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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (44 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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—No estoy hablando de cruzamientos —dije—. Viviré para siempre, y por ello no tendré hijos. —Esperaba que lo negara, pero Julda no dijo nada. Entonces se me ocurrió otra cosa—: No me has explicado lo de Zorzal —dije lentamente—. Ofelia me dijo que el Capitán era estéril.

—Ofelia no lo sabe. Nadie lo sabe. —Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo en señal de desagrado—. El hijo bastardo... Creíamos que era imposible, pero el Capitán tenía tiempo y fue persistente. No tienes por qué tener muchos espermatozoides viables cuando lo que has tenido son dos mil años de vida para ir separándolos y guardándolos. Pero dudo que ni siquiera él viva lo suficiente para tener otro hijo.

Me la quedé mirando, sin estar convencido.

—¿Y nadie lo supo? ¿Qué hay de la madre de Zorzal?
Ella
lo sabía.

—Zorzal es uno de los Imprevistos. Febe jamás lo contó, y acabó en Reducción poco después de dar a luz.

Estaba a punto de maldecir al Capitán, pero Julda negó con la cabeza.

—Fue voluntariamente. Los nacimientos están rígidamente controlados a bordo; estadísticamente, por cada uno que muere nace algo menos de un niño. Tener un niño fuera del Ritual es quitarle la oportunidad a otra persona. Febe fue a Reducción motivada por la culpa... y para dejar espacio para su hijo. En cierto sentido, se suicidó. —Y entonces fue cuando emitió su juicio, cosa que me sorprendió—: Tener un hijo con el Capitán no valió la pena. Por más de una razón.

Julda y yo estábamos llegando lentamente al terreno de una amistad cauta. En mi caso, no creía que las cosas volvieran a ser como antes entre Agachadiza y yo, pero todos nosotros éramos aliados contra el Capitán.

—¿Por qué quiere verme muerto Zorzal? —pregunté.

Hizo un ademán de ignorancia.

—Si tuviera que dar una opinión, supongo que la envidia es parte del asunto. Pero dudo que tenga motivos para envidiar tu inmortalidad.

—La heredó del Capitán —dije sin sorprenderme.

—Quizá. Si es así, complicará las cosas en el futuro.

—¿Puedes ver el futuro? —dije con diversión.

—Ése es un don que no poseo —me respondió secamente.

—Volveré a preguntarlo. ¿Cuándo volverán a dejarme sin recuerdos?

Julda se volvió hosca.

—No creo que ocurra. Pero tampoco creo que vayas a seguir siendo Gorrión durante mucho tiempo más.

Le di las gracias y retrocedí hasta la escotilla, para esperar a que los pasillos estuvieran desiertos como antes. No sabía qué ocurriría cuando volviera junto a Agachadiza. Yo no era un oso amaestrado, no podía actuar según las órdenes que se me daban y temía que siempre me sentiría inhibido ante ella.

Pero Julda tenía razón, había más elementos implicados. Si Agachadiza encontró placer en otro lado, jamás lo supe. Parecía contentarse conmigo, aunque le llevó algún tiempo tranquilizar mis preocupaciones por una supuesta inferioridad que no podía describir. Entonces se me ocurrió que yo también tenía mi propia barrera, una que ella nunca podría atravesar. Yo viviría mil años o más mientras que ella estaba condenada al plazo de una vida normal. Aletearía brevemente frente a la vela, pero habría desaparecido generaciones antes de que la llama se apagara.

Pero nunca se quejó, y por ello la amé aún más.

U
nos pocos períodos de sueño después de que hablara con Julda, Agachadiza me despertó con suavidad y murmuró:

—Estabas teniendo una pesadilla.

Yací en la hamaca, sudoroso, e intenté recomponer los fragmentos del sueño, sabiendo que en realidad no se trataba de un sueño en absoluto, más bien esquirlas de recuerdos que regresaban.

No era de la nave esta vez, ni sobre tripulantes de generaciones anteriores. Era sobre la vieja Tierra, y recordar lo que había visto en mi sueño distorsionado me anegó los ojos de lágrimas.

Había enormes ciudades saturadas con muchedumbres y había cintas de piedra sobre las que se desplazaban pequeños vehículos. Había parques y océanos, lagos, arroyos y montañas y recordé que deseé que Cuervo estuviera conmigo para que pudiera verlo en persona. Era tanto un «participante» en el sueño como un observador, aunque extrañamente, esta vez no podía recordar mi nombre. De hecho no podía recordar nada acerca de mi persona excepto...

Estaba en un rover sobre una de esas cintas de piedra, atravesando un paisaje rural tan hermoso que me hacía llorar. Era un día de finales de verano, y las colinas agostadas parecían panes horneados a los lados. Podía sentir el viento en la cara porque el vehículo carecía de techo, y había una muchacha a mi lado a la que miraba de cuando en cuando pero que no se parecía a ninguna persona de las que conocería más tarde en la
Astron
. Era muy hermosa, y muy joven.

La cinta de piedra se curvaba sobre una colina y luego se enderezaba según se acercaba a una bahía, repleta de vida con las velas de los barcos distantes, las casas flotantes amarradas a los muelles que se introducían en el agua. A Cuervo le encantaría todo esto, pensé, una vez más en mi papel de observador. Sobrepasaba con mucho a la antigua ciudad de Venecia que había programado para su compartimento.

Había una ligera banda sonora en el sueño: el gemido del viento, el ruido de otros vehículos cuando se advertían unos a otros de su paso, un murmullo lejano que provenía de las casas flotantes. Recordé que me preguntaba quién era y qué estaba haciendo allí, pero mi mente estaba en blanco.

Todo ocurrió de repente. La chica a mi lado dijo algo; me volví a mirarla y casi no vi al pequeño animal que apareció delante del vehículo. Pisé el freno, derrapamos, el rover se alzó sobre nosotros y la chica y yo salimos despedidos por los aires y caímos a la tierra a unos cuantos metros de distancia.

Me quedé allí tendido, sintiendo las costillas que se me habían roto cuando intentaba respirar, avergonzado porque me lo había hecho encima. Me dolía la cara; levanté la mano para tocármela y pude sentir que tenía la nariz rota. Mis manos estaban ensangrentadas cuando las aparté. Me retorcí ligeramente para poder ver a la muchacha, y luego aparté la vista, lamentando no haber muerto tan rápidamente como ella.

Es otra realidad artificial, pensé en mi sueño, pero entonces me percaté con horror de que no lo era, que había ocurrido de verdad, en un tiempo y un espacio reales. Pasó media hora antes de que oyera el aullido de las sirenas y otras doce antes de que despertara de los sedantes y el doctor me preguntara quién era yo.

No podía recordarlo y entonces me dijo que yo era un muchacho de diecisiete años y estudiante de instituto cuyo nombre no me decía nada y que era...

Pero entonces el sueño se fragmentó y estaba en mi hamaca a bordo de la
Astron
, abrazado a Agachadiza mientras ella me acariciaba la cabeza y mis latidos volvían a la normalidad lentamente.

No recordaba nada más, pero supe que la primera vez que había perdido la memoria había ocurrido de forma natural, nadie me lo había provocado.

Y también supe que meses después, en mi vida en el «sueño», recuperaría todos mis recuerdos y viviría mi vida como antes del accidente.

25

L
os amotinados volvieron a reunirse unos pocos períodos después en la cueva que daba al bosque. Esta vez me sentí como uno de ellos, como un conspirador contra el Capitán, como un hombre al que le habían puesto un precio a su cabeza. Había empezado a soñar con la antigua Tierra y me preguntaba cuántos compartían el mismo sueño y qué podría decirles para persuadirlos si no lo hacían. Cuervo, Gavia, Ofelia, Agachadiza y yo estábamos juntos en el motín y sentí una calidez y una unión con ellos que jamás había sentido antes. Los amaba a todos y hubiera dado mi vida por cualquiera de ellos.

Todavía tenía que aprender que, en sus niveles más altos, las revoluciones y motines inspiraban nobles sentimientos, mientras que en los más bajos, actuaban como simples afrodisíacos.

Pero lo descubriría en las semanas venideras. Lo que descubrí en mi segunda reunión fue que en vez de haber perdido mi propósito en la vida, había encontrado uno que era inmediato y tangible: arrebatarle la nave al Capitán y regresar al planeta del que procedíamos.

Lo único que no sabía era cómo se suponía que iba a ocurrir. Para mi asombro, los demás tampoco parecían saberlo.

—He estado hablando con Somormujo —dije—. Y con Ibis.

—Ya he hablado yo con Ibis —me interrumpió Gavia dándose importancia—. Es una de nosotros.

Ofelia y Cuervo se nos quedaron mirando y me callé, sintiendo cómo me abandonaba el entusiasmo. Gavia y yo habíamos sonado muy inmaduros, y chapuceros, y recordé antes de que me lo dijeran que esto no era un juego, que era mortalmente serio y que podía costar vida, que de hecho
había costado
vidas.

Ofelia asintió hacia Gavia.

—Probablemente puedo confiar en ti respecto a Ibis. —Y luego hacia mí—: ¿Qué le contaste a Somormujo? —El tono era engañosamente informal.

—No mucho... la verdad —dije, escarmentado.

—¿Qué es lo que... sentiste... en él que te animó a abordarlo, para empezar?

Pero, por supuesto, no había «sentido» nada en él. Simplemente me había parecido alguien que podía estar interesado, así que lo había tanteado para el grupo.

—No se trata sólo de tu vida, Gorrión —dijo Cuervo quedamente—. También están en juego las nuestras.

—Necesitáis a tantos tripulantes de vuestro lado como podáis conseguir —dije, enfadado—. Eso significa que habrá que arriesgarse. —Y luego—: Queríais que me uniera a vosotros; ¿y qué esperabais que hiciera? ¿Que me sentara en un rincón e intentara recordar algo que pasó hace dos mil años?

—Lo que queremos es que te haga amigo del Capitán —dijo Ofelia cuidadosamente.

Me quedé perplejo. Ya había tenido relacones amistosas con el Capitán en el pasado, tanto como era posible para alguien de la tripulación aparte de Abel y otros informadores, y los amotinados habían hecho todo lo posible para destruir esa amistad.

Agachadiza me tocó la mano.

—Pero entonces no sabías lo que había en juego.

—Me estás leyendo —volví a acusarla otra vez más.

—Necesitamos a alguien que esté cerca del Capitán —interpuso Cuervo.

Acercarse al Capitán sería entrar en el cubil del león. Lo había evitado tanto como me había sido posible durante las últimas semanas, temeroso de que pudiera saber por mis palabras o simplemente mirándome que me había unido a la revuelta contra él.

Debí palidecer, porque todos ellos intentaron confortarme. Ofelia esperó a que se hubieran callado y entonces presentó sus propios argumentos.

—El Capitán sabe que has sido contactado con anterioridad por nosotros... y que nos rechazaste. Y le caes bien, está interesado en ti.

—Por supuesto que le intereso. Es él quien toma la decisión de destruir mi memoria cuando llega la hora.

—Puedes retrasarlo —dijo Agachadiza—. Conoces las señales que busca.

Me estremecí.

—Me conoce, me ha conocido durante miles de años más de lo que ha conocido a ninguno de vosotros. Puede leerme con más facilidad que vosotros.

Ofelia frunció el ceño, decepcionada porque no fuera más entusiasta. Pero estaba acostumbrada a Hamlet, y fuera quien fuera en esta vida, desde luego no era Hamlet.

—Tú lo conoces igual de bien.

—No recuerdo nada de una personalidad a otra —objeté—. Cuando lo conocí como «Gorrión» por primera vez, en realidad era la primera vez que lo veía.

—¿Estás seguro de que no recuerdas nada de él?

Empecé a contestar, pero las palabras se me atascaron en la boca. A decir verdad, el Capitán nunca me había parecido un completo desconocido.

—Será peligroso —dije la obviedad como un idiota.

Me quedé sentado allí en medio del sudoroso silencio, sopesando todas las alternativas hasta que habló Agachadiza.

—Eres la opción lógica, Gorrión. Si lo evitas, sospechará que pasa algo. Y entonces será aún más peligroso para ti.

—¿Qué queréis que haga? —murmuré.

—Sólo escucha lo que tenga que decirte —dije Ofelia pensativamente.

—No me atrevería a preguntarle nada comprometido.

—Y nadie te lo ha pedido. Pero te dirá más de lo que cree que te está diciendo.

Cierto, pensé. Y lo mismo pasaría conmigo.

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