal.

—El señor Merdle se ha quitado la vida.

—Señor —prosiguió el sirviente—, eso supone un grave inconveniente para una persona en mi posición, pues suscita prejuicios; quiero, por tanto, marcharme de inmediato.

—Ya que no ha sufrido usted una fuerte conmoción, ¿ni siquiera le ha sorprendido este acontecimiento? —le preguntó la Medicina amablemente.

El mayordomo, rígido y sereno, respondió con las siguientes y memorables palabras:

—El señor Merdle nunca fue un caballero, por lo que ningún acto impropio de un caballero puede sorprenderme en él. ¿Quiere que vaya a buscar a otra persona o dar nuevas instrucciones relativas a lo que usted desea que se haga, antes de marcharme?

Cuando la Medicina, después de cumplir su cometido en el piso superior, se reunió con la Abogacía en la calle, de su conversación con la señora Merdle sólo le contó que todavía no se lo había dicho todo a la dama, pero que lo que sí le había dicho se lo había tomado bastante bien. La Abogacía se había entretenido en la calle ideando una trampa ingeniosísima para que, de golpe, cayera en ella todo el jurado; tras haber resuelto este asunto, dirigió todos sus pensamientos a la catástrofe reciente, y ambos volvieron a casa lentamente mientras discutían todos los detalles. Antes de despedirse, en la puerta de la Medicina, los dos hombres levantaron la cabeza para mirar el luminoso cielo de la mañana, al que subían sosegadamente el humo de las primeras chimeneas y el aliento y las voces de algunos madrugadores; después recorrieron con la vista la inmensa ciudad y se dijeron: «¡Si esos cientos y miles de personas sumidas en la pobreza que aún duermen supieran que, mientras nosotros hablamos, la calamidad se cierne sobre ellas, qué espantosa maldición contra un pobre desgraciado oirían los cielos!».

La noticia de que el gran hombre había muerto se difundió con una rapidez asombrosa. Al principio el deceso se atribuyó a todas las enfermedades conocidas hasta el momento, y también se inventaron a la velocidad de la luz varias afecciones nuevas para estar a la altura de lo que la ocasión requería. El banquero llevaba ocultando una hidropesía desde la niñez, había heredado de su abuelo una enorme bolsa de agua en el pecho, durante dieciocho años de su vida lo habían operado todas las mañanas, le habían estallado, como fuegos artificiales, ciertas venas importantes del cuerpo, tenía algo malo en los pulmones, tenía algo malo en el cerebro. Quinientas personas que, al empezar a desayunar, no tenían ni idea de lo ocurrido, creían, antes de haberlo terminado, saber de primera mano que el médico le había dicho al señor Merdle: «Debe estar usted preparado para consumirse, algún día, como una vela que se apaga», y también que el señor Merdle había respondido: «Un hombre sólo puede morir una vez». A las once de la mañana el mal en el cerebro se había convertido en la teoría preferida, y a las doce se había dilucidado, sin ningún género de duda, que tenía algo que ver con la «presión».

La opinión pública quedó tan satisfecha con la presión, que a todo el mundo parecía contentar, que la teoría podría haberse prolongado hasta la noche si la Abogacía no hubiera expuesto la verdad del caso en el juzgado a las nueve y media. Eso hizo que, sobre la una, empezara a murmurarse de un extremo a otro de Londres que el señor Merdle se había suicidado. La presión, sin embargo, muy lejos de perder su hegemonía tras ese descubrimiento, gozó de mayor favor que nunca. En la calle se peroraba en tono moralista sobre la presión. Los que habían intentado ganar dinero y no lo habían conseguido decían: «¡No me extraña! En cuanto dedicas todos tus esfuerzos a enriquecerte sufres esa presión». Los vagos aprovecharon la ocasión de igual manera. ¡Ahí tenéis, decían, lo que se consigue con trabajo, trabajo y más trabajo! No dejabas de trabajar, cruzabas la raya, aparecía la presión, ¡y adiós muy buenas! Esta reflexión cobró una gran relevancia en muchos sectores, pero especialmente entre los empleados jóvenes de las oficinas que jamás habían corrido el riesgo de cruzar la raya. Ahí todos declaraban, unánimemente y con gran devoción, que esperaban no olvidar nunca el aviso y adaptar su modo de vida para no caer en las garras de la presión, y seguir viviendo muchos años para gran consuelo de sus amigos.

Sin embargo, en la hora de mayor actividad en la Bolsa de Londres, la presión empezó a perder protagonismo y unos espantosos rumores a circular por doquier. Al principio eran débiles y apenas expresaban una duda: que a lo mejor resultaba que la riqueza del señor Merdle no era tan enorme como se suponía, que quizá se tardara un poco en poder hacerla «efectiva», que incluso el maravilloso banco podía verse obligado a pedir una suspensión temporal (de un mes aproximadamente). A medida que las murmuraciones iban cobrando intensidad, como cierta e imparablemente ocurrió a partir de entonces, se iban volviendo también más amenazadoras. Merdle había salido de la nada, no había seguido una evolución o un proceso natural que se pudiera detallar; había sido, al fin y al cabo, un tipo vulgar e ignorante; era un hombre que iba siempre con la cabeza gacha, nadie le había podido mirar jamás a los ojos; su compañía había sido aceptada por toda clase de gente, sin que nunca se supiera muy bien por qué; nunca había tenido dinero propio, sus actividades mercantiles se habían caracterizado por una extrema imprudencia, y sus gastos debían haber sido colosales. A un ritmo incesante, mientras el día acababa, aumentaron el volumen y los argumentos de los chismes. En la casa de baños había dejado una carta dirigida a su médico, el médico la había recibido y la iba a presentar en la investigación judicial del día siguiente, y caería como un rayo sobre la multitud a la que el banquero había engañado. Una gran cantidad de hombres de todas las profesiones y oficios se verían arruinados por la insolvencia de Merdle; ancianos que siempre habían vivido cómodamente no podrían arrepentirse de haber depositado en él tanta confianza en otro sitio que no fuera el asilo; el futuro de infinidad de mujeres y niños quedaría destruido por culpa de ese tremendo granuja. Todos los que habían participado en sus suntuosas fiestas serían tachados de cómplices en el saqueo de un sinfín de hogares; habría sido preferible que los serviles adoradores de la riqueza que habían contribuido a subirlo a su pedestal hubieran idolatrado directamente al diablo. Así las habladurías, confirmación tras confirmación, fueron adquiriendo cada vez mayor fuerza y alcance y, mientras los periódicos vespertinos sacaban una edición tras otra, dieron paso a un clamor al llegar la noche: entonces un observador solitario, en la galería superior de la cúpula de San Pablo, habría podido ver cómo el nombre de Merdle, acompañado de todas las imprecaciones posibles, ocupaba la inmensidad del cielo nocturno.

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