La noche de Tlatelolco (35 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

BOOK: La noche de Tlatelolco
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Nos echó un discurso larguísimo; que estábamos pendejos si creíamos que íbamos a tumbar al gobierno porque ellos también tenían ametralladoras. Alegaba: «¿Nosotros qué les hacemos? ¿Por qué nos ofenden? Nos gritan: ¡Asesinos!… A nosotros nos paga el gobierno; tenemos que defenderlo. Por lo que hubo en la Universidad, nos quitaron un día de sueldo». También dijo que si había un mal gobierno, hasta ellos serían los primeros en entrarle a un movimiento así. Decía todo esto mientras la pánel iba caminando, pero nosotros no sabíamos a dónde nos llevaban. Se estacionaron como tres minutos y fue cuando notamos que estaba todo oscuro y que se veían puros árboles. Creí que nos iban a ordenar que nos bajáramos, pero nelazo; se subieron otros dos granaderos, arrancó la pánel y entre ellos comenzaron a platicar. Nosotros estábamos amontonados, bien golpeados todos, siempre con las manos en la nuca, y así llegamos al Campo Militar número 1, que está junto al Toreo de Cuatro Caminos. No queríamos descender; estábamos todos ciscados; nos bajaron a empujones y una vez en el Campo, un teniente coronel nos dijo:

—Por favor, señores, bajen las manos, aquí están entre caballeros…

• Ignacio Galván, de la Academia de San Carlos.

Hago un llamado a los padres de familia para que controlen a sus hijos, con el fin de evitamos la pena de lamentar muertes de ambas partes; creo que los padres van a entender el llamado que les hacemos.

• General Marcelino García Barragán, Secretario de la Defensa Nacional. Jesús M. Lozano, reportero, «La Libertad Seguirá Imperando, El Srio. de la Defensa hace un Análisis de la Situación»,
Excélsior
, 3 de octubre de 1968.

Nos hicieron pasar a todos en grupo —creo que éramos más de quinientos en ese recodo delante de la iglesia de Santiago Tlatelolco— y nos ordenaron poner nuestras manos tras de la nuca y caminar hasta el frente de la iglesia. En ese momento un coronel nos pidió que nosotras las mujeres tiráramos nuestros paraguas si es que los teníamos y que los hombres se quitaran sus cinturones. Todos aventamos estas prendas y nos dejaron ahí parados mucho tiempo. Al cabo de una hora la gente comenzó a cansarse y algunos se sentaron en el suelo sin pedir autorización. Gracias a Dios estaban entre nosotros dos vendedores ambulantes de cacahuates, también detenidos, y nos acabamos su mercancía porque ya teníamos hambre. Eran las nueve de la noche y había llovido mucho.

La gente se puso a platicar entre sí, a preguntarse por qué; hablaban de la represión y de sus problemas y cuando se dieron cuenta de que yo era extranjera me dijeron: «A usted seguramente la van a dejar salir, pero a nosotros nos van a detener». Y todos comenzaron a darme su número de teléfono y me indicaron que sólo dijera, al descolgar la bocina: «Pablito está bien… Paco está bien, Marisa está bien, Juan está bien, Rosa está bien, Eduardo está bien». Nos dimos muy bien cuenta que había muchos muertos y gran cantidad de heridos porque se tardaron mucho en recogerlos. Más tarde, a las tres de la mañana, oí a un médico militar decir que había más de setenta muertos hasta ese momento y añadió: «… Y sin duda hay más».

• Claude Kiejman, corresponsal de
Le Monde
.

¡Y a mí no me desaparecen el cadáver de mi hijo, como se lo han hecho a otros! ¡A mí no me lo hacen! Aunque esté muerto, aunque este entre los muertos, ¡yo lo quiero ver!

• Elvira B. de Concheiro, madre de familia.

Cerca de las dos horas de hoy, los familiares de dos muertos del edificio Chihuahua se negaban a entregar los cuerpos a las ambulancias que los solicitaban.

• Raúl Torres Duque, Mario Munguía, Ángel Madrid, Luis Mayen, José R. Molina, Silviano Martínez C. y Mario Cedeño R., «sangriento Tiroteo en la Plaza de las Tres Culturas»,
Ovaciones
, 3 de octubre de 1968.

Estábamos bloqueados en la Iglesia de Santiago en el costado oriente, el
Cuec
: Leobardo López Arreche —me da mucho coraje su muerte— y yo. Ahí nos quedamos hasta las cinco de la mañana en que nos llevaron a Santa Marta Acatitla al dormitorio 4… A las seis de la tarde del 3 de octubre pasaron unos agentes a reconocer a los detenidos y a las ocho ya estábamos en el Campo Militar número 1. Allí estuvimos incomunicados trece días. A mí me aislaron totalmente, lo cual agradecí mucho, porque me pone nervioso platicar. Es mejor estar solo, piensas. A otros, la soledad les afecta. Yo nunca he estado solo tanto tiempo como para que me afecte… Trece días después del Campo Militar número 1, entré a la crujía H, en Lecumberri.

• Raúl Álvarez Garín, del
CNH
.

Supe que el director de Santa Marta Acatitla dijo que ya no le mandaran más presos, que ya no le cabían, que en dónde los iba a meter… Aquí vinieron setecientos estudiantes; ya no hallaban ni dónde ponerlos. Cuatro o cinco días antes del 2 de octubre desocuparon el dormitorio 4, lo cual demuestra que la represión en la Plaza de las Sepulturas estaba planeada con toda alevosía y ventaja… ¡Y a pesar de eso, ya no tenían cupo para tanto muchacho!

• Demetrio Vallejo, cárcel de Santa Marta Acatitla.

Se llevaron los muertos quién sabe a dónde.

Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.

• José Carlos Becerra, «El espejo de piedra».

Nunca antes lo había visto llorar y me impresionó su rostro de pronto envejecido, los ojos rojos como la sangre —la sangre se le había subido a los ojos —, las bolsas bajo los ojos, las ojeras moradas en este amanecer que olía a pólvora… Yo creo que lloró toda la noche sin que yo me percatara bien a bien de ello, o sin que lo quisiera aceptar… Bien que oí sus sollozos atragantados, pero por pudor, por vergüenza se los achaqué a otro. Eran las cinco de la mañana; miré los espejos de agua; ahora los soldados parecían rehuirnos, pasaban delante de nosotros haciendo como que no nos veían. La mañana se veía limpia, clara, como lo son en octubre. Lo miré de nuevo. Le escurrían gruesos goterones por sus arrugas ya muy marcadas. «Cálmate, papá, no llores. Cálmate».

• Elba Suárez Solana, estudiante de Ciencias Políticas.

No, no voy a dar ninguna entrevista, ninguna, no después de lo que me pasó; me han disparado, me han robado mi reloj, me dejaron desangrarme ahí en el suelo del Chihuahua, me negaron el derecho a llamar a mi embajada… Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olímpicos; es lo menos que pueden hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país, el mundo entero. ¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (también en Vietnam señalan los sitios que se van a bombardear con luces de bengala) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué sé yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape. Al contrario. Yo estaba tirada boca abajo en el suelo y cuando quise cubrir mi cabeza con mi bolsa para protegerme de las esquirlas un policía apuntó el cañón de su pistola a unos centímetros de mi cabeza: «No se mueva». Yo veía las balas incrustarse en el piso de la terraza a mí alrededor. También vi cómo la policía arrastraba de los cabellos a estudiantes y a jóvenes y los arrestaban. Vi a muchos heridos, mucha sangre, hasta que me hirieron a mí y permanecí tirada en un charco de mi propia sangre durante cuarenta y cinco minutos. Un estudiante junto a mí repetía: «Valor Oriana, valor». La policía jamás atendió a mi petición: «Avísenle a mi embajada, avísenle a mi embajada». Todos se negaron hasta que una mujer me dijo: «Yo voy a hacerlo».

He llamado a mi hermana que sale hoy en avión, he llamado a Londres, a París, a Nueva York, a Roma. Hoy en la mañana cuando me llevaron a rayos X unos periodistas me preguntaron que hacía en Tlatelolco: ¿Qué hacía, Dios mío? Mi trabajo. Soy una periodista profesional. Tuve contacto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga porque el Movimiento es lo más interesante que sucede ahora en su país. Los estudiantes me hablaron el viernes a mi hotel y me dijeron que habría un gran mitin en la Plaza de las Tres Culturas el miércoles 2 de octubre a las cinco de la tarde. Como no conocía la Plaza y sé que es un centro arqueológico pensé combinar las dos cosas. Por eso fui. Desde que llegué a México me llamó la atención la lucha de los estudiantes contra la represión policiaca. Me asombran, también las noticias en sus periódicos. ¡Qué malos son sus periódicos, qué timoratos, qué poca capacidad de indignación! ¡Qué Olimpiadas ni qué nada! Apenas me den de alta en este hospital, me largo.

• Oriana Fallaci, corresponsal de
L’Europe
o, en su cuarto del Hospital Francés.

Minutos después de iniciado el encuentro los teletipos comenzaron a enviar a todo el mundo cables sobre los sucesos —visiblemente abultados— causándose un daño irreparable e incalculable para el país.

• «26 Muertos y 71 Heridos, Francotiradores Dispararon Contra el Ejército; el General Toledo, Lesionado»,
El Heraldo de México
, 3 de octubre de 1968.

Pasó una hora más. Las luces de los edificios se habían apagado y ya no se veía un alma en las ventanas. Sí, había una mujer que extrañamente limpiaba sus vidrios en el cuarto piso. Más tarde supe que muchos departamentos estaban llenos de refugiados tendidos en el piso en la oscuridad. Ante nosotros, en la explanada, pasaban más prisioneros, sobre todo jóvenes, las manos detrás de la nuca, empujados por soldados que les daban de culatazos en los riñones. Algunos muchachos estaban totalmente desvestidos y los retuvieron desnudos sobre las terrazas que forman los techos de los edificios. La Plaza de las Tres Culturas estaba cubierta de heridos y muertos, de los cuales varios eran niños. Ya casi no tenía miedo. Sólo pensaba que sería absurdo morir así. Éramos tantos los que nos decíamos esto en el mismo instante.

• Claude Kíejman, corresponsal de
Le Monde
.

Los desnudaron contra las paredes, muchachos y muchachas, y desnudos los metieron a las «julias» y a las camionetas pánel para llevarlos al Campo Militar número 1.

• Rodrigo Narváez López, de la Facultad de Arquitectura de la
UNAM
.

Yo hubiera querido matar al tipo, por lo menos cercenarle los dedos que apoyaba sobre el gatillo de la ametralladora. El tracatracatraca de la ametralladora se me metió en la cabeza. Durante días caminé por las calles y sólo oía el tracatracatraca de la ametralladora.

• Jaime Macedo Rivera, estudiante de Odontología de la
UNAM
.

Detrás de la iglesia de Santiago Tlatelolco

treinta años de paz más otros

treinta años de paz,

más todo el acero y el cemento empleado para las

fiestas del fantasmagórico país,

más todos los discursos

salieron por boca de las ametralladoras.

• José Carlos Becerra.

Nos quedamos así sentados a esperar, y a las diez de la noche volvieron los tiros sin que se supiera muy bien desde dónde tiraban. Tuve la impresión que disparaban detrás de la iglesia y en otros edificios más lejanos, no sé si en el 20 de Noviembre o en el 16 de Septiembre, y allí estábamos nosotros todos a descubierto. Hubo entonces otro momento de pánico porque las balas podían pegarnos mucho más fácilmente frente a la iglesia que en el recodo anterior. Las mujeres se aterrorizaron y comenzaron a llamar a gritos, a pedir que les abrieran la puerta de la Iglesia para poder refugiarse en el interior: «Ábranos la puerta de la iglesia, nos van a matar, nos van a herir… Ábranos… Nosotros también somos mexicanos». La puerta no se abrió jamás. Yo también tuve mucho miedo porque pensé que, puesto que el ejército le estaba disparando a la gente, no había razón alguna para que no nos tirara a nosotros. Se ha hablado mucho de francotiradores. Quizá los hubo, pero no vi a nadie disparar desde las ventanas ni vi grupos que pudieran hacer creer que había un núcleo guerrillero en Tlatelolco. Pero como tiraban en todos sentidos, en todas direcciones, podíamos muy bien resultar heridos. Vi muchachos con guante blanco que circulaban libremente delante de la policía y del ejército, y por eso mismo me fijé en ellos.

Había miles de personas: ocho mil o diez mil, no sé; resulta difícil dar un número pero no vi a nadie tratar de deshacerse de su pistola, si es que la tenía. Quizá en los edificios hubo gente que cuando se vio atacada tomó su fusil o su pistola, eso sí es posible, ¿no hacemos lo mismo ante un ladrón o ante una agresión?, pero no había realmente gente armada en el interior de los edificios de Tlatelolco. El hecho de que tantos soldados murieran se explica por el movimiento mismo que los militares llevaron a cabo; una maniobra envolvente que hizo que todos se dispararan entre sí.

Este segundo tiroteo duró hasta las once de la noche más o menos, y nos quedamos frente a la fachada de la iglesia casi hasta las tres de la mañana. A esa hora nos ordenaron poner de nuevo las manos sobre la nuca y nos condujeron al interior del antiguo convento al lado de la iglesia. Allí nos amontonaron como animales y la gente seguía diciendo que los iban a detener de todas todas pero que yo como extranjera podría salir. Le dije a un médico militar que entró a vernos:

—Yo estoy aquí por azar. Venía a
La Linterna Mágica
, al teatro de los Ferrocarrileros, que está a la vuelta. Allí tenía yo cita con un familiar. ¿No tendría usted la amabilidad de avisar a mi casa para que no se preocupen?

Le dije también que era periodista y que pensaba que no estarían muy contentos de que yo lo hubiera presenciado todo. También le pedí que hablara a la Embajada de Francia y me contestó que no era necesario avisar a mi embajada y que él hablaría a mi pariente —cosa que hizo, debo aclararlo—, porque también creo que gracias a su intervención salí de Tlatelolco a las siete de la mañana.

Al salir, pasamos por el otro lado de la iglesia y allí me di cuenta que aún quedaba mucha, pero mucha gente. Pensaba que nosotros éramos todos los detenidos; pero cerca de un estanque o espejo de agua vi que había aún más gente detenida. El médico militar me guiaba. Aún a esa hora se oían tiros de tiempo en tiempo, un poco por todas partes. La avenida Nonoalco estaba llena de tanques, pero en las otras calles la circulación parecía totalmente normal y como la Plaza de las Tres Culturas y sus alrededores estaban sumidos en la oscuridad, seguro que la gente que pasaba no podía sospechar que cinco mil, diez mil personas aguardaban encajonadas. Un amigo mío vino a la Secretaría de Relaciones Exteriores a buscar a alguien que había ido al mitin. Le dijeron que ya no había nadie, que todos se habían regresado a sus casas y no se dio cuenta en lo absoluto de lo que estaba pasando.

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