Authors: Irving Wallace
Formándose para pasar el control de pasaportes, Randall estiró el cuello en busca de la alta e imponente figura del
dominee
De Vroome y su habitual sotana negra. Pero la multitud que esperaba era demasiado densa. No pudo encontrar a De Vroome; al menos no desde esa distancia.
Ahora se encontraba frente al escritorio, y un serio y aburrido
police de l'air
estaba estirando la mano. Randall soltó momentáneamente su maleta, buscó dentro del bolsillo interior de su chaqueta el pasaporte color verde de los Estados Unidos y lo presentó junto con la
carte de débarquement
. El policía dio vuelta a una o dos páginas del pasaporte, examinó la fotografía de Randall (que odiaba esa foto porque tenía ocho kilos más de peso cuando se la tomaron), la comparó con la apariencia personal de Randall, revisó una misteriosa hilera de tarjetas cuadradas color de rosa que estaban ordenadas en carpetas al frente del escritorio, echó un vistazo a Randall por segunda vez y finalmente asintió con la cabeza. Reteniendo la tarjeta amarilla de desembarque, el oficial devolvió a Randall su pasaporte y le hizo un gesto para que se dirigiera a las casetas de aduanas. Luego, el policía se puso de pie y abandonó su puesto, ante las protestas de los otros pasajeros que estaban esperando en la fila.
Randall tomó nuevamente su maleta. Con la mano libre extrajo del bolsillo de su chaqueta la hoja de declaraciones, y se dirigió hacia la caseta de aduanas más cercana, mientras continuaba buscando al
dominee
De Vroome entre la multitud de visitantes.
Todavía sosteniendo su maleta, Randall extendió el documento al oficial, ansioso por terminar con esa formalidad y entregarse a los asuntos cruciales de esa tarde. Pero el oficial de aduanas, al recibir la hoja de declaraciones, no prestaba atención, distraído por uno de sus colegas que estaba detrás de él. Por fin, el oficial se volvió, dispuesto a prestar toda su atención a la declaración de Randall.
El oficial levantó la vista.
—¿No tiene más equipaje que reclamar abajo, Monsieur? ¿Ésta es su única maleta?
—Sí, señor. Únicamente esta pieza que tengo conmigo. Estuve fuera sólo unos días. —Le disgustó dar esas explicaciones nerviosas, pero los oficiales de aduana, no solamente aquí sino en todas partes, lo hacen a uno sentirse culpable sin razón—. Es sólo lo que necesitaba para pasar la noche —agregó, elevando más su maleta.
—¿No se ha excedido usted del límite de importación de 125 francos? ¿No compró artículos, ni recibió regalos o adquirió valores en Italia que rebasen esa cantidad?
—Exactamente como lo asenté en la hoja —dijo Randall con un asomo de molestia—. Sólo traigo mis efectos personales.
—¿Nada que declarar? —insistió el oficial.
—Nada —el disgusto de Randall iba en aumento—. Usted tiene mi declaración. Lo puse claramente y bajo juramento.
—Sí —dijo el aduanero, poniéndose de pie y llamando en voz alta—: ¡Maurice! —Salió de su caseta, esperó a que otro aduanero más joven lo reemplazara y se aproximó a Randall—. Por favor, sígame, Monsieur.
Perplejo, Randall iba pisándole los talones al oficial mientras cruzaban la puerta, después de haber pasado a empujones entre la masa de visitantes. Una vez más, Randall trató de buscar a De Vroome para solicitar su ayuda y salir de esos formalismos burocráticos, pero De Vroome no se veía por ninguna parte.
El oficial de aduanas hizo señas a Randall para que lo alcanzara. Éste, disgustado por la continua demora, repentinamente se dio cuenta de que otro oficial lo estaba flanqueando, reconociendo en él al delgado y flemático policía con quien había hablado en el control de pasaportes.
—Oigan, ¿qué está sucediendo aquí? —protestó Randall.
—Vamos abajo —explicó llanamente el aduanero—. Una mera formalidad.
—¿Qué formalidad?
—Revisión rutinaria de equipaje.
—¿Por qué no hacerlo aquí mismo?
—Impediría el flujo del tráfico. Tenemos cuartos especiales a un lado de la sala de entrega de equipajes —se dirigió hacia la escalera—. Si hace el favor de seguirme, Monsieur.
Randall titubeó, mirando fijamente al oficial, y luego se volvió para recorrer con la vista al policía del aeropuerto que acababa de aparecer a sus espaldas. Se percató de que no podría resistirse. Cargando su maleta, comenzó a caminar entre los dos uniformados. Al descender por la escalera eléctrica tuvo el primer presentimiento del peligro, y la aprensión que él creyó haber dejado atrás en Italia comenzó a invadirlo gradualmente aquí, en Francia.
Al cruzar el bullicioso piso principal de la terminal aérea, en dirección al letrero que decía SORTIE Randall protestó una vez más.
—Creo que están cometiendo un error, caballeros.
Los oficiales no respondieron. Lo condujeron hacia el amplio salón donde los pasajeros estaban recuperando sus equipajes de las bandas móviles, y luego lo guiaron hacia una serie de cuartos vacíos que tenían las puertas abiertas y que estaban recatada, casi discretamente alineados a lo largo del muro más distante. Junto a una puerta abierta, un gendarme (
agent de police
o Sûreté Nationale, Randall no pudo discernir) estaba en guardia, con una porra y una pistola claramente visibles. El gendarme inclinó la cabeza mientras el oficial de aduanas y el policía del aeropuerto escoltaban a Randall hacia el interior del cuarto.
—¿Me quieren decir ahora por qué estoy aquí? —exigió Randall.
—Ponga su maleta en la mesa que está allá —dijo tranquilamente el aduanero—. Por favor, ábrala para que la inspeccionemos, Monsieur.
Randall levantó su equipaje y lo puso sobre la mesa. Buscó la llave en sus bolsillos.
—Ya les dije que no tengo nada que declarar —insistió.
—Ábrala, por favor.
El policía del aeropuerto se había retirado discretamente hacia el fondo del cuarto, y el oficial de aduanas permaneció de pie junto a Randall, observando cómo abría la cerradura de su maleta y zafaba los broches. Randall levantó la tapa.
—Aquí tiene. Ande y cerciórese por sí mismo.
El aduanero se adelantó a Randall y se paró frente a la maleta. Con eficiencia profesional, su mano se deslizó alrededor del interior de la maleta en busca de bolsas secretas o un fondo falso. Comenzó registrando camisas, calzones, calcetines, pijama. Extrajo varias carpetas de manila, las revisó y las volvió a poner en su lugar. Revolvió más al fondo, encontró algo, lo sacó, lo suspendió en el aire y lo hizo oscilar ante Randall.
Era la terrosa bolsa de cuero gris de Lebrun.
—¿Qué es esto, Monsieur?
—Un simple recuerdo de Roma —dijo Randall apresuradamente, tratando de reprimir su inquietud—. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Es un facsímile de un fragmento de un manuscrito bíblico. Soy coleccionista.
El oficial de aduanas parecía no estar escuchando. Abrió la bolsa, sacó el envoltorio de seda, lentamente lo desdobló y examinó el frágil fragmento de papiro que semejaba una hoja de maple. Su mirada rebasó a Randall, y, luego preguntó:
—C'est bien ça, Inspecteur Queyras
?
El policía del aeropuerto se adelantó y asintió:
—Je le crois, Monsieur Delaporte
. —Tenía en sus manos una de las tarjetas color de rosa que Randall había visto en el escritorio del control de pasaportes. Miró la tarjeta y se dirigió a Randall—: Monsieur Randall, es mi deber informarle que la República de Italia solicitó a nuestro Servicio de Investigaciones que estuviera alerta a la llegada de usted. La judicial italiana nos ha notificado que usted se apoderó de un invaluable tesoro nacional de Italia, sin permiso gubernamental para sacarlo del país y sin tener el derecho legal para poseerlo. Semejante acto está prohibido por la Ley italiana, y a usted se le impondrá una fuerte multa si alguna vez regresa a Italia. Sin embargo…
Randall escuchaba, petrificado por la incredulidad. ¿Cómo era posible que alguien en Italia hubiera sabido qué era lo que él tenía en su maleta?
—…el interés del Gobierno de Italia no es precisamente el interés del Gobierno de Francia —continuó diciendo en un inglés impecable el policía del aeropuerto, el inspector Queyras—. Lo que nos interesa a nosotros es que usted cometió un
flagrant délit
, lo que quiere decir que usted escondió en su equipaje un objeto de gran valor, que no lo declaró a nuestra aduana y que, de hecho, intentó contrabandearlo a Francia. Bajo nuestra Ley, esto es un delito, Monsieur, y se castiga…
—¡Yo no escondí nada! —explotó Randall—. ¡No declaré nada porque no tenía nada de valor que declarar!
—Parece ser que el Gobierno de Italia tiene otro punto de vista acerca de ese papiro —dijo calmadamente el inspector.
—¿Otro punto de vista? No hay otro punto de vista. ¿Qué saben ellos acerca de ese trozo de papiro? Yo soy el único que sabe. Se lo digo… escúcheme, no se hagan los tontos… ese fragmento que está en la bolsa no tiene ningún valor en términos de dinero; es una imitación, una falsificación que aparenta ser un original. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Por sí mismo, intrínsecamente, no vale ni una moneda.
El oficial de Policía se encogió de hombros.
—Eso está por verse, Monsieur. Hay expertos en esta materia, y nosotros ya nos hemos puesto en contacto con uno de ellos para que haga un estudio y dé su opinión. Mientras tanto, hasta que esto se lleve a cabo…
Estiró el brazo frente al pasmado Randall y tomó el fragmento de papiro de manos del oficial de aduanas. Nuevamente lo envolvió en su cubierta de seda, y lo metió en la bolsa de cuero gris.
—…hasta que se haga un examen, Monsieur Randall, estamos confiscándole este objeto —concluyó el oficial de la Policía del aeropuerto.
Con la bolsa de cuero en la palma de su mano, se dirigió a la puerta del cuarto.
—¡Espere! ¿Adónde va con eso? —demandó Randall.
El inspector se medio volvió desde la puerta.
—Eso es asunto nuestro, no suyo.
Randall sintió una creciente e incontrolable ira ante semejante injusticia. ¡Perder ahora el papiro, su preciada prueba, la evidencia del fraude, con esos estúpidos burócratas! ¡No debe ser; no puede ser!
—¡No! —insistió Randall. De un salto agarró de un brazo al oficial del aeropuerto y lo zarandeó—. No, maldita sea, ¡no puede llevárselo!
Trató de tomar la bolsa. El inspector quiso apartarse, pero Randall le pasó un brazo por la garganta y comenzó a presionar, cogiendo la bolsa con la mano que tenía libre cuando el oficial la dejó caer.
Agarrándose la garganta, el oficial se tambaleaba hacia atrás, gritando:
—Bon Dieu, attrape cet imbécile
!
Randall tenía la bolsa a salvo en el puño, pero en ese momento el aduanero arremetió contra él. Frenético, Randall lo esquivó, manoteando para ahuyentarlo. El aduanero lanzó maldiciones y se dejó ir nuevamente contra Randall aferrándole de un brazo, y repentinamente había dos hombres más, el guardia de la Sûreté que estaba afuera y el oficial de la Policía del aeropuerto, echándose encima de Randall, luchando con él, amedrentándolo, magullándolo contra la pared de yeso, sujetándolo por los brazos.
Tratando ciegamente de contestar la pelea, de luchar para liberarse de ellos, Randall vio cómo una rodilla se le venía encima. Trató de hacerse a un lado, pero la rodilla se estrelló contra su ingle. El dolor instantáneo, agudísimo, le provenía de los testículos y se le esparcía por los intestinos y por todo el cuerpo. Randall gimió, cerrando los ojos, intentando doblarse, sintiendo que la bolsa le flotaba entre los dedos y luego se perdía. Se deslizó hacia abajo, despacio, como en cámara lenta, hasta llegar al piso, y allí se encogió, jadeando como animal herido.
—Ça y est, il ne nous embêtera plus
—oyó que decía la voz de un francés arriba de él—. Ya está, él no nos fastidiará más.
Dos de ellos lo habían tomado por los sobacos y lo estaban levantando del suelo para ponerlo de pie.
Le hicieron pasar los brazos a la espalda y lo estaban sosteniendo rígidamente. Gradualmente, sus ojos recobraron el enfoque. El ceñudo oficial de Policía del aeropuerto ya no estaba borroso. Otra vez tenía en su poder la bolsa de cuero gris y con ella estaba cruzando la puerta.
Randall lo siguió con los ojos. Otra figura, una figura conocida todavía distante, se acercaba. Era un hombre alto, austero que vestía una sotana negra. Era el
dominee
Maertin de Vroome por fin.
—¡De Vroome! —gritó Randall—. ¡De Vroome, aquí estoy!
Pero el clérigo holandés no pareció darse cuenta. Se había detenido, cara a cara, frente al oficial policíaco, quien se estaba dirigiendo a él y mostrándole la bolsa de cuero. De Vroome escuchaba y asentía con la cabeza, y luego, junto con el oficial, se dio la vuelta y comenzó a alejarse.
—Esperen, por favor, suéltenme; tengo que verlo —Randall gritaba desesperadamente al oficial aduanero y al guardia que lo sostenían—. De Vroome me espera. Yo lo mandé llamar.
—¿Usted lo mandó llamar? —dijo el aduanero divertidamente—. No lo creo. Porque nosotros fuimos quienes lo mandamos llamar.
Randall miró fijamente al aduanero, sin comprender.
—No sé de qué me está usted hablando. Debo verlo. —Hizo un frenético esfuerzo por soltarse, moviendo los brazos para liberarse, y en ese instante sintió un frío objeto de metal en las muñecas, cruzadas tras de sí. Entonces lo supo. Estaba esposado—. Debo verlo —suplicó Randall.
El aduanero asintió con la cabeza.
—Lo verá mañana, cuando usted sea llevado ante el
juge d'instruction
de París, el magistrado examinador, señor Randall. En este momento, usted está bajo arresto por la infracción aduanera de no haber declarado un objeto de gran valor y de haber intentado introducirlo de contrabando a Francia. Además, está arrestado por perturbar la paz pública y por agredir a un oficial de la Ley. Usted irá a la cárcel.
—Pero el papiro… —protestó Randall.
—El valor del documento y el futuro de usted, Monsieur, se decidirán mañana en una corte de la Galerie de la Sainte Chapelle, en el Palais de Justice.
P
or fin llegó la mañana, una nublada y horrible mañana parisiense, según se vislumbraba a través de la enrejada ventana de la celda, allá en lo alto.
Al menos, reflexionó Randall amargamente, sentado al borde del costal de paja que había sobre su catre y abotonándose la camisa limpia, al menos no lo habían tratado como a un vulgar delincuente.