La página rasgada (8 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La página rasgada
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—No tuvimos más remedio que comprar la Sigma —escuchaba yo a mi madre—. 250 pesetas nos costó. No quería arriesgarme a que tu hermana cogiera una pulmonía durante el invierno y con tu abuela no podía dejarla porque se marchaba a la calle y no aparecía hasta la noche la mayoría de los días. La pagamos a plazos.

—Hiciste muy bien, mamá —la animaba yo.

—Me gustó nada más verla —se recreaba echando una mirada a la máquina de coser que le permitió ganarse la vida durante años, y que continúa en casa como un trofeo. No la he utilizado desde hace años, ¿para qué, si ahora toda la ropa se compra hecha? —No dejaba de ser un trasto ocupando parte del saloncito, por el que sin duda le darían un buen dinero tasándola de mueble antiguo, pero nunca quiso deshacerse de ella porque formaba parte de su pasado—. Cuando el encargado de la tienda me la mostró, la quise de inmediato. Nunca antes había ambicionado nada hasta que se cruzó en mi vida la máquina de coser. Claro que, para comprarla, tuve que ir con tu padre: no podía sacar nada a plazos sin la firma del marido.

—¡Qué cosa tan absurda!

—Absurda o no, así era.

Tengo que decir que yo nací feminista. No en el sentido de contraposición al hombre, sino de las que se tienen por una igual, con los mismos derechos y obligaciones. Ni comulgué ni lo haré nunca con las imposiciones del varón, y mucho menos con frases como «Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho», disparada con trabuco por Pilar Primo de Rivera
.
Tampoco iban conmigo los principios que difundía la puñetera
Revista de la Sección Femenina
: «La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular —o disimular— no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse.» Y ya no digo nada de esa otra que nos enseñaban en el Bachillerato y que me hacía subirme por las paredes: «Cuando estéis casadas, pondréis en la tarjeta vuestro nombre propio, vuestro primer apellido y después la partícula ‘‘de’’, seguida del apellido de vuestro marido. Esta fórmula es agradable (y escasa de miras, y humillante, y asquerosamente sumisa, decía yo), puesto que no perdemos la personalidad, sino que somos Carmen García, que pertenece al señor Marín, o sea, Carmen García de Marín.»

En este punto de la conversación, cuando salía el tema de la igualdad, se me subía el tono de voz, sin poder remediarlo. Y mi abuela, con un par de redaños, me apoyaba.

Yo entendía que transitábamos aún por los albores del derecho femenino, pero no que mi madre pareciera aceptarlo mansamente, porque, además, mi padre nunca fue un machista, más bien todo lo contrario. Cuando se entablaba este tipo de discusiones, casi siempre en la sobremesa, ella intentaba que, tanto mi hermana como yo, dejáramos de polemizar con mi padre. Era él quien, acariciándole el brazo, decía:

—Deja a las chicas. Que discutan. Tienen derecho a tener sus propias opiniones.

—A veces sólo había una manzana de postre —me contó una vez mi madre, cuando le pregunté sobre los comentarios de la abuela sobre el hambre que se pasaba—. Ninguno decía quererla, pero todos la deseábamos y, al final, se cortaba en cuatro partes. Eran tiempos muy duros, hija. Tu padre, que ya sabes que el único vicio que tiene es el del tabaco, se iba a trabajar con dos Celtas, porque no había más.

—Ahora entiendo lo de la sartén —repuse yo, con la presión de la culpa golpeándome en el pecho, recordando una noche, cuando era pequeña—. Ahora sí que lo entiendo.

Escuchándola hablar, casi avergonzada, comprendí el monumental cabreo al que llevé a mi padre en esa ocasión.

Yo jugaba, como cría que era, con cualquier cosa que tenía a mano. Esa noche convertí la escoba en mi montura y cabalgaba por la casa a galope tendido, imaginándome un caballero medieval o el vaquero dispuesto a terminar con todos los malvados del mundo.

—Nuria, párate ya —me advertía mi madre, y seguía cosiendo. Lo hacía hasta tarde, hasta que el frío se adueñaba del comedor porque se había terminado el cisco del brasero, obligándonos a meternos en la cama—, que vas a romper algo.

Cualquier criatura vive para el juego y suele hacer caso omiso de los avisos hasta que el desastre es inevitable. Y yo lo provoqué, sin ser consciente. En una de esas idas y venidas jaleando a mi caballo, golpeé el mango de la sartén que crepitaba sobre un fogón de hierro, que ahora no son más que piezas de museo pero que entonces estaban presentes en todos los hogares. Se volcó la sartén y su contenido, que acabaron en el suelo de la cocina. Tuve suerte de no quemarme porque, como me gritó mi abuela, cucharón en ristre, a mí me veía siempre la Virgen Santísima, la de los Remedios, Santa Bárbara Bendita y el Ángel de la Guarda, todos a la vez. ¡No se me olvidará la cólera de mi padre!

Aquella noche, no cenamos.

9

Siguiendo en su historia, me contaba que la autonomía de Cataluña y la reforma agraria alentaba los demonios de unos poderes firmemente establecidos. La vieja oligarquía, los terratenientes, los militares y los conservadores más significados maniobraban para bloquear las iniciativas republicanas. Aun así, la República decidió sobre dos asuntos de gran trascendencia que levantaron ampollas y agrandaron el abismo social con que se pretendía afrontar el futuro del país: cualquier medida que supusiera una modificación de la estructura política dominante.

Panfletos a favor y en contra del rey ausente, carteles que impregnaban las calles con el ideario de la derecha y de la izquierda, el órdago catalán —nombrando a Francesc Macià como presidente de la Generalitat— atizaban la pugna interna de los partidos notoriamente alejados de las preocupaciones de los ciudadanos de a pie, para los que su primera inquietud eran las necesidades básicas. Así lo veía la abuela.

Me parece percibir, cuando recuerdo esas charlas con ella, el Madrid de olor a canela y vainilla que desprendían las cestas de los barquilleros en sus idas y venidas por las verbenas, grabadas en mi imaginario infantil y, aunque hoy día seguimos viéndoles por la explanada principal del parque del Retiro, nada es igual. Los niños de ahora, como hicieron nuestros abuelos, nuestros padres e incluso nosotros mismos, ya no corren hacia el barquillero extasiados por el ruido monótono de la carraca al girar la rueda, en espera de la golosina. Ya no se cruzan las criadas con los soldados tratando de hilvanar alguna charla picarona o de amoríos con ellas, interrumpidos por chicuelos que piden unos céntimos para comprar la oblea al barquillero y luego continuar jugando al clavo o al pañuelo, a la peonza o a las chapas.

La abuela, encaramada en el pasado, recreaba hombres taciturnos vestidos con levita, guantes y gorra, cargados con la pértiga con que se encendían las farolas de aceite o petróleo de las calles principales, desaparecidos en 1930.

Dice Ángel del Río López, en
Viejos oficios de Madrid
, que un tal Pedro Vidal, farolero de toda la vida, lloró como un niño dando su último adiós a las farolas del paseo del Cisne.

—En el año 32 se comenzó a ensayar con gas para seguir alumbrando la noche madrileña, siempre despierta y bullente. En ese tiempo, Nuria, Madrid era más castizo y romántico. Era una ciudad de citas bajo el reloj de la Puerta del Sol, de tascas, de aperitivo fácil, caña espumosa, claras rubias y vino rancio y oscuro…

—Eso sigue igual, abuela.

—Como un huevo a una castaña —respondía—. Ahora la tasca de El Abuelo no hace las gambas como antes. Anda, que alguna ración ya me he tomado yo.

La nostalgia invadía a mi abuela hablando de los raíles de tranvía que cruzaban los empedrados sinuosos de las calles Montera y Cuatro Caminos —y digo empedrados, no la capa de asfalto negro que se convierte en masa pegajosa cuando aprieta el calor en Madrid.

—¡Menudos líos se montaban entonces en los tranvías! A veces, hasta había puñaladas. Lo que te cuento, hija, lo que te cuento. Puñaladas. Los conductores, como era lógico, se negaban a arrancar hasta que el pasaje no se calmaba y sólo conseguían que aumentara el jaleo. A más de un conductor o cobrador le sobaron el morro por ponerse chulo.

—¿Y por qué se ponían chulos?

—Pues porque era su obligación. A ver quién, si no, ponía orden. Los del tricornio sólo acudían cuando rajaban a alguno. Golfillos de todo pelaje se colgaban en las jardineras para no pagar los céntimos del billete. Reían y se jugaban el cuello, los muy gilipollas, con el tranvía circulando.

—Ahora lo hacen algunos entre vagón y vagón del metro.

—Más de uno tuvo un percance. Me acuerdo de un accidente, hace mucho, era yo una mocita de veinte años. Mi amiga Amalia y yo lo vimos. ¿Te lo he contado alguna vez?

—No.

—Se estropearon los frenos de uno de aquellos cacharros que bajaba por la calle Argensola. Provocó la muerte de una persona y bastantes heridos, pero pudo ser una tragedia. Con todo y con eso, los tranvías seguían siendo románticos, formaban parte de un paisaje muy madrileño y castizo —afirmaba, sonriente.

Tenía razón. Yo misma recuerdo el último recorrido de uno de estos queridos tranvías. Eran incómodos, renqueantes y lentos, pero cuando los retiraron de circulación, y sólo entonces, se los echó de menos, como si algo muy nuestro hubiese muerto para siempre en aras de la modernidad y de los autobuses de gasolina que ya ensuciaban el ambiente de la capital con sus tubos de escape, vomitando monóxido de carbono envuelto en celofán de progreso. Años más tarde se reintentó su puesta en funcionamiento, pero la idea ya no resultó. Los raíles desaparecieron bajo capas de asfalto, la maquinaria se desguazó excepto algún coche que se salvó como pieza de museo a visitantes del futuro: a los viejos, que habían sido jóvenes y podían rememorarlos; a los jóvenes, a quienes el automóvil taponaba la visión del pasado.

Encerrados entre cuatro paredes no sólo quedaron los tranvías como esqueletos varados, sino el traqueteo de sus ejes sobre el que seres variopintos rodaban a diario, ánimas que permanecen aletargadas en su interior como fantasmas del ayer.

—Los tranvieros tuvieron que colgar sus batas azules y sus gorras de visera —suspiraba la abuela—. La imagen de romanticismo de Madrid se evaporó con ellos, Nuria.

La abuela no sólo conoció a tranvieros, sino a barberos, sacamuelas y sangradores —que frecuentemente ofrecían los tres servicios a la vez—. Pero también a charlatanes y vendedoras de periódicos de toquilla negra y mirada ausente, a organilleros que paseaban su instrumento musical a golpe de palanca, y a rosquilleros ambulantes, vendedores de miel y conserjes del Teatro Apolo.

Saltaban sus relatos de una fecha a otra, avanzaban o retrocedían en el tiempo según le venían los recuerdos, sin seguir el calendario. Tan pronto me narraba lo que sucedió después de la Guerra Civil, como lo que había vivido cuando era niña. Yo memorizaba sus batallas y las anotaba, dando por sentado la dificultad de ponerlas después en orden cronológico.

—¿Qué apuntas? —me preguntaba.

—Lo que me cuentas.

—¿Para qué?

—Alguna vez escribiré tu historia —bromeaba yo.

Ella se reía con ganas y decía:

—Anota, anota entonces. Pon ahí que en 1909, cuando yo era una chiquilla, se abrió al público la Gran Peluquería de Vallejo y el negocio fue de tal calibre que su dueño se inventó bonos para diez servicios.

—Ahora también se lleva eso de los bonos —le decía yo, porque no me parecía nada del otro mundo y ella lo contaba como si hubiera sido el descubrimiento de América.

—Ahora es más caro.

—Todo es más caro, abuela, eso que me cuentas pasó hace siglos.

—Eso es verdad, todo ha subido. ¿Sabes lo que costaban esos bonos entonces? Cuatro pesetas para las señoritas. Allí iba a cortarse el pelo lo mejor de Madrid. También iban a despiojarse, claro. O a embadurnarse de lociones que traían del extranjero. O sea, de Rusia.

Cuando llegábamos a ese punto, y salía Rusia a relucir, yo sabía que lo mejor era no sacarla de su error. Porque para mi abuela sólo existían dos puntos cardinales: Madrid y Rusia. Todo lo que estuviese alejado del centro de la capital más de cien kilómetros, aunque ella ignoraba qué distancia era ésa, ya entraba en territorio ruso.

Era muy normal que al hablarle, por ejemplo, de una pastilla para el dolor de cabeza fabricada en Francia, preguntara:

—¿Dónde está eso? ¿Más allá de Rusia?

No sé yo qué obsesión tenía mi abuela con ese país que tal vez quedó grabado en su mente a cuenta de los nacionales y los rojos, que decían que estaban inducidos por los rusos. No había forma de hacerle entender que España era Grande —además de Una y Libre, como se acuñó en el Régimen— y que existían otros muchos países además del nuestro y la Rusia comunista.

Mi abuela Emilia tampoco entendía qué era el mar. Nunca llegó a verlo.

Una tarde, estando todos reunidos alrededor de la mesa camilla bajo cuyas faldas chasqueaban las brasas provocándonos cabritillas en las piernas, mi padre, en tono de chanza, le dijo que habían secado el mar de Cádiz.

—¡Qué lástima! —fue su respuesta afectada.

A saber lo que imaginaba mi abuela que era tan vasta extensión de agua. Algo más grande que el Manzanares, su única referencia comparable, pero de ahí no pasaba.

Eso sí, de idiomas estaba al tanto. Me hacía caer en un torrente de carcajadas la simplicidad con que lo daba por sentado. Cuando de eso hablaba yo aprendía francés en el colegio.

—Mi hermano, el mayor, Domingo, estuvo en Francia, más allá de Rusia. Al regresar, me enseñó algunas palabras en francés —me sonreía jactanciosa—, a saber: cuchara,
cucharé
, cuchillo,
cuchillé
, tenedor,
tenedoré.

Y así un largo etcétera que abarcaba casi todos los utensilios de cocina. Sencillo y directo, francés a su medida.

Yo intentaba no reírme, lo juro, pero era imposible acallar la burbujeante sensación que se iba formando en mi garganta ante el acopio de mutilaciones con que asesinaba la lengua de nuestros vecinos en su ingenua necedad.

Conoció a chulos de pañuelo al cuello, camisa inmaculadamente planchada y almidonada y pantalones a cuadros, con el eterno pitillo de caldo colgando de la comisura de los labios. A pillos y a cigarreras, a traperos, a humildes modistillas que rezaban por un novio y que acudían, año tras año, a san Antonio para rogarle que les diera la fortuna de encontrar uno que fuera trabajador y buena persona.

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