Read La noche de los tiempos Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (19 page)

BOOK: La noche de los tiempos
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero era su madre quien había hecho posible el viaje; quien la había alentado, quien la había asistido cuando más perdida se encontraba; quien la había estado observando con ansiosa expectación a lo largo de los años en los que la vio extraviada, en peligro de acabar viéndose tan sepultada para siempre como lo estaba ella, queriendo advertirle y no sabiendo cómo hacerlo, consciente de que su hija no aceptaría una interferencia, aunque también ella supiera que se estaba equivocando. De qué le servía la clarividencia sobre el carácter y las fragilidades de su hija si ella, su madre, era impotente para prevenir el desastre. Qué fácilmente se ataba quien era muy joven, quien no hubiera tenido ninguna obligación, quien no sabía la magnitud del tesoro que estaba malbaratando sin más motivo que su empecinamiento, ni siquiera por una pasión que lo cegara. En 1930, en vez de terminar su doctorado, Judith Biely se casó con un compañero de curso y empezó a trabajar diez horas en una oficina editorial de novelas policíacas baratas. A principios de 1934 llamó a su madre por teléfono y le dijo que se había divorciado; que tal vez aceptaría un empleo para cuidar niños o dar clases de inglés en París, y que desde allí viajaría a España, adonde había querido ir desde que era una niña fantasiosa lectora de Washington Irving. Quería revivir su español, bien aprendido en la escuela y luego en la universidad, tal vez reanudar el proyecto de una tesis doctoral sobre literatura española. Se habían visto muy poco en los últimos años: su padre, su madre y sus hermanos, que tendían a discutir furiosamente por todo, se habían puesto de acuerdo, aunque por diversos motivos, en considerar que su matrimonio era un error y su marido un indeseable, y Judith había roto braviamente con todos ellos. Ella y su madre se citaron en una cafetería grande y ruidosa de la Segunda Avenida, decorada con carteles y fotografías de actores de teatro en yiddish. Su madre venía con una cartera negra de piel bien aferrada en el interior del abrigo: una cartera elegante, gastada, traída de Rusia igual que las partituras del piano. Había estado trabajando mucho como modista en los últimos años: había ahorrado dinero y elegido un piano. Pero al mirarlo en la tienda y extender las manos sobre las teclas se había dado cuenta de que ya era tarde: sus dedos que habían sido fuertes y flexibles ahora eran más torpes de lo que ella imaginaba y tenían las articulaciones hinchadas por la artrosis. La música de sus partituras se había acostumbrado a escucharla sólo en su cabeza, igual que escuchaba en ella la dulce fonética rusa de las novelas que leía en silencio, sentada en la cocina, con sus gafas que ya tenía que llevar siempre. Apartó las tazas de café y el plato con la tarta a un lado de la mesa y puso sobre ella la cartera, abultada y mullida por el fajo de billetes perfectamente ordenados que constituían sus ahorros personales de los últimos treinta años. «Para tu viaje», dijo, empujando la cartera hacia Judith, que no se atrevía a tocarla, «para que no vuelvas hasta que no te lo hayas gastado todo».
Down to the very last cent,
dijo, repitió luego Judith delante de Ignacio Abel, sintiendo sólo entonces, tanto tiempo después, el alivio de una restitución, la certeza de haber aprendido a corresponder a la ternura de su madre sin deslealtad hacia el padre que nunca habría hecho nada parecido por ella.

La veo más claramente ahora, no de espaldas y volviéndose un instante ni un perfil recortado en negro: veo su cara luminosa de expectación en la fotografía tomada en una cabina automática de una calle de París, la cara y la mirada de quien espera algo intensamente, no porque no sepa ver las sombras sino porque ha tenido el coraje de sobreponerse al infortunio y una salud de espíritu resistente por igual al engaño y a la desolación. Pero quizás esa cara ya pertenece al pasado o sólo sigue existiendo en el espejismo químico de la fotografía: es la de una desconocida a la que Ignacio Abel aún no ha visto y bien podría no ver nunca; es la de alguien que tal vez ya no se le parece y ha ingresado en otra vida, que ahora mismo habla y mira y respira en un lugar hostil donde él nunca va a encontrarla; donde ella se dedica poco a poco a borrarlo de su existencia, ya sin esfuerzo, como borra las cosas que estaban escritas en la pizarra cuando entra en un aula para dar una clase, polvo blanco de tiza cayendo al suelo y manchándole los dedos, un rastro físico mucho más tangible que la presencia desvanecida del amante a quien abandonó a mediados de julio, en otra ciudad de otro país, en otro continente, si es que ha regresado a América, en otra época.

8

No hace nada, sólo espera, dejándose llevar. Espera y teme, pero sobre todo se abandona al ímpetu del tren, la inercia de ser llevado y no decidir, recostado contra la tapicería muy rozada del asiento, la cara vuelta hacia la ventanilla, el sombrero en el regazo, el cuerpo entero registrando los golpes rítmicos de las ruedas sobre los raíles, la brusquedad de una curva, las manos sobre las rodillas. Así pasó seis días en el buque que cruzaba el Atlántico, absuelto de toda obligación y de toda incertidumbre por primera vez en no recuerda cuánto tiempo, desde que vio con alivio cómo se perdía la costa de Francia y antes de que empezara la inquietud de la llegada a América, seis días enteros sin enseñar documentos ni responder a interrogatorios, sin el tormento de decidir nada, el pasado y el porvenir tan despejados y vacíos como el horizonte del mar, y él echado en una hamaca de cubierta sintiendo todo el cansancio almacenado en el cuerpo, un cansancio mucho más hondo de lo que había imaginado, en el peso de los párpados sobre los globos oculares, en el de los brazos y las manos, en el de los pies hinchados después de noches enteras en trenes sin poder quitarse los zapatos, el cuerpo entero como puro agotamiento, materia inerte que reclama su propia inmovilidad, después de haber trajinado tanto de un sitio para otro.

Piensa en un convaleciente que abre los ojos emergiendo del desvanecimiento o de la anestesia y vuelve la cabeza apoyada en la almohada hacia la ventana de la habitación del hospital; la imagen se precisa y es Adela; en la ventana hay un paisaje de pinares y encinares oscuros, moteado por las grandes flores blancas de la jara; la ventana está entreabierta, por ella entra una brisa suave con olor a jara y a resina, que mueve tenuemente un mechón sobre su cara muy pálida, en el que hay muchas hebras grises que él no había advertido hasta ahora. No sabe si es que acaban de salirle o si ha descuidado teñirse el pelo en los últimos tiempos o si las canas se le han desteñido por culpa de la inmersión en el agua en la que ha estado a punto de ahogarse. La mira y no sabe nada de ella. Es su mujer y ha vivido casi día por día con ella los últimos dieciséis años y es tan desconocida o anónima como la habitación del sanatorio o la cama de barrotes blancos en la que yace. Más allá, en dirección a Madrid, que se perfila apenas en la lejanía, el aire tiene una luz de cal, vibrante en una neblina de bochorno. Al entrar Ignacio Abel ha cerrado la puerta de la habitación y ha dado unos pasos hacia la cama pero se ha quedado de pie, el sombrero en una mano, en la otra el pequeño ramo de flores que no se decide a darle, quizás porque no sabe cómo hacerlo: cómo se le dan unas flores a una mujer que no ha hecho ningún movimiento al verlo entrar, sólo mirarlo un momento y luego volver los ojos de nuevo hacia la ventana, con los dos brazos a lo largo del cuerpo, encima de la colcha, las manos que no han hecho ademán de coger las flores.
Te quedaste junto a la puerta como si estuvieras en una visita de cumplido o en un velatorio y ni siquiera fuiste para venir hacia mí y abrazarme y decirme que te alegrabas de que no me hubiera pasado nada porque quién sabe si no habrías preferido que no me hubieran salvado y librarte así tú del estorbo.
Apoyado contra la ventanilla, notando contra su frente la vibración del cristal, no sabe si lo que recuerda es la voz de Adela ese día de junio o algo de lo que ha leído varias veces en la carta que lleva en el bolsillo y que debería haber roto; o si proyecta ahora sobre la imagen silenciosa de ella las palabras escritas imaginadas en su voz, las que ese día Adela hubiera querido decirle y no le dijo o las que murmuró en el duermevela de la fiebre y luego, inextinguidas, sin apaciguamiento ni consuelo, puso por escrito mucho más tarde, cuando ya el principio de la guerra los había separado como una gran falla geológica, él en Madrid y ella en la casa de la Sierra con los niños y con sus padres, regresada al capullo familiar en cuyo interior se sentía tan protegida y del que tal vez no hubiera debido salir nunca, aunque entonces no habría tenido esos dos hijos que la habían tratado con tanta dulzura cuando volvió a casa después de una semana entera en el hospital, sin hacer preguntas sobre lo que todo el mundo en la familia llamaba el accidente, llenándola de remordimiento por lo que había intentado hacer y casi logrado.
De eso sí que me arrepiento de no haber pensado en ellos y sólo en ti y en mi deseo de hacerte daño pero a quien le habría hecho daño de verdad había sido a ellos no a ti que te habrías ahorrado la molestia de seguir viéndome y habrías visto despejado el camino; pero no es que quisiera hacerte daño, tonta de m í , l o que me pasaba era que estaba loca de amor y no podía vivir si tú me dejabas.
No es la voz de verdad, son las palabras escritas, en una especie de largo y laborioso arrebato, quizás en una noche de insomnio, a la luz de una lámpara de petróleo, en la casa de la Sierra donde el suministro eléctrico se cortaba a las once de la noche, quién sabe si oyendo como el fragor amortiguado de una tormenta el cañoneo del frente, que no debe de estar muy lejos. Los niños dormidos, don Francisco de Asís y doña Cecilia roncando en su cuarto, el pueblo con todas las luces apagadas, quizás algún candil de aceite en el ventanuco de un pajar, la estación en sombras, sin trenes que vengan o vayan a Madrid desde hace más de un mes: justo desde el día de julio en que Ignacio Abel se marchó, como cualquier domingo de verano por la tarde, como tantos hombres que dejan a la familia en la Sierra y vuelven a trabajar a la ciudad, con su traje claro, con la cartera en la mano, diciendo adiós con el sombrero desde el otro lado de la verja, apresurándose porque había escuchado el silbato del tren acercándose y tenía miedo de perderlo.
Pensarías que no te notaba la impaciencia cuando querías irte y no te atrevías a decirlo porque les habías prometido a los chicos que te quedarías hasta el lunes por la mañana temprano pero yo sabía que no ibas a aguantar qué sería lo que tan fuerte te llamaba que lo único que te importaba ese día no eran las noticias de Marruecos y de Sevilla y del peligro que había en Madrid con tantos tiroteos y crímenes horribles sino tan sólo que ese tren no se fuera sin ti para encontrarte con ella que te estaba esperando.
Escribía tan rápido que no reparaba ni en la puntuación, y su letra de alumna de colegio de monjas perdía la regularidad y la línea recta y ocupaba todo el espacio del papel, tachando descuidadamente, dejando manchas de tinta y raspaduras en los lugares donde la punta casi seca de la pluma se había atascado, como una boca que se queda sin saliva, poseída por el impulso de decir lo que no había dicho nunca, de romper impúdicamente su apocamiento y su decoro,
será que ella te hace cosas que a mí me habría dado asco hacerte y que parece que es lo que quieren todos los hombres y por eso van a esas casas inmundas.
Era lo que estaría pensando cuando él entró en la habitación del sanatorio y la vio vuelta hacia la ventana, indiferente a su presencia, dejándose llevar por un agotamiento que era sobre todo abandono, pura inercia física, obediencia al peso del cuerpo y a su inmovilidad después de la asfixia y del agua turbia entrando por la nariz y la boca e inundando los pulmones y el pataleo contra el cieno y las algas del fondo: un agua inmóvil en la que se había reflejado su cuerpo entero recortado contra el cielo antes de que ella saltara, o más bien diera un paso y se dejara caer como un saco de barro, aliviada por fin de la carga torpe y sudorosa de sí misma, .convertida ella entera en su lastre de plomo.

No como esta corriente junto a la que avanza el tren, que arrastra en sentido contrario, en dirección al mar, grandes barcazas cargadas de minerales o de montañas de chatarra o basura y livianos veleros suspendidos sobre el agua, oscilando como barcos de papel, las velas blancas agitadas por la brisa con ondulaciones semejantes a las de la superficie, en la que también flota, medio sumergido como el lomo de un caimán, un tronco enorme tal vez desgajado de la orilla, con gaviotas aleteando sobre su cabellera de raíces. Si alguien se arroja aquí al agua no podría ser rescatado. Pero ahora él querría solamente mirar: no tener recuerdos ni deseos ni remordimientos (deseos de lo que ya no le será concedido; remordimientos de lo que ya no puede remediar), no calcular el tiempo que todavía le queda de viaje, no sufrir la inquietud de pasarse de estación o de no estar preparado con tiempo cuando el tren llegue a ella, porque le ha dicho el revisor que la parada es muy corta y que mejor será que se vaya acercando con antelación a la puerta de salida. Pero no lleva tantos minutos de viaje: mira el reloj con la misma frecuencia con que otros hombres ansiosos chupan o encienden cigarrillos; lo mira y hace tan poco que lo miró por última vez que le parece que se le ha parado y se lo lleva al oído con un gesto de alarma. Una curva pronunciada en las vías del tren le permite ahora ver por delante de él toda la anchura del río y las dos orillas al mismo tiempo, y sobre ellas, tan ligero como un dibujo o un espejismo, el puente más bello que ha visto nunca, sus pilares y arcos y las armazones metálicas de las dos torres brillando al sol como una ingrávida estructura de láminas de acero, los cables resaltando contra el azul o casi desapareciendo en la cegadora claridad igual que los hilos de seda de una telaraña que vibraran con el viento. Con recobrado asombro juvenil reconoce el puente George Washington, más admirable en la realidad que en las fotografías y en los planos, con el resplandor que debió de tener una catedral gótica recién terminada, blanca todavía, como en las evocaciones de Le Corbusier; pero más bello que cualquier catedral, delicado en su escala formidable, en la limpieza de su forma, tan pura como un axioma matemático, tan necesaria como la de aquellos objetos maravillosos y diarios que dejaba sobre la mesa del aula el profesor Rossman, que ya no conocerá nunca la emoción de distinguirlo a lo lejos. Pega la cara al cristal de la ventanilla para verlo mejor según el tren se acerca. A su hijo Miguel le compró para su santo hace dos años un mecano del puente George Washington, y el niño estaba tan excitado, tan abrumado por el regalo, que no acertaba a montarlo, y se le derrumbaron todas las piezas cuando ya parecía empezar a lograrlo, y rompió a llorar. El arco invertido de los cables atraviesa de una orilla a otra con la exacta delicadeza de una curva de compás trazada en tinta azul sobre la cartulina blanca. No hay revestimientos de piedra para esconder o ennoblecer la estructura: la luz traspasa las torres como las filigranas geométricas de una celosía. Las torres desnudas, puros prismas de acero, su verticalidad tan firme como la horizontal ligeramente combada que se extiende sin más soporte que ellas entre las dos orillas, los cables como arcos y como dobles cuerdas de arpas, vibrando con el viento. Pureza matemática: dos líneas verticales atravesadas por una horizontal, un arco inverso de aproximadamente treinta grados que tiene sus extremos en los puntos de intersección de la horizontal y las verticales. Poco a poco, al acercarse el tren, la ligereza se convierte en peso, en la gravitación tremenda de las vigas de acero sobre los pilares ciclópeos que las sostienen, hundidos en la roca viva por debajo del cauce del río y del cieno, sus bloques graníticos golpeados por las olas que levanta un carguero al pasar bajo el puente, adelantado en seguida por el tren. Tal vez se equivocó de trabajo; en el oficio de arquitecto caben frivolidades y caprichos que el arte ascético de la ingeniería no admite («ustedes, los arquitectos, ¿no son más bien decoradores?», le decía sin bromear del todo el ingeniero Torroja): no puede existir un edificio que fuera más hermoso que un puente, una forma más pura y al mismo tiempo más artificial, superpuesta a la desmesura de la naturaleza como una hoja de papel transparente en la que se ha trazado un boceto. Durante unos segundos puede apreciar muy de cerca desde la ventanilla la superficie labrada de los grandes sillares, tan magníficos como los de un palacio de Florencia o de Roma, o como bloques de roca primitiva, el tamaño de los pernos ajustados a lo largo de las vigas; casi tiene la sensación de tocar las asperezas y las grietas de la capa de pintura mordida por la intemperie, su textura tan rica como la de la corteza de un gran árbol; dobla la cabeza para intentar abarcar la altura de los pilares y siente el mareo de su gravitación. La escala del puente se mide con la del río ancho y poderoso como un mar: con la de los acantilados, con la de los bosques en los que ahora, según la ciudad va quedándose atrás, se interna el tren más velozmente. Les enviará a sus hijos una postal en color, como las que ya les ha mandado del puente de Brooklyn y de los transatlánticos alineados a lo largo de los muelles, delante del telón de los rascacielos, del edificio Chrysler; como la del Empire State Building que se olvidó de echar aunque ya le había pegado el sello: marcará un punto al pie de uno de los pilares del puente George Washington para darles una idea del tamaño de una figura humana, ínfima como un insecto, perdida en aquel mundo demasiado colosal y a la vez exaltada en su inteligencia y su imaginación, porque nada de aquello que lo abrumaba pertenecía al reino de la naturaleza. Hombres igual de diminutos habían concebido el puente, lo habían imaginado trazando líneas indecisas sobre un cuaderno de dibujo; habían calculado con precisión fuerzas y resistencias; habían horadado luego la tierra con máquinas; se habían sumergido en el agua con trajes de buzos y zapatos de plomo; habían escalado estructuras metálicas oscilantes en el viento para soldar vigas, tensar cables, golpear remaches con grandes martillos. El trabajo humano era sagrado: el coraje de enfrentarse al viento helado, al cansancio y al vértigo, no en nombre de ningún ideal o delirio sino para cumplir la tarea asignada y ganar el pan de cada día; el empeño unánime de erigir algo donde nada existía antes: un puente, los rieles de un tren y las traviesas de un tren, uno por uno clavados en la tierra; una casa, una biblioteca en la cima de una colina. Levantar algo sabiendo que desde el momento en que se diera por concluido el trabajo el tiempo y los elementos ya estarían empezando a socavarlo, a gastarlo con la dilatación del calor o con la agresión del viento y de la lluvia, con la humedad insidiosa, con la oxidación del hierro, la carcoma de la madera, la pulverización lenta del ladrillo, la corrosión de la piedra, el desastre repentino del fuego. Cuadrillas de hombres subidos en los cables, puntos negros como notas en una partitura o pájaros en los alambres del telégrafo, reparaban algo, tal vez repintaban, porque la pintura más sólida se degradaría muy pronto en este clima, atacada por el salitre del mar, cuarteada por el frío extremo y el hielo, reblandecida cuando el sol del verano recalentara el acero. Pero era el tiempo el que completaba el trabajo; el paso del tiempo, la luz del sol, el calor y el frío, la constancia del uso; el tiempo el que revelaba y consumaba la belleza de un muro de ladrillo mordido por la intemperie o de unos peldaños que las pisadas han ido gastando o una baranda de madera bruñida por el deslizarse asiduo de las manos. Tantos años angustiado por la obsesión de terminar cuanto antes las cosas, de saltar de un minuto a otro como de un vagón a otro en un tren en marcha y ahora empieza a intuir que lo que le faltaba tal vez no era velocidad sino lentitud, paciencia y no confusa agitación.

BOOK: La noche de los tiempos
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tiempos de gloria by David Brin
Divine Charity by Heather Rainier
Clint Eastwood by Richard Schickel
Triplet by Timothy Zahn
Temporary Monsters by Craig Shaw Gardner
Greatest Gift by Moira Callahan
The Golden Chalice by Sienna Mynx