La música del mundo (4 page)

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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

BOOK: La música del mundo
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ahora, desde la distancia, la pluma de marabú era la espuma de las olas furiosas; las vueltas y revueltas de perlas sobre el pecho, la piedra blanca, y las noches lunares y las arenas blancas de las playas… y el vestido azul, las olas del plácido mar que bañaba las costas de Albania y de Dalmacia, y también el cielo, y el falso cielo con estrellas pintadas de las fiestas veraniegas en Tristenik, y el Danubio corriendo a lo largo de los campos…

4

Block, tendido en su litera del tren —dura, aunque no demasiado incómoda cuando se tienen otras cosas en que pensar… con los ojos cerrados, recordando… Block, hundido entre las ásperas sábanas, rayadas de un extremo a otro con el emblema de los ferrocarriles austríacos, transportado por los aires como un príncipe persa… luces, exhalaciones, plenilunios que apenas duraban unos segundos, iban saltando por la ventana; recordaba otro viaje en tren de hacía muchos años… hundido entre las sábanas, como uno de esos personajes del
Mahabbarata
cuyos párpados se cierran bajo un peso de miel, para hacer que la historia avance entre tanto unas cuantas páginas febriles… recordando, soñando, imaginando…

girando, las imágenes del recuerdo… flotando, en un mar verde y azul, en un mar de objetos perdidos, de imágenes de la memoria arrancadas de su árbol, de palabras desprendidas, de palabras sueltas, girando, en nebulosas de verde y azul… los lagos de Djona, a la luz de fuego de la tarde, desde la ventanilla del tren, girando… la tarde de su partida, desde la ventanilla del tren, girando… la tarde de su partida, desde la ventanilla del tren que les arrancaba de Tristenia y les lanzaba a través de Marelia y Florasia (lo último que vio Block antes que sus cansados párpados fueran vencidos por el sueño, fueron las torres del castillo de Sofronia, recortadas sobre el cielo de charol y reflejadas sobre los diez lagos de oro líquido y oro frío de Tebruçka, en la frontera entre los dos países —y las aldeanas al lado de la vía del tren, vendiendo fresas y zarzamoras en cestitas de junco), girando… a través de Marelia y de Florasia, cruzando a toda velocidad el mapa de Europa desplegado… un cambio de trenes entre la niebla mañanera en Klingsor, un pequeño pueblecito salpicado de lilas en un costado de los Alpes… ríos ramificándose por pedregales, pueblos llenos de flores, lejanas ciudades de torres oscuras; el tren hundiéndose incesante por los valles serpenteantes de un decorado maravillosamente iluminado, sin final… el lago de Wallenstadt, el valle de Obermann, Lucerna la bella a la orilla del lago de los Cuatro Cantones (que al niño Block le pareció el lugar más hermoso del mundo —levantando la mirada de su pequeño volumen de Gròdul durante siete temblorosos minutos… hasta que una veloz cortina de abetos oscuros cerró la visión)… las canteras de mármol de Calparra, llenas de diminutos trabajadores de juguete; nubes de organza y un puente metálico sobre el río Orawa; una estación en el curso alto del Löwen, llena de magnolios en flor y de alegres pescadores de salmón que pasaban bajo las ventanillas del tren cantando canciones tirolesas… una cena en el vagón restaurante (pastel de trucha,
piroshky
con
smétana
,
blínchiky
con miel), mientras un doble paisaje se desliza por ambas hileras de ventanas…

su madre y él apenas hablaron durante el viaje, durante esos dos o tres días en tren hasta que llegaron a París, los dos embrujados por ese extraño y dulce silencio de los que se aman, mientras la distancia entre ellos y Tristenia seguía llenándose de montañas, lagos, bosques, palacios amontonados… irremediablemente, irremediablemente… a Block se le quedaría grabada la imagen de su madre sentada allí enfrente, con un libro abierto y olvidado sobre sus rodillas (una edición en tela azul de las novelas cortas de Turgueniev, quizá su lectura favorita) mientras su mirada se perdía en el paisaje que corría por la ventanilla, sin verlo… más de una vez a lo largo de aquel viaje Block había sorprendido una lágrima formándose en la delicada bahía del extremo de uno de sus ojos… una pincelada de agua siguiendo la forma de almendra del párpado, un arco de agua sostenido por el espeso ribazo de pestañas oscuras, deshecho con un parpadeo en el preciso momento en que la lágrima en formación iba a rebosar y a deslizarse mejilla abajo… en la oscuridad del compartimento (en ese momento lánguido en que todavía queda algo de claridad por los campos, unos instantes antes de que se enciendan las luces eléctricas del vagón) en la oscuridad del compartimento, el brillo cristalino de sus ojos mojados, intentando no llorar para no preocupar al pequeño Block —y para no correr la raya negra del lápiz de ojos… pero Block, parapetado tras alguno de sus libros de viaje, había descubierto fácilmente esas lágrimas borradas, y la forzada alegría que había mostrado su madre en algún momento tampoco le había engañado… la primera noche, por ejemplo, ella devoró alegremente sus
blínchiky
y luego comenzó a atacar los de Block, con un apetito sorprendente para ser una mujer joven y hermosa a la que le horrorizaba engordar más que cualquier otra cosa en el mundo… luego pidió licor de café para los dos —y Block tuvo que luchar contra el sueño cuando más tarde mantuvieron la luz encendida hasta altas horas, jugando al damero indio en la diminuta mesa de acebo del compartimento…

—te gustará París…

—¿tú has estado en París?… Block ahogando un bostezo…

—no, claro que no, cariño… te como otra vez

—¿otra vez?

—no he estado en París, pero da lo mismo… te toca a ti…

—¿qué se puede hacer en París?

—en París se puede hacer todo, todo lo que te imagines… además, te vendrá bien cambiar un poco de cielos (una expresión de Härzengar), vivir en otros ambientes… estás demasiado metido en tus libros, en tu música…

—hm… rezongó Block


rasz, tva, trei
… comido de nuevo… Kárluko (sólo usaba este diminutivo en dálmata antiguo cuando quería tomarle el pelo) Kárluko, ¿estás dormido?

—no, no, estoy bien

—además, podrás mejorar tu francés… ¿seguro que no quieres acostarte?

—no, todavía no… ¡ops! se ha caído el dado, voy a cogerlo…

—no te manches esos pantalones, por favor… este compartimento está completamente pringoso

—¡mamá!

—bueno, no te enfades… aquí no tenemos criados, sólo lo decía por eso… Karl, yo creo que nosotros lo vamos a pasar muy bien en París…

ahora, tumbado en la litera del tren que le llevaba a toda velocidad a través de la noche de Europa, suavemente acunado por el traqueteo del tren, recordando, o quizá soñando…

(un recuerdo de Block)

en su dormitorio de niño, las termitas agujerearon una vez uno de los listones de madera del suelo, al lado de su cama, y él (Block) se había pasado una semana pintando el listón con tinta china roja, para igualar el color oscuro de la madera… pero la madera era muy porosa, y el trozo enfermo, después de tragarse casi medio frasco de tinta, seguía de un color blanquecino, apenas vagamente rosado… entonces volvía a bajar el frasco del estante, desenroscaba la tapa y la colocaba boca arriba sobre la cama… era fascinante: el líquido oscuro y casi negro que contenía el frasco, se convertía de pronto en un rojo brillante y principesco cuando lo extendía con el pincel sobre el trozo de madera, con ese color imprevisto, vivo, luminoso, que tiene la tinta durante un instante, cuando aún está húmeda… y entonces empezaba a secarse, reaparecían por debajo las vetas de madera carcomida, los agujeritos, las estrías, y el trozo enfermo quedaba de nuevo lastimosamente pálido, descolorido, en medio del orgulloso color de la caoba…

«nosotros»: Tristenia, los campos de trigo, las amapolas, los castaños, el palacio de Trakarça en su roca sobre el Danubio, un niño que pinta con tinta china un listón de madera del suelo, el príncipe Igor peleando con Colmillo Blanco en medio de un bosque helado… su madre comprándose sombreros en París, dudando entre un
foulard
gris y uno rosa, buscando cada vez ropa más barata, dejando de comprar ropa en absoluto, vendiendo algunos broches… las cartas (cuando él «huyó» a Viena) ¿por qué no escribía simplemente su nombre en lo alto de la hoja? cada vez que leía ese «querido hijo» inicial, sentía que le atravesaba el costado un puñal fino y dulce… ella nunca usaba los convencionalismos, y por eso en sus labios esas fórmulas frías, torpes, sonaban de una forma desesperada y dolorida… sus cartas eran ligeras, musicales, evocaban las escenas con una nitidez misteriosa que no se sabía de dónde provenía, no de las palabras, sino de más allá de las palabras… a él siempre le había asombrado lo bien que escribía ella; no era una mujer cultísima, es decir, no era tan culta como Shura Strauss o Julieta Mainovskij, siempre decía que prefería la ópera a los libros, la vida al teatro, e incluso a veces era algo frívola (es decir, no sólo en sus lecturas)… pero cuando cogía la pluma, con su mano pequeña y rosada, y la deslizaba sobre la hoja con ese agradable crujido que a Block le producía siempre un extraño escalofrío de placer: el encanto de las perfectas inscripciones, de los trazos amplios e imaginativos que se van apoderando con decisión del blanco de la página —todo eso cobraba realidad, materialidad, en ese rasgueo del pico dorado de la pluma sobre el papel—, entonces él sentía que algo mágico e irrepetible estaba sucediendo… ella sólo escribía cartas, pero alguna vez Block le había enseñado un par de páginas de alguno de sus intentos literarios primerizos, y ella, con su ligera sonrisa, como pidiéndole perdón, le señalaba un par de frases que «le parecían un poco enrevesadas»… «¿cómo lo dirías tú?», preguntaba Block; ella pensaba, intentaban juntos… pero no servía de nada, hasta que ella cogía la pluma y repetía la frase desde el principio, y al llegar al pequeño nudo, sin dudar un instante, lo sorteaba, lo deshacía y lo convertía en una pincelada viva, temblorosa… ésa fue una de las primeras manifestaciones de la magia que despedía ese ser increíblemente hermoso y dulce que era su madre, la manifestación de un poder especial que el niño no podía ni siquiera cuestionarse: le asombraba esa facilidad con las palabras, no que ella la poseyera… lo que ella sabía no estaba en una escala que pudiera alcanzarse, no era nada que se pudiera alcanzar con el esfuerzo o el estudio; era algo anterior, que existía de forma ajena a él, y que descendía a él como una lluvia benéfica, sin que él deseara salir de ese círculo enamorado… y sus cartas eran todo lo que tenía de ella ahora,
eran
ella, y en esas cartas ella se ponía a hablar con él, y a veces se callaba y había un rato de silencio entre los dos, y entonces él veía de nuevo las espaciosas habitaciones de la buhardilla, ahora con unos cuantos muebles nuevos, una exposición en Les Champs, la corriente verde y melancólica del Sena… las cartas le habían estado llegando durante casi medio año a Viena; al principio él no había podido contestar, todavía con el sentimiento de ofensa, con el temblor de la huida, y luego descubrió que en realidad le resultaba muy difícil hacerlo… cuando se decidió a escribir le avergonzaban un poco sus cartas, demasiado largas y torpes en comparación con las de ella… no, decididamente él no sabía escribir cartas; y quizá el recuerdo de esos intentos literarios infantiles, cuando quería contar la historia del príncipe Admetus en la luna o la de los doce lobos que se convierten en doce doncellas, y su madre parecía tener el secreto para decir de forma limpia y luminosa eso que él no conseguía, quizá eso, inconscientemente, le había hecho considerar la escritura como algo inalcanzable, y le había hecho volverse hacia la música, a perderse en los jardines de Mozart, en los cuartos en penumbra de Brahms, en las nubes de Bruckner, en las miradas dulces de Schumann —pero nunca olvidó la poesía…

pero la trama se proyecta también hacia el pasado (cf. P. H. Goose), como esos ríos de la Región Confabulada, en los que a medida que se sube aguas arriba, se retrocede en el tiempo… la trama también era Block en la buhardilla de París, una mansarda de techos altísimos, con suelos de madera sin barnizar, en cuyas habitaciones vacías el único mobiliario era una gran cama de matrimonio, un piano con candelabros de latón y un sofá color burdeos (así, en ese orden los fueron comprando o «consiguiendo»), y así vivieron mucho tiempo, cada uno leyendo en un extremo del sofá, y frente a ellos, en el suelo, la bandeja con la tetera y las tazas… era también Julien dándole un bofetón y su madre gritando que no le pegara; el piano sacudido por las implacables semicorcheas de Clementi y el cincel deshaciendo el mármol en la habitación de al lado, y entre ambas habitaciones, entre ambas músicas, entre ambos amores, su madre cantando, haciendo té, escribiendo cartas a Tristenik… la trama se prolongaba también a Viena, hasta donde Block pudo llegar cuando se decidió por fin a volver a su país —y allí le saludó la Noticia, como una puerta que se cerrara de pronto ante él con estrépito (y un guardián maligno sonriendo en lo alto) impidiéndole ir más allá, impidiéndole volver —para siempre…

en Viena pasó casi año y medio en una angustiosa soledad apenas salpicada por algunas aventuras nocturnas y febriles: los austrohúngaros le resultaban espesos y lúgubres, pero disfrutó hasta las lágrimas de ciertas tardes cálidas y perfumadas, cuando tomaba el tranvía para Grinzing o Mödling, bajaba en cualquier parada y se perdía por esos arrabales que su imaginación de extranjero (no podía evitarlo) llenaba de música de Strauss y alegres
schubertiadas
en calesa… en lo alto de una colina, en Grinzing, en un cementerio blanco y dorado, con el dorado de la hierba salvaje agostada por el verano, vio las tumbas de Mahler y Alma… a través de las blancas cruces de piedra, con sus runas descifrables, por entre las miserables jaulas que pretendían enredar la sustancia fugitiva de la muerte y el recuerdo, se extendía la llanura del Danubio, el conjunto abigarrado y brumoso de la ciudad… más tarde, contemplando los brillos de las cúpulas de Países (tal como los vería la tarde de su llegada, o más tarde muchas veces desde la ventana de Jaime), los hilos plateados de las cascadas del parque Servadac a lo lejos, se metamorfosearían en su recuerdo, a través de una de esas transposiciones musicales que tanto le deleitaban, en los brillos distantes de las iglesias y las cúpulas de Viena, vistas desde la altura del cementerio de Grinzing: el tejado de esmalte de la catedral, resplandeciente bajo los rayos del sol del atardecer, la rueda roja y gris de la noria del Prater, inmóvil como la rueda de la Fortuna, las inclinadas franjas de hierba a lo largo del río, esas anchas y abandonadas riberas que quedan como de espaldas a la ciudad, la plateada torre de la televisión… y luego los paseos por Viena, porque la tristeza de esos meses le dejó tan sólo escenas frágiles y preciosas en el recuerdo, borrando la oscuridad, la lascivia, el insomnio: las grandes y hermosas hortensias, rosadas, blancas y azules, en los arbustos del diminuto Burg Gärten, de espaldas al Hofburg, con su Mozart de mármol sobre el reloj de flores; de noche, el Stadtpark lleno de ratas cuyos ojos luminosos brillaban en la oscuridad —y al lado, muy cerca, los turistas bailando valses torpemente… la piedra dorada del edificio de la Ópera, y luego Baluliso con su toga romana, coronado de laurel, subido en una hornacina en la Kärtner, sonriendo, tan feliz por su popularidad… y el Danubio, pero aquel no era su Danubio, el Danubio que cruzaba su pequeño país; era otro río, más gris, más feo… y sin embargo, por esas aguas, si se dejara llevar por esas aguas que corrían despacio hacia el sur, llegaría, sin que le importaran la historia ni las fronteras, llegaría a las amables riberas del Härz, a la isla de las Flores, y a su gemela isla del Diablo, y en seguida a la orgullosa roca de Trakarça (que también tenía su Lorelai, aunque una Lorelai más salvaje y primitiva), llegaría, cruzaría suavemente, como en un sueño diurno, los campos de trigo, los campos de amapolas llenos de trigo donde los labradores espantan las bandadas de grajos, llegaría a las orillas arenosas donde se bañó desnudo tantas veces de niño, a las riberas de Härzengar y sus templados bosques de eucaliptus, llegaría hasta los puentes blancos de su ciudad (la ciudad cuyos círculos se repetían en todos sus ensueños y pesadillas), vería los castaños de los paseos, los palacios mirándose en las aguas… y así, muchas veces, desde las feas y destartaladas orillas vienesas, saludaba a las aguas del gran río, que se deslizaban hacia su país, las aguas azuladas, cobrizas, argénteas, sobre las que cruzaban las gabarras y los estúpidos barcos turísticos con altavoces en la cubierta, que al cabo de unos días o quizá de un par de semanas verían los campos, los búfalos, las montañas blancas de Tristenia…

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