»¡Se trata del gran vampiro que salió de su tumba hace más de doscientos años, y cuyas víctimas son incontables!… Nunca me cansaré de repetirle que no he inventado nada… Lo que digo es verdad. Y Drouine no lo ignoraba. Drouine
cree
, como, por lo demás, mucha gente del pueblo, que huye cuando pasa el gran vampiro…
»Nos hemos confesado ante la tumba vacía y se lo he dicho todo…
»Pero
antes de mi muerte
no puede hacer nada por mi. En cambio, ustedes pueden salvarme
antes de que yo muera…
»¡Les espero!…»
Quinta carta
.—«Esta noche me ha acompañado hasta mi puerta como un amante sumiso y se ha retirado muy triste…
Entonces he cerrado la puerta vivamente, he corrido el cerrojo y he cerrado igualmente la ventana… Porque mientras la ventana esté abierta puede morderme a distancia…
»Ahora estoy más sosegada y creo que voy a pasar tranquilamente la noche… ¡Qué paz hay en la tierra!… Una luna clarísima aparece por la derecha de la muralla… Me envuelve un paisaje de plata. Me siento tan ligera como un ángel. Tengo alas. Si abriese la ventana, creo que podría balancearme sobre las aguas cabrilleantes del Loire.
»En ellas miraré por última vez mi imagen terrena y remontaré hacia las estrellas, libre para siempre de los lazos de sangre que me unen a esta tierra maldita.
»Pero ¡no, no abriré la ventana, porque es muy peligroso!…
»La herida pudiera entrar por la ventana.
»¡Qué horror! ¡Ya estoy herida!
»¡Ya estoy herida, sí!
»Pero ¿por dónde ha entrado la herida? ¡Quién sabe!
»¡Tenme lástima, Dios mío!»
Sexta carta
. —«¿Se fija usted?… ¡Todo, todo estaba cerrado!…
Ahora me muerde a través de las paredes…
¿Y no acudirán ustedes?»
Séptima carta
.—«Voy a demostrarle que no estoy loca… Ningún libro del mundo ha dicho jamás que un vampiro pudiese morder a través de las paredes… Y, sin embargo, ¡yo he sido mordida!… Buscando, rebuscando incansablemente, he acabado por descubrir en la pared, frente a mi reclinatorio, un agujerillo de un centímetro…
Y por ese agujerillo ¡me ha mordido el monstruo mientras yo rezaba!»
Octava carta
.—«Quiero, deseo saber cómo muerde a distancia… Y lo sabré si me deja tiempo para ello… ¡No estoy loca, no!»
Novena carta.
—«Me horroriza su boca ensangrentada cuando abandona mi vena inagotable y él levanta su frente de diablo indio para decirme que me ama».
Décima carta.
—«Así amaban los diablos indios, los
assuras
, domados por Saib Khan, los primeros vampiros conocidos en el mundo… No lejos de Benarés, en una isla del Ganges, hay un cementerio lleno de sus víctimas sagradas… El gran vampiro europeo debió de visitar a sus antepasados y conocería allí a Saib Khan, que es un médico muy moderno (hasta el Punto de que la colonia inglesa le adoraba, literalmente), lo cual no le impide estar en comunicación directa con los
assuras
. Ello era en la India un hecho que nadie ponía en duda y que, por lo demás, contribuía a su reputación. ¡A mí me daba risa!
»Personalmente le trataba de charlatán… Y es que entonces yo no creía en vampiros… ¡Desgraciada de mí!… Luego he tenido ocasión de enterarme y quiero enterar a los que todavía dudan…
»Creo que se acerca la demostración.
»Tengo, créame, tanta lucidez como un Sherlock Holmes… Y se necesita para una investigación semejante…
»¡Quiero saber cómo muerde a distancia!»
Undécima carta.
—«Ayer casi llegué a la demostración…, a la demostración de que no estoy loca…»
Duodécima y última carta.
—«Tengo ya la demostración…
Se la mando…
¡Y vengan, vengan, porque va a matarme si no me muero pronto!»
Junto con esta carta, que llegó por correo, recibió Cristina un paquete certificado, cuyos lacres hizo saltar con una angustia y una inquietud que no intentaba reprimir…
La señora Langlois, la asistenta a quien los Norbert,
por política
, habían vuelto a tomar a su servicio, contó y hasta
declaró
después lo siguiente:
»Alrededor de las diez de la mañana, el cartero de certificados trajo la cajita para la señorita Cristina, que firmó el correspondiente recibo…
»La señorita Cristina estaba sola en la tienda. Por cierto que hacía dos días solamente venia a ella. Permanecía allí para entenderse con los clientes que por casualidad se presentaban, pues eran muy escasos…
»Parecía muy agitada y atormentada, aunque conmigo quisiera disimular; pero a mí no se me engaña tan fácilmente.
»Sus ínfulas habían desaparecido. Yo comprendía que «algo no marchaba bien». Y no era difícil adivinar que se trataba de su
primo Gabriel
. Porque entonces en aquella casa todos eran parientes: el primo Jaime…, el primo Gabriel…
»Y ya no me ocultaban que el primo Gabriel vivía en la casa, que estaba muy enfermo, que se había tenido que hacerle una operación muy urgente, y que todavía se ignoraba cómo acabaría todo aquello, a pesar de la ciencia y de la práctica del otro primo, que pasaba junto a él los días y las noches.
»Es más: acerca del primo Gabriel me dieron muchos detalles: que era hijo de una hermana mayor del viejo Norbert, que había sido desahuciado por todos los médicos, que se intentaba lo imposible para salvarle…
»A mí, en el fondo, me importaba un bledo que el primo Gabriel estuviera o no en la casa, porque no me aumentaba el trabajo, detalle importante para mí… El enfermo estaba encerrado en la planta baja del edificio del fondo del jardín, en el cual yo no penetraba nunca… Apenas si de vez en cuando le abrían las persianas para ventilarlo un poco. Cierto día vi bajo una sábana el cuerpo de un hombre acojotado y con una cara que no tenía precisamente la expresión muy alegre… Me miraba fijamente, como si yo le debiera algo… Me pareció que no tenía cuerda para mucho tiempo.
»¡No cabía duda de que aquel hombre estaba enfermo!… Pero ¿cómo había llegado a semejante situación?… Yo le vi buen mozo y sano
cuando no me hablaban de él, cuando lo ocultaban a todo el mundo
.
»Desde luego me figuré que se trataba de algún drama… Pero cada uno tiene sus miserias y el pobre necesitaba vivir… Así es que me dije: ¡Chitón, que pueden echarte a la calle!… Y continué trabajando como si nada sucediera.
»Cuando Cristina me contaba algo, la escuchaba sin darle importancia, lo cual no me impedía pensar que ella no tenía la conciencia tranquila.
»Pero volvamos a la cajita… Decía que la señorita estaba sola en la tienda cuando la abrió… Yo, desde el comedor, por la puerta entreabierta, veía lo que pasaba en la tienda; pero no e! interior de la cajita… Cristina, en cambio, tenía los ojos fijos allí dentro.
»¿Qué miraba?… Se acercó a la ventana y extrajo un objeto completamente envuelto en una red de plata
y que tenía casi la forma de una pistola
.
»Cristina parecía no comprender nada. Volvió a dejar el objeto en la caja y, tras un momento de vacilación, abrió la puerta del jardín y se dirigió hacia el edificio del fondo, de donde casi nunca salían el viejo Norbet y Cotentin.
»Llamó en la puerta del laboratorio.
»Y apareció el viejo Norbert.
»Tenía los cabellos revueltos, como yo no se los había visto nunca, y los ojos saltones.
»—¿Qué quieres? —masculló—. Ya sabes que sobras aquí. Eres demasiado nerviosa. Déjanos tranquilos.
»Parecía muy furioso.
»—Oye, papá —le dijo Cristina—. He recibido otra carta de esa desgraciada.
»—Déjanos estar de locas.
»Pero Cristina insistió:
»—También he recibido un objeto certificado que me gustaría enseñar a Jaime.
»—¿Pero crees que voy a interrumpir a Jaime?
»—Dile que me ha enviado la demostración…
»Pero el padre, impaciente, se encogió de hombros y le dio con la puerta en las narices.
»Yo no comprendía nada de cuanto pasaba, pero deducía que no eran cosas de broma.
»La señorita siempre mirando la caja, »e dejó caer en una silla del jardín.
»Antes de cinco minutos se le unió su primo Jaime.
»—¿Qué te pasa, Cristina? —le preguntó inmediatamente.
»—Mira lo que acaba de enviarme —le contestó entregándole la caja.
»La miraron de espaldas a mí, de manera que yo no veía nada… Probablemente, él cogió el objeto… Y contemplándolo repetía:
»—¡Es curioso, muy curioso!
»—Pero ¿qué es? —preguntó Cristina.
»—Es un trocar…
»Tengo la seguridad de que dijo trocar, y hasta que añadió:
»—Sí, es una especie de trocar.
»—Pero ¿qué es un trocar?
»El otro no contestó de momento. Examinó el objeto, pareció reflexionar y de pronto exclamó:
»—¡Oh, qué desgraciada, qué desdichada!… ¡No está loca, no!… ¡Tenía razón!…
»Y aún agregó:
»—¡Qué bandido!
»Cristina se levantó muy pálida y dijo:
»—¡Explícate, por favor!… ¿Qué es un trocar?
»—Un trocar —explicó el otro— es una aguja hueca, y la pistola de trocar es un instrumento de cirugía que se parece efectivamente a una pistola, pues hace sus funciones, y que nos sirve para enviar a través de las carnes del abdomen una aguja hueca cuando queremos saber…
»—¡Oh, comprendo, comprendo! —exclamó Cristina.
»—Perfectamente —prosiguió su primo—. Este instrumento se basa en el mismo principio… Dispara esta aguja hueca, previamente llena de líquido nocivo…
»—Sí —dijo nocivo—; todavía lo recuerdo…
»—Comprendo, comprendo —repetía Cristina, que parecía aterrada.
»Y el otro continuaba explicando:
»—Envía la aguja a distancia, a gran distancia… ¿Ves este resorte?… Este otro resorte que acompaña a la aguja hueca y que se suelta en cuanto tropieza y suelta su veneno…
»—Comprendo, comprendo.
»—Este último resorte devuelve la aguja al arma que la ha proyectado.
»—¡Sí, sí!
»—¿Ves cómo la aguja está sujeta por este hilo de metal?… ¿Te haces cargo?
»¡Claro!… No era difícil… Yo misma, sin haber visto el instrumento, comprendía cómo era… Y es que Jaime, la verdad sea dicha, se explica muy bien… Cristina, agarrándose la pálida cabeza entre las manos, exclamaba:
»—¡Hay que salvarla, hay que salvarla!
»—Desde luego —dijo Cotentin con calma—. Pero yo no me puedo ausentar ahora… Ni puedo dejar a Gabriel, aunque todo marcha bien, ni puedo dejar el trabajo mientras está tan caliente.
»—Entonces…
»—Es cuestión de cinco o seis días.
»—Pero ¡no tenemos derecho a esperar seis días!
»—Lo mismo creo. Así es que, sin perder un minuto, ve a buscar a Benito Masson a su casa de campo y tráelo aquí. Hablaremos y decidiremos.
»Seguidamente se levantó, devolviendo la caja.
»Yo me marché, pues mi trabajo había terminado… Había oído muchas cosas, aunque sin entenderlas…
Sólo empecé a entender algo cuando conocí lo que le ocurrió a la séptima…»
Cristina no pudo tomar el tren para Corbilléres hasta las dos de la tarde. Por cierto que era un tren bastante malo. Había confundido el rápido con el expreso. Y el rápido «no hacía caso» de Corbilléres. No pudo bajar hasta Laroche para esperar un tren mixto que se dirigía a París.
Cuando bajó en Corbilléres eran las siete de la tarde. Contaba permanecer allí tres horas y llevarse a Benito Masson en el rápido de las diez. A las once estaría en París. Y aqueja misma noche decidirían con Jaime el camino a seguir. A la mañana siguiente, ella, ya que Jaime no podía de momento dejar a Gabriel, se marcharía con Benito Masson hacia Coulteray.
Estaba dispuesta a salvar a la desdichada que tantas veces se había dirigido a ella sin hacerse oír. Se acusaba de ceguera. No comprendía cómo había podido sufrir durante tanto tiempo la influencia nefasta del marqués, hasta el extremo de que había estado a punto de ser su victima. Porque —¡todo hay que decirlo!— también ella había sido «apuntada» y hasta tocada… ¡También ella había sido
mordida
desde lejos por el monstruo!… No había soñado, no, cuando le vio inclinado sobre ella y, con sus labios glotones, chupándole la sangre
por el pinchazo del rosal…
¡Fue un beso tan asqueroso, que ella, cuando despertó, no quiso creer en que era efectivo!… Fue un crimen de otros tiempos, que ella había querido relegar al reino de la pesadilla…
Bien; pero había
cloruro de cal
, que detiene la sangre, y
citrato de sosa
, que la hace correr, y había
trocares
que muerden a distancia, que envenenan a distancia, que aniquilan a distancia… ¡No en balde pasa el tiempo! Y la ciencia sustituye al vampirismo. Aquel vampirismo ya no es más que un sueño…
No era ya aquella cosa fúnebre, fantasmal y legendaria que los espíritus modernos trataban con desdén incrédulo. Era la más antigua y la más monstruosa de las pasiones —la de la sangre humana—, servida por la química y la mecánica…
Y recordaba la frase de Jaime Cotentin, quien se expresaba siempre con una circunspección y una prudencia que la habían hecho sonreír más de una vez: «La mentira reside menos en las cosas que nos cuentan y que no comprendemos que
en nuestros conocimientos
. Las tinieblas nos envuelven tan implacablemente que aun a tientas tropezamos a cada paso…»
¡Corbilléres-les-Eaux!… Cuando salió de la pequeña estación y se encontró en la plaza desierta, entre los cuatro plátanos desde donde se descubría toda la llanura pantanosa, por la que corrían nubarrones negros empujados por el viento Oeste, últimos harapos de la tempestad que durante toda la tarde había mezclado las aguas del cielo a las aguas de la tierra, Cristina comprendió, o creyó comprender, la razón de que Benito Masson, cada vez que le hablaba de Corbilléres-les-Eaux, le dijera: «¡No venga, no venga!»
Nunca había visto nada tan triste…
¡Y allí vivía él!
En aquella mortal soledad había ido a refugiarse tras la escena brutal y casi trágica que los había separado.
No le guardaba rencor…
No tenía inconveniente en reconocer, por el contrario, que toda la culpa era de ella. ¿Por qué aquella noche fatal se había mostrado tan cariñosa con Benito? Y no es que tuviese que reprocharse ninguna coquetería. Se había dejado resbalar con naturalidad a confidencias que no hubiera hecho a nadie, porque sentía una atracción casi irresistible por aquel hombre, por su carácter tan particularmente salvaje, por su talento tan ardiente, que ella no vacilaba en calificar de genio, por toda su persona moral…