o, simplemente:
pero eran compases perdidos, compases de una obra que nunca lograría escribir… o quizá sí, quizá sí: porque esa tarde sentía que podría expresarlo todo, vivirlo todo… siguió caminando: bajo las hojas melodiosas, por la acera inclinada que parecía descender flotando entre verjas cargadas de glicinas hacia una región de sueños, se sentía caminar por dentro de la vida universal… sentía que era posible que él transfigurase el mundo: abriría un venero en la belleza, diría palabras nunca dichas… la vida era una inmensidad dorada e inagotable, unos jardines elíseos que le esperaban y él podría expresar toda la belleza del mundo —quizá en una novela, quizá en una sinfonía… los Jardines estaban abiertos para él esa tarde, ya se acercaba a los laureles rosa de la puerta, ya se abría la puerta dorada, ya entraba… caminaba ya por dentro de los jardines de la trama: qué dulzura, entonces, qué armonía de su ser con su suceder, todo entramado en el estambre celeste de una vida como un regalo constante en el mundo oído!… cómo veía ahora los palacios y los parques de Viena: eran sus palacios y sus parques; cada árbol solitario, cada calle, cada ventana entreabierta, tenía su melodía, y él la conocía y la cantaba… cruzó el Burg Gärten, y subió la escalinata del fondo: desde la terraza de arriba, enfrente de esas ventanas acristaladas que parecen un gigantesco invernadero de plantas lunares, se contemplaban los palacios y los parques de la ciudad desde una nueva altura… las ramas de los arces, cargadas de racimos de semillas doradas, se agitaban a su alrededor… la terraza estaba desierta, y la brisa arrastraba las aladas semillas de los arces sobre el jaspe pálido de las losas; todo tenía su música de abandono, viento, soledad y sol… recordó la celestial petición de Wordsworth,
«and I could wish my days to be / bound each to each by natural piety»…
la felicidad, cruel como un rayo de hermosura, le visitaba bajo los árboles de Viena…
la despedida tocaba a su fin; comenzaba a soplar la brisa fresca de la noche… aunque en el cielo todavía perduraba el resplandor del crepúsculo, bajo la penumbra de los árboles se encendían ya las luces lila de las farolas… cuando cruzaba la placita de San Silvestre, subiendo por la Hoffmangasse, vio a un perro y un gato sentados en la acera a la luz de la luna y charlando animadamente entre sí… el hecho le extrañó ligeramente, y se detuvo unos instantes para oír de qué hablaban: su sorpresa fue mayúscula, entonces, cuando se dio cuenta de que el perro y el gato hablaban en ragudano, su propia lengua natal… el perro era un chucho callejero escuálido y de color leonado, mezcla de mil razas distintas; el gato también era un gato callejero, y estaba todavía más flaco y sucio que el perro… «¿tú de dónde eres?» decía el perro; «oh, yo soy de la capital», contestó el gato con el deje típico de los habitantes de Tristenik que tan bien conocía Block, «y, realmente, no sé por qué salí de allí… tenía todo lo que quería… vivía como un príncipe…» «sí, contestó el perro, la verdad es que estás en los huesos… a mí no me va tan mal en Viena; es una ciudad muy agradable para vivir, con tantos árboles…» «sí, pero ¿qué me dices de los inviernos?» repuso el gato animándose, «el invierno pasado estuve a punto de morirme de frío, ¡de morirme de frío, oye bien lo que te digo!… y de hambre también, hasta que unos amigos me contaron lo de las ratas del canal del Danubio…» «uf, gruñó el perro, no entiendo cómo podéis comer esas porquerías»… «mírale qué fino, ¿no coméis vosotros huesos mondos?» contestó rápidamente el gato, al que le gustaba siempre tener razón… «por cierto, ¿de dónde eres?» «del interior», dijo el perro, «nací en Karçna, en la región de Garonia», y entonces Block estuvo a punto de soltar la carcajada, porque el acento del perro le recordaba extraordinariamente al de su tío Yvain, que había sido obispo de Garonia durante al menos quince años… «ah, ya, Garonia, dijo el gato, ¿y conoces Tristenik?»… «tengo que confesar que no, dijo el perro, pero estuve a punto de ir una vez, ¿sabes? para una exposición muy importante»… «ah, ya, para una exposición muy importante», murmuró el gato estirándose y enarcando el lomo… Block suspiró… le sorprendía comprobar una vez más que también los animales pueden sentir orgullo, nostalgia, envidia, humillación, que los animales no eran mejores que los hombres… por otra parte, el diálogo de estos animales viajeros le había dejado hundido en una sombría melancolía de distancias… su tren salía dentro de unas horas, y tenía el tiempo justo para subir a su casa, recoger su equipaje, decir adiós a todo el mundo y volar a la estación…
cuando subió a casa, encontró a Carlota y a los demás oyendo un disco de canciones indias («Siva, ¿cómo atravesar el océano del mundo?») y bebiendo calvados en las tazas de té… sin mirarle, Carlota le preguntó que a qué hora salía el tren… dentro de dos horas, dijo Block, ¿vais a venir a la estación? Carlota le miró con expresión de disgusto, y le tendió una taza llena de calvados… ¿cómo atravesar el océano del mundo? por debajo de la voz resonaba el sonido continuo del tambura, el pedal de la realidad, el soporte anónimo del Ser, mezclado con el cascabeleo de un colgante de cristales que había frente a la ventana entreabierta… cuando entró en su cuarto para recoger la maleta, ella le siguió y cerró la puerta a su espalda empujando con las palmas de las manos; luego fue hacia él y se besaron con la lengua, como sólo se habían besado una vez, y Carlota dijo: todo por culpa mía, ¿todo por culpa mía, Block?… Block no se marchaba de Viena por ella, pero hacérselo saber habría sido, hasta cierto punto, una deslealtad… sintió como si le estuviera regalando a Carlota la poesía de las ocasiones perdidas, el encanto de la muerte rampante sobre los años: le sorprendía ser el dador de un regalo como aquél, pero estaba ya tan poseído por el misterio de la lejanía (su propia lejanía) que había dejado, en aquel mismo instante, de ser él mismo, para transformarse en un reflejo del amor (¿o debiéramos quizá escribir del «amor»?) de Carlota, ya que en la interpretación de Carlota de las cosas él huía y ella le perdía… en la estación volvieron a besarse: ella, con una carcajada que le hizo saltar las lágrimas, le entregó un cisne de peluche y le dijo: el interior está lleno de frutas confitadas… Block se había sentido avergonzado de nuevo, porque no tenía nada, absolutamente nada que darle…
así fue como Block huyó de Viena; de esta forma precipitada y confusa saltó al tren que le llevaría, a través del jardín abigarrado de Europa, hasta esa lejana ciudad marina en que las mujeres llevan flores en el pelo y sonríen a los extranjeros, la ciudad donde él sería dueño de su destino y se sentiría lejos de todo, maravillosamente solo y lejos de todo y libre… pero ¿quién es este Block, que aparece de pronto, entre cataratas de sol, música y palomas, canturreando y murmurando versos por las calles de una Viena demasiado hermosa? salta de pronto a la página ya perfectamente formado, lleno de recuerdos, sentimientos, temores, proyectos, pero ¿quién es, de dónde viene?
sepamos, entonces, quién es Block
«soy una espiga de avena bajo la brisa», escribió Block en un poema juvenil
«¿quién soy yo, al terminar la tarde?», escribiría Marfira III (1769-1798), la poetisa en ragudano favorita de Block, y Block la imaginaba en su jardín de tulipanes, tendida en la tierra y aspirando el aroma de las flores, con sus grandes ojos negros llenos de lágrimas…
y Balman: «el caracol, tranquilo en su hoja,
no sabe que no sabe quién es»
todos recordarán cómo en la primavera de 198… el pequeño estado de Tristenia, medio eslavo medio mediterráneo, fue devorado por el gran oso soviético: bueno, «devorado» quizá no sea la forma adecuada de expresarlo, protestarán algunos lectores… recordemos: una revolución popular en el norte del país consiguió hacerse, después de heroica lucha, con la ciudad de Tarkä, estableciendo un gobierno independiente… resultó sorprendente hasta qué punto estaban armados los rebeldes en un pequeño país casi sin ejército (prácticamente sólo existían en Tristenia una inofensiva policía urbana y una guardia real, que todavía llevaba alabardas con guarniciones de bronce y un bonito uniforme de terciopelo azul con plumas de pavo pintado en el turbante…); proclamada la república popular de Tarkä los rebeldes «pidieron ayuda» al gran hermano soviético, cuyos tanques rodaban sobre las empedradas calles de Tristenik poco después… apareció entonces la palabra «revolución», como una nueva flor de la primavera tardía… dos ramas de la familia de Block, una formada por degenerados explotadores medievales de origen húngaro y otra por comerciantes usureros en decadencia, herederos de las dominaciones turcas del Renacimiento, se habían visto obligadas a escapar del país, junto con otras razas igualmente aborrecibles: judíos con sus arcas llenas de coronas de oro (cuyo expolio dejaría arruinado el país ya para siempre), pálidos liberales de grandes mostachos, popes cargados de hijos, millonarios crueles con sus rameras de lujo… muchos se apresuraron a huir en las primeras semanas de la revolución, llenando un baúl con ropas, relojes, joyas y amarillentas fotos familiares y lanzándose al mar por el estrecho de Grecia, o bien cargando sus pertenencias en una recua de mulas y perdiéndose por los desfiladeros de Monteborno, hasta alcanzar los estados libres de Marelia, Hungría o Istria; otros no pudieron darse tanta prisa, o fueron quizá más confiados, más ingenuos, y en seguida fue para ellos demasiado tarde: las fronteras se rodearon de torretas y alambre espinoso, el Danubio se cerró con verjas de hierro; empezaron a oírse historias espantosas, submarinistas cazados con arpones, barcas ametralladas, globos aerostáticos derribados a cañonazos, enormes perros asesinos que perseguían a los fugitivos por entre los troncos de los abetos de las laderas… seguramente todo era mentira, propaganda capitalista, pero poco a poco la gente fue acostumbrándose a la idea de que no se podía salir del país, y todos, tanto los tristenios como los habitantes de los países vecinos, que dejaron de tener noticias espeluznantes, se fueron quedando mucho más tranquilos… al fin y al cabo, se decían ¿desde cuándo les gusta viajar a los tristenios?
mientras tanto, la primavera llenaba el país de amapolas y rojas «rosas de mayo», hacía florecer los manzanos y cantar al cuclillo en sus selvas húmedas y oscuras, y la primavera de la revolución ponía carteles troquelados y estrellas rojas en los edificios públicos, volaba con dinamita las estatuas de los reyes, expurgaba de traidores hasta las más diminutas aldeas y cerraba para siempre las puertas del parlamento de Tristenik, odioso monumento del pasado, donde, en los tiempos de barbarie de la democracia burguesa, los políticos se habían dedicado a hacer bellos discursos mientras millones de personas morían de hambre por las calles…
¿hay quien se sorprenda de todo esto? la historia de Tristenia no es diferente de la de otros países pequeños y dormidos, que una mañana se levantan sobresaltados por el estrépito de una revolución y descubren sus sábanas llenas de sangre… algunas de estas historias se han transformado incluso en operetas, en música ligera, con números bailables y arias románticas, como la irónica
Pale Fay Ann
(llevada al cine con el título de
Pay, Florian
), y en otras ocasiones han servido de inspiración para obras de arte tan excelsas como el poema en verso libre
Cold Gold
, del canadiense Johnatan Dim, basado en la huida de su rey, tras la caída de la monarquía de Terranova… la historia de Block, sin embargo, no es una historia heroica: no hay en ella persecuciones, cárceles ni sabuesos… lo cierto es que cuando el gran oso se comió ese par de valles salpicados de lagos y bosques de coníferas que sus habitantes se obstinaban en considerar un plácido rincón y no un insulto al glorioso plan de la Revolución Mundial, cuando la revolución triunfó en Tristenik, Block llevaba ya cuatro años largos fuera de su país…
cuando Block salió de Tristenia todavía era un niño… no, la salida del país que no volvería a ver nunca no fue arriesgada ni heroica: simplemente, un niño y su madre esperando el tren en una de esas estaciones de Härzengar, llena de flores y donde a veces las ardillas cruzan velozmente las vías… Block no sabe muy bien dónde va ni por qué… está algo aturdido, no se da cuenta de nada, va canturreando por dentro, hundido en sí mismo como suele… y sin embargo ahora, cuando recordaba esa tarde de su partida, sentía que todos sus sentidos se abrían… su madre, a su lado, con un vestido azul aguamarina conjugado con el nácar de un collar que le cruzaba tres veces sobre el pecho orgullosamente aprisionado en una V, con un broche de pluma blanca de marabú engarzada fantásticamente a un diamante, clavado sobre el corazón, como una temblorosa mano de espuma sobre las olas adriáticas… blanco, azul: como los orgullosos arrecifes de piedra blanca sobre el luminoso mar de Diocleciano, los muros de piedra blanca a cuyo pie nació Marco Polo, entre los cipreses marinos, en un jardín donde convivían rosas, juníperos y gaviotas…
y él a su lado en el andén, todavía el niño Block, con pantalones bombachos y medias de colores (verde, azul y negro) briosamente estiradas sobre la pantorrilla, alegre con la visión de las riavinas llenas de bolitas rojas que crecían al otro lado de las vías, viendo cómo su madre, con desmayados gestos de princesa (nunca había logrado ser del todo una dama; Block recordaba que su padre siempre la había llamado bromeando «mi gitanilla», a veces con ojos brillantes, casi murmurando: «mi gitanilla, ven…», en las fiestas cuando ella le pedía a la orquesta que tocaran música húngara y se olvidaran de los valses y mazurcas: «ah, mi gitanilla…»)… con desmayados gestos de princesa, pidiendo a los mozos que llevaban el equipaje que tuvieran cuidado… nadie había ido a despedirles, y Block, que podía sumergirse tranquilamente en las silenciosas aguas de la
Eneida
sin perder una inflexión, un cambio de melodía, o recitar pasajes enteros de Ivan Gundulić (y, por supuesto, de Gròdul) sin perder un matiz, una escondida referencia a una hierba medicinal o una vaga alusión erótica (un toisón heráldico era un vellón dorado o azabache), no encontró nada fuera de lo corriente en aquella despedida sin abuelas llorosas, padres solícitos, abrazos, apresuradas propinas de última hora, no supo entender que algo extraño debía de haber sucedido en la vida familiar, entre sus padres, o entre su madre y la alta sociedad tristenia (una alta sociedad amante de los pabellones de verano, las galerías de pintura particulares y las cacerías de alce, con buen oído para la música y un gusto casi milagroso para combinar las telas y las joyas, pero, en cambio, ruidosamente provinciana para ciertas cosas…) para explicar aquella huida precipitada… y él, que no sabía que se iba de su país para no volver más, no pudo hacer a las verdes y próximas montañas llenas de villas colgantes, y a las descuidadas quintas llenas de rosas salvajes, y a los lagos infinitos de Djona brillando a la luz de fuego de la tarde, la lírica despedida que su efusiva alma adolescente hubiera deseado…