Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (104 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
10.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Para entonces, la tremenda vergüenza que estaba pasando el Busto había llevado a gran parte de los invitados a retirarse a otras habitaciones. Los pocos que se habían entretenido terminaron siguiendo a los demás, y la pequeña Dorrit y su padre quedaron abandonados a los criados y a sí mismos. El queridísimo y adorado padre seguro que ahora querría ir con su hija. Él contestaba a sus ardientes ruegos que nunca conseguiría subir por las estrechas escaleras sin Bob, que dónde estaba Bob, si es que nadie podría traer a Bob. Con el pretexto de buscar a Bob, Amy lo sacó luchando con la corriente de alegres invitados que entraban para la fiesta, lo metió en un coche que acababa de depositar su carga y se fueron a casa.

Las amplias escaleras del palacio romano se contraían ante su escasa vista hasta verse reducidas a las estrechas escaleras de su cárcel londinense; y no soportaba que lo tocara nadie más que su hija, con la única excepción de su hermano. Lo subieron a su habitación sin ayuda y lo metieron en la cama. Y a partir de aquel momento, su pobre espíritu maltrecho, que sólo recordaba el lugar en el que se le habían roto las alas, puso fin al sueño que había perseguido desde entonces y olvidó todo cuanto había sucedido después de Marshalsea. Cuando oía pasos en la calle, los tomaba por el cansado caminar de otros tiempos en el patio. A la hora del cierre, imaginó que todos los desconocidos debían marcharse durante la noche. Cuando llegó de nuevo la hora de abrir, se mostró tan impaciente por ver a Bob que se vieron obligados a inventar un relato según el cual el tal Bob —el buen carcelero llevaba muchos años muerto— se había resfriado pero esperaban que se pusiera bien al día siguiente o al otro o al otro día, como mucho.

Cayó en una debilidad tan extrema que no podía levantar la mano. Pero seguía protegiendo a su hermano igual que antes y le decía con cierta complacencia, cincuenta veces al día, cuando lo veía junto a la cama:

—Mi buen Frederick, siéntate. Estás muy débil, de veras.

Intentaron que volviera en sí trayéndole a la señora General, pero no tenía la menor idea de quién era. Se le metió en la cabeza la ofensiva sospecha de que quería sustituir a la señora Bangham y de que era dada a la bebida. La acusó inmoderadamente e instó de tal manera a su hija a que fuera a buscar al director de la cárcel para que la echara que, tras ese fracaso, no volvieron a llevarla a su presencia. Si bien en una ocasión preguntó si Tip había salido, no pareció acordarse más de sus hijos ausentes. Pero tenía siempre presente a la hija que había hecho tanto por él y había recibido tan escasa recompensa. Si bien no por ello temía o impedía que lo velara o se fatigara a su lado: eso no le inquietaba más ahora que en otros tiempos. No, la quería igual que la había querido antes. Estaban de nuevo en la cárcel, ella lo cuidaba y él la necesitaba constantemente y no podía pasarse sin ella; e incluso le decía, algunas veces, que estaba satisfecho de haber sufrido tanto por ella. En cuanto a Amy, inclinada sobre la cama, con su rostro junto al de su padre, habría dado su vida a cambio de la de él.

Cuando llevaba ya dos o tres días hundiéndose sin dolor, Amy observó que le molestaba el tic tac del reloj, un pomposo reloj de oro que daba tanta importancia a su propia marcha como si sólo avanzaran él y el Tiempo. Amy dejó que se le agotara la cuerda; pero su padre seguía inquieto y la muchacha vio que no era eso lo que quería. Al final pudo explicarle que quería que lo empeñara. Se quedó tranquilo cuando Amy simuló llevárselo con ese propósito y a partir de aquel momento disfrutó con los pequeños caprichos de vino y gelatina que no había tenido antes.

Pronto quedó claro que eso era lo que quería, porque al cabo de un día o dos entregó a su hija los anillos y los botones de las mangas. Parecía sentir una extraña satisfacción al encargarle esos cometidos, como si fueran las disposiciones más metódicas y previsoras. Después de darle sus alhajas, o las pocas que había visto, le tocó el turno a la ropa; y cabe en lo posible que le prolongara la vida algunos días más la satisfacción de enviarlas, pieza a pieza, a una imaginaria casa de empeños.

Así pues, durante diez días la pequeña Dorrit estuvo echada sobre la almohada de su padre, mejilla contra mejilla. Algunas veces estaba tan cansada que, por unos minutos, se adormecían juntos. Después despertaba para recordar, con lágrimas que fluían rápidas y en silencio, quién le rozaba la cara y ver, amenazadora, sobre el rostro querido que descansaba en la almohada, una sombra más oscura que la del muro de Marshalsea.

Poco a poco, se fueron borrando las líneas del plano del gran castillo. Poco a poco, las líneas que se habían trazado en todas direcciones sobre su cara fueron borrándose y ésta quedó limpia y vacía. Poco a poco, las marcas de los barrotes de la cárcel y de los hierros que describían un zigzag sobre el muro se fueron desvaneciendo. Poco a poco, el semblante del padre fue adquiriendo rasgos semejantes a los de su hija, de una juventud que ella nunca había visto bajo el cabello gris, y entonces, finalmente, conoció el descanso.

Al principio, el tío pareció enloquecer:

—¡Oh, hermano mío! ¡Oh, William, William! Te vas antes que yo, te vas solo, te vas y me dejas. Tú, que eres muy superior, tan distinguido, tan noble. Yo, una pobre criatura inútil que no vale para nada y a quien nadie echaría de menos.

A la pequeña Dorrit le hizo bien tener, por unos momentos, alguien de quien preocuparse y a quien atender.

—Tío, tío, le ruego que no diga eso, piense en usted, piense en mí.

El anciano no fue sordo a estas últimas palabras. Empezó a controlarse precisamente para ahorrarle el mal trago a su sobrina. No se preocupaba por sí mismo; pero, con toda la energía que quedaba en aquel corazón sincero, tanto tiempo aturdido y ahora espabilado por la conmoción, la reverenciaba y bendecía.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó antes de salir de la habitación, agarrándola con las manos arrugadas—. Tú que has visto a la hija de mi querido hermano muerto. Has visto con toda claridad lo que yo he visto con mis ojos pecadores y medio ciegos. No permitas que ni un cabello de su cabeza sufra daño ante ti. Sostenla la hasta su última hora. ¡Recompénsala en el más allá!

Se trasladaron a una habitación cercana, iluminada tenuemente, y allí estuvieron hasta que fue casi media noche, callados y tristes, uno junto al otro. De vez en cuando, la pena de Frederick buscaba alivio en un estallido como los anteriores; pero no sólo pronto le fueron fallando las fuerzas sino que, teniendo muy presentes las palabras de Amy, se contenía y se calmaba. Lo único que se permitía en su tristeza era exclamar regularmente que su hermano se había marchado, solo; que habían estado juntos desde el principio de su vida, que habían caído juntos en la desgracia, que habían sufrido juntos los muchos años de pobreza y habían estado juntos hasta el final; y que su hermano se había ido solo, ¡solo!

Se separaron abrumados por la pena. Amy no consintió en dejarlo en otro lugar que no fuera su dormitorio y lo acompañó hasta verlo acostado, vestido, sobre la cama, y lo cubrió con sus propias manos. Entonces se fue a su habitación y se quedó profundamente dormida: el sueño del agotamiento y el descanso, aunque no consiguió liberarse de un sentimiento de tristeza. Duerme, buena pequeña Dorrit. Duerme toda la noche.

Era una noche de luna; pero la luna se había alzado tarde y hacía días que no estaba llena. Cuando brillaba ya en lo alto del apacible firmamento, se coló a través de las persianas medio cerradas en la solemne habitación donde horas antes habían concluido las andanzas y tropiezos de una vida. Pero en la habitación había ahora dos figuras; dos figuras, igualmente inmóviles e impasibles, igualmente separadas por la distancia insalvable de la atestada tierra y todo lo que la puebla, aunque muy pronto yacerían en ella.

Una figura descansaba en la cama. La otra, arrodillada en el suelo, derrumbada sobre el lecho, descansaba los brazos sobre la colcha; tenía el rostro inclinado, de modo que los labios tocaban la mano sobre la que había exhalado su último aliento. Los dos hermanos se encontraban en presencia del Padre, lejos del juicio crepuscular de este mundo, por encima de sus nieblas y oscuridades.

Capítulo XX

Que da pie al siguiente

Los pasajeros desembarcaban del paquebote en el muelle de Calais. Mientras la marea retrocedía hacia el punto más bajo, baja era la ciudad de Calais, en altitud como en espíritu. La barra cercana a la orilla tenía apenas agua suficiente para que pudiera entrar el paquebote; y ahora la barra misma, con sus rompientes superficiales, parecía un perezoso monstruo marino que acabara de emerger a la superficie, apenas reconocible bajo sus formas dormidas. El magro faro, todo de blanco, se alzaba en el litoral como el fantasma de un edificio que, en otros tiempos, hubiera tenido color y rotundidad y que ahora vertía lágrimas melancólicas tras sufrir el último embate del mar. Las largas hileras de demacrados pilotes negros, húmedos y resbaladizos, desgastados por el mal tiempo y envueltos en fúnebres guirnaldas de algas por la última marea, podrían haber representado un feo cementerio marino. Cada objeto batido por las olas, azotado por las tormentas, parecía tan bajo y tan pequeño, cubierto por el gran cielo gris, frente al ruido del viento y del mar y ante las feroces embestidas de las rizadas líneas de espuma, que resultaba portentoso que quedara aún algo de Calais, y que sus puertas bajas y sus muros bajos y sus tejados bajos y sus zanjas bajas y sus dunas bajas y sus murallas bajas y sus calles llanas no hubieran cedido hacía ya tiempo al asedio del mar, como los castillos que los niños construyen en la orilla.

Después de resbalar entre tablones y pilotes empapados, tropezar en escalones húmedos y enfrentarse a un buen número de dificultades salinas, los pasajeros emprendieron una incómoda peregrinación por el muelle; ahí los esperaban todos los vagabundos franceses y los fugitivos ingleses (la mitad de la población) dispuestos a impedir que se recuperaran del desconcierto. Después de que los inspeccionaran minuciosamente todos los ingleses y de que, como si fueran premios, los llamaran, rellamaran y contrarrellaman los franceses en una escaramuza cuerpo a cuerpo a lo largo de un buen trecho, pudieron por fin entrar en las calles y encaminarse cada uno a su paradero, en medio de una acalorada persecución.

Clennam, acosado por más de una inquietud, se encontraba en aquel abnegado grupo. Tras rescatar a los más indefensos compatriotas de situaciones extremas, iniciaba ahora su camino solo o tan solo como podía, seguido a escasa distancia por un caballero nativo con un traje de grasa y una gorra del mismo material, que gritaba una y otra vez:

—¡Eh, oiga, usted,
señog
! ¡
Bueng
hotel!

Clennam por fin dejó atrás incluso a aquella persona tan hospitalaria y siguió adelante sin que nadie lo molestara. Después de la turbulencia del canal y de la playa, la ciudad tenía un aire tranquilo y, en comparación, su tristeza resultaba agradable. Se encontró con nuevos grupos de compatriotas, todos algo ajados, como esas plantas que, después de florecer en exceso, parecen convertirse en simples hierbajos. Asimismo, daban la impresión de estar dando vueltas y vueltas, día tras día, por el mismo sitio, lo que le recordó intensamente a Marshalsea. Pero, sin prestarles más atención que la imprescindible para dar pie a estas reflexiones, buscó cierta dirección que se había aprendido de memoria.

—Eso indicó Pancks —murmuró para sí cuando se detuvo ante el tétrico edificio que correspondía a las señas—. Supongo que su información será correcta y su descubrimiento, entre los papeles sueltos del señor Casby, indiscutible; pero difícilmente se me habría ocurrido que podría estar en un sitio así.

Una casa que parecía muerta, con una tapia muerta delante y una puerta muerta en el lateral con un tirador de campana que dio dos campanadas muertas y una aldaba que dio dos golpes muertos y superficiales que no parecían tener profundidad suficiente para penetrar la puerta agrietada. Sin embargo, la puerta se abrió como si girara sobre un resorte muerto y Clennam la cerró a su espalda tras entrar en un patio triste, limitado por otra tapia muerta, donde alguien había intentado plantar unas enredaderas, que estaban muertas, poner en una hornacina una pequeña fuente, que estaba seca, y decorarla con una estatua, que había desaparecido.

La entrada de la casa quedaba a la izquierda y estaba adornada, al igual que la exterior, con dos papeles impresos en inglés y en francés anunciando que se alquilaban apartamentos amueblados para ocupar en el acto. Una campesina fuerte y alegre, toda ella medias, enaguas, cofia blanca y pendientes, apareció en el oscuro umbral y dijo enseñando los dientes amablemente:

—¡Hola,
señog
! ¿Para quién?

Clennam, contestando en francés, dijo que la señora inglesa; quería ver a la señora inglesa.

—Entre y suba, se lo ruego —contestó la campesina, también en francés. Clennam hizo las dos cosas y la siguió por unas escaleras desnudas hasta una sala del primer piso que daba a la parte trasera. Desde ahí se tenía una vista lúgubre del patio trasero que era tan triste, de los arbustos que estaban muertos, de la fuente que estaba seca y del pedestal de la estatua que había desaparecido.


Monsieur
Blandois —anunció Clennam.

—Con mucho gusto,
monsieur
.

La mujer se retiró y lo dejó inspeccionando la sala. Era justo lo que podía esperarse en una casa como aquella. Fría, triste y oscura. El suelo encerado era resbaladizo, pero la estancia no era lo bastante grande para patinar ni se adaptaba a ninguna otra actividad. Cortinas rojas y blancas, una pequeña estera de paja, una mesilla redonda con una tumultuosa reunión de patas en la parte inferior, sillas toscas de asiento de mimbre, dos grandes butacones de terciopelo rojo que ofrecían gran espacio para la incomodidad, un escritorio, un espejo sobre la chimenea, roto en varios pedazos pero pegado como si fuera uno solo, un par de jarrones llamativos con flores muy artificiales y, entre ellos, un guerrero griego sin casco que sacrificaba un reloj al genio de Francia.

Tras una breve pausa, se abrió la puerta de comunicación con otra sala y entró una mujer. Mostró gran sorpresa al ver a Clennam y buscó con la vista otra persona.

—Discúlpeme, señorita Wade, estoy solo.

—No era su nombre el que me han anunciado.

—No, ya lo sé. Discúlpeme. Sé por experiencia que mi nombre no la predispone a una conversación y me he aventurado a dar el nombre de la persona a la que estoy buscando.

BOOK: La pequeña Dorrit
10.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rachel's Redemption by Maitlen, Jennifer
The Girl in the Torch by Robert Sharenow
The Beach House by JT Harding
Finding Someplace by Denise Lewis Patrick
June Bug by Jess Lourey
Through to You by Lauren Barnholdt
Bristol House by Beverly Swerling
The Girl in the Wall by Jacquelyn Mitchard, Daphne Benedis-Grab