Echándose con gesto friolero las pieles sobre el hombro desnudo, añadió:
—¿Ha observado usted que el marqués, cuando habla de los Coulteray, de éste, de ése, de otro, pronuncia frecuentemente la palabra «yo»?…
—¡Oh señora!… Seguramente dice «yo» como podría decir «nosotros los Coulteray»…
—¡No es eso! ¡No es eso!… Dice yo me acuerdo de tal cosa… Y, por lo tanto, cuenta la anécdota como si le hubiera sucedido a él…
¿Adónde iría a parar?… Siempre tenía muy abiertos los ojos, que reflejaban un pensamiento que sólo ella veía…
—¡Oh señora!… Cuando el marqués dice «yo me acuerdo», hay que comprender «yo me acuerdo de que me han contado»… No puede ser de otra manera… El señor marqués no puede acordarse de una cosa que sucedió cuando él no había nacido aún…
—¡Claro! —dijo ella suspirando—. ¡Claro!…
Y se levantó.
—Se ha marchado en seguida —explicó— porque Cristina no estaba aquí… Le ruego, señor Masson, que cuando Cristina esté aquí no la deje sola con ningún pretexto… ¡Hasta la vista, señor Masson!… ¡Ah!, Sing-Sing estaba detrás de nosotros escuchándonos…
Me volví… En efecto, el monito indio mostraba sus ojos de jade tras la puerta entreabierta… Y le despedí palmoteando, según me había recomendado Cristina…
La marquesa, antes de irse, me tendió la mano con un gesto extraordinariamente cansado…
—Tengo una gran confianza en usted, señor Masson… Le hablo de cosas cuya importancia no comprenderá usted hasta más tarde… Cristina no quiere comprender… Me satisface mucho que usted esté aquí…
Y, resbaladiza, desapareció aquella figurita que tiritaba en el hermoso día del tibio mes de junio… Por un balcón entreabierto penetraba en la biblioteca el perfumado jardín, como entra la vida en una tumba privada de su momia… Y precisamente la vida entró con Cristina, resplandeciente de juventud, las mejillas purpúreas, la boca en flor…
Me dio ambas manos.
—¿Se ha aburrido mucho sin mí?…
No le contesté. ¿Qué hubiera podido decirle? ¿Que para mí no había vida más que junto a ella? Mi corazón tumultuoso me ahogaba.
¿Vio mi turbación?… Sin duda… Pero, de todos modos, no reveló nada…
Quitóse el sombrero en una actitud deliciosa, en aquella actitud especial que ponía en torno a su cabeza la luminosa corona de su brazo rosado…
—¡Vamos a trabajar! —me dijo—. ¿Ha visto usted a la marquesa?
—¡Sí! Y al marqués también… El marqués no me parece hombre de grandes complicaciones… Pero ¡la marquesa!…
—¡Oh!…
¿Ya ha empezado?
… Cuénteme lo que le ha dicho…
Le narré detalladamente la entrevista…
—¡Pobre mujer! —Suspiró—. ¿No le ha parecido un poco… un poco… loca?…
—Por lo menos, rara… ¿Cómo es que siempre tiene frío?…
—Ya le he dicho que es una mujer de gran imaginación… Se imagina que tiene frío, ¡y lo tiene de verdad!… ¿Sabe usted su preocupación, la preocupación que la obsesiona, la preocupación que la hace pasear como una sombra por este palacio de la Bella durmiente en el bosque?… Es cosa para no creerla. Y yo no la hubiera creído si el mismo marqués no me hubiera abierto los ojos sobre la extraña monomanía de su mujer… Monomanía de la que él ha sido el primero en sufrir, porque ha amado mucho a su mujer… Pues bien: la marquesa se figura que todos los marqueses que ve usted en las paredes y el de ahora, o sea Jorge María Vicente, son… ¡el mismo!…
—¡Ah!… Ahora comprendo…
—Ahora comprenderá seguramente su «no importa cuál», que ya me dijo a mí y que yo repetí al marqués, quien me lo explicó con una gran tristeza…
—Está loca, pues.
—Sí… En concepto de ella, el marqués Luis XV que está en esa pared, el famoso Luis Juan María Crisóstomo ¡no ha muerto!… Y los demás, tampoco… El Jorge María Vicente de hoy es aún y será siempre Luis Juan María Crisóstomo… Y digo que será siempre, porque ella está convencida de que su marido no puede morir… a menos que…, a menos que…
—Diga…
—¡Oh! —exclamó Cristina—. ¡Quiere usted saber demasiado!… Sería entrar en un orden de ideas que aún no tengo derecho a tratar con usted… El marqués, a quien ha visto tan contento y tan encantado de la vida, no gusta de que conozcan todas sus miserias… Precisamente, cuando le veo tan exuberante, supongo que busca olvidarlas… Ya le digo que ha querido mucho a su mujer… Y estoy segura de que aún la quiere… Es más: ¡creo que sólo ama a ella!…
»A veces intenta reír conmigo de lo que le ocurre… Pero no me engaña con su jocosidad… «¡Míreme!» —me dice—. «Y dígame si parezco un Cagliostro o un conde de Saint-Germain…» ¿Verdad que tiene gracia?… Pues eso se le ha ocurrido a mi mujer… Y no hay manera de apearla de su creencia… Antes de tenerla me miraba con cariño; ahora no puede verme sin espanto. ¡Tanta gracia tiene la cosa, Cristina, que no tengo más remedio que abrazarla a usted…! Así las gasta señor Masson…; lo que ocurre es que no quiero que el marqués me abrace…, porque tengo novio…
—¡Ah! Sí, es verdad… Hace tiempo, ¿no?…
—Mucho tiempo.
—¿Y ha de durar mucho tiempo el noviazgo? —me atreví a preguntar.
En vez de contestarme, volvió al tema de antes.
—La marquesa —dijo— es una inglesita sentimental, educada en la India, donde las más extravagantes teorías espiritistas causan estragos en los salones de la alta sociedad. Seguramente ha asistido a sesiones de ese fakirismo que trastorna los cerebros inseguros, y la marquesa es un cerebro inseguro.
»Además, lee mucho; se atiborra de noveláis del «más allá». Por otra parte, el marqués, exuberante de vitalidad, quizá no ha comprendido que había que tratar con la mayor delicadeza a esa mujercita colocada entre dos mundos. Total: que hoy la ruptura es completa, o está a punto de serlo. Se cuentan cosas estrambóticas del célebre compañero de orgías, del Parc-aux-Cerfs, del famoso Luis Juan María Crisóstomo, que, como todos los señores de su tiempo, practicaba más o menos el ocultismo. La pobre marquesa las ha leído y ha visto esos cuatro retratos que, en efecto, tanto se parecen. Nada más. Ahora ya conoce usted a la marquesa. Procure, señor Masson, curarla, si puede, de su idea fija.
—He de hacerle otra pregunta, señorita Cristina… La marquesa… ¿es celosa?
—No. ¿Por qué?
—Porque al irse me ha dicho que, cuando usted estuviera aquí, no la dejara sola.
—Ya sé por qué se lo ha dicho. Los celos no tienen nada que ver con ello. Es una cosa sin importancia… Pero, de todos modos, prefiero que, dentro de lo posible, esté usted aquí cuando yo esté.
Cristina, en fin de cuentas, no me ha explicado la causa de que la marquesa me hiciera tal recomendación.
4 de junto.
—¿Cómo había de esperar yo esto?
Ante todo, conviene decir que «mi aventura» ha producido en el barrio una pequeña revolución.
La Ile-Saint-Louis se ha enterado con emoción de que la señorita Norbert me hacia frecuentes visitas. Y cuando se ha sabido que yo acompañaba a la hija del relojero a casa del marqués de Coulteray y que pasábamos horas enteras en la biblioteca de éste (indiscreción del noble anciano de gorra galoneada que guardaba la puerta principal), se ha rumoreado abundantemente en todas las tiendas, desde la calle de Le Regrattier hasta el puente Sully, y desde el muelle de Anjou al muelle de Béthune. Como además se sabía que yo no frecuentaba la iglesia, cuando un domingo me vieron entrar en San Luis de la Isla, siguiendo las huellas de la familia Norbert, dedujeron que yo estaba completamente perdido.
Todo el mundo opinaba que la archiduquesa del gran empaque me había «reducido a cero», me había «hechizado». Yo ya no comía, ni dormía, ni hablaba.
La verdad era que dos o tres veces —¡acontecimiento grave!— había descuidado la contestación a insidiosas preguntas de la señora Langlois. Supongo que al mismo tiempo no se descansaría en la trastienda de la señorita Barescat y que se trazarían planes para salvarme de los maleficios de «la familia del brujo».
¿Cómo pasaba aquello a un hombre tan tranquilo, tan arreglado, tan puntual y siempre tan cortés con su asistenta?
La señora Langlois se había jurado demostrarme que aún existía, y he aquí cómo lo consiguió.
Ayer, sobre las once de la mañana, entré en mi casa procedente del palacio de Coulteray, donde no vi a Cristina, lo cual me había puesto del peor humor, porque, además, mi prolongada conversación con el marqués (que también parecía esperar a Cristina) no había podido calmar mi impaciencia… Y encontré a la señora Langlois, que ya había acabado su trabajo hacía rato, pero que, incansablemente, lo volvía a empezar.
Al momento vi que la buena mujer tenía algo que decirme. La manera de cerrar la puerta, el modo de ponerse en jarras y toda la emoción que la henchía, me anunciaban que iba a enterarme de algo nuevo. No me equivoqué.
—¿Y su princesa? —comenzó diciendo—. ¿Verdad que esta mañana no la ha visto en casa de su marqués?…
Supongo, señora Langlois, que se referirá a la señorita Norbert… Perdone, pero ha de saber de una vez para siempre que la señorita Norbert hace lo que quiere… Es más: lo que haga o deje de hacer, no me interesa en modo alguno… Y adiós, señora Langlois. Recuerdos a la señorita Barescat…
La pobre mujer se puso primero roja y luego morada. Se mordió los labios, se cruzó febrilmente el mantón sobre el pecho plano y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de salir, se volvió:
—Tenía que decirle que el joven ha vuelto.
No pude menos de preguntarle:
—¿Qué joven?
—El joven de la capa, botas y sombrero de la Revolución…
Creí que todo daba vueltas a mi alrededor. Y balbuceé:
—El que…
—El que nombró usted un día en casa de la señorita Barescat… ¡Ha vuelto!… ¡El joven Gabriel ha vuelto!…
La miré con ojos extraviados.
La señora Langlois, como yo estaba en la imposibilidad de ocultar mi emoción, gozaba ampliamente del efecto que había producido.
—¡Ja, ja!… ¿No me despedía?… Le advierto que a la joven le conviene él… Con esas trazas tan señoriles…
Me daban ganas de estrangular a aquella horrible mujer. Tenía que esforzarme para no saltarle al cuello…
Con una prodigiosa violencia sobre mí mismo, llegué a pronunciar con voz casi normal, mientras me enjugaba el sudor que corría por mis sienes:
—Me asombra usted, señora Langlois… Creí que ese joven estaba muy enfermo…
—Cierto es que no tiene buen aspecto… Pero ya viene el buen tiempo… Y los cuidados de ella servirán mucho para su restablecimiento…
—¿Le ha visto usted entrar en casa de Norbert?
—¿Entrar?… ¡No!… Ya le dije que nadie le había visto salir… Nadie sabe cómo se las compone… Diríase que lo tienen escondido. ¡A lo mejor es que lo persigue la policía!… Siempre he dicho que, teniendo en cuenta cómo va vestido, es seguramente un extranjero… ¿Encuentra usted natural todo eso?… Voy a decirle una cosa… Hace tres días me dieron las gracias…
—¿Le dieron las gracias, señora Langlois?… Pero ¿cómo se entera usted de las cosas?…
—¿Cómo me entero?… Cuando me propongo enterarme de alguna cosa, siempre consigo enterarme… Se lo puedo demostrar cuando usted quiera… Cuando me despidieron no me di por satisfecha, ni mucho menos… Le advierto que ya antes había observado que desde una guardilla de esta casa se podía ver perfectamente lo que pasaba en casa de ellos… Esta mañana he visto salir al estudiante, que se iba a clase como de costumbre… Luego ha salido el viejo Norbert… También esperaba ver salir a Cristina en dirección a casa del marqués, donde siempre está metida… No es un secreto para nadie… ni para usted, dicho sea sin ofenderle… Pero pasaban los minutos y los cuartos sin que apareciera Cristina… Entonces me he dicho: ¿qué puede hacer sola ahí dentro?… Quizá esté instruyendo a otra mujer para que le haga las faenas… ¡Habrá que verlo!…
«Como lo pensé lo hice… Trepando por una escalerilla, llegué al granero… Me aposté en la guardilla… ¿Y sabe lo que vi?… A Cristina y al joven de marras arrullándose… Daban tranquilamente la vuelta al jardín… Ella le llevaba del brazo y le decía: "Por aquí, Gabriel", "Por allá, Gabriel".
»El no me pareció lo mismo que la primera vez que le vi… Entonces estaba tan tieso, tan tieso, que parecía haberse tragado el cucharón de la sopa… Y ahora ella le hablaba suavemente, como cuando se le dan ánimos a un enfermo… Se sentaron detrás del árbol… El se dejó caer en el banco de madera rústica… Y ella le besó…»
—Si es un pariente —dije con la voz apagada—, no tiene nada de extraordinario.
—¡Oh, es que no lo besa como se besa a un pariente!… Además, ¡le mira de una manera más extraña!…
—¡Tiene usted muy mala lengua, señora Langlois! La señorita Norbert es de una conducta en la que nada se puede reprochar…
—No digo lo contrario, no digo lo contrario… De todas maneras, supongo que no le habrá contado a usted que mientras usted la espera en casa del marqués, ella se dedica a cuidar al pariente, a ese pariente que nadie conoce…
—Quizá me lo cuente esta tarde… Y tenga la seguridad, señora Langlois, de que se lo comunicaré inmediatamente, ya que me doy cuenta de que no se le puede ocultar nada…
—¿Se ha enfadado conmigo, señor Masson?…
—¿Yo?… ¿A santo de qué, buena mujer?… Y diga, diga, ¿estuvieron mucho tiempo en el jardín?…
—No llegó a media hora… Ella fue la primera en levantarse, y dijo: «Metámonos dentro, que papá no tardará en venir»… Él parece muy dócil… ¡Claro está que esa mujer hará de los hombres lo que se le antoje!… La señorita Cristina le ha cogido, pues, del brazo y se han ido poco a poco, dando la vuelta al pabellón por la derecha… ¿Conoce usted la puerta del laboratorio del señorito Jaime, que da al lado, a la pequeña avenida, frente &1 muro?… Pues por allí han entrado… Yo he continuado esperando… Ella ha salido del pabellón al cabo de un cuarto de hora, poco más o menos… Y se ha encerrado allá arriba, en su estudio… ¡Qué vida más extraña lleva esa gente!…
—¿Por qué? Ese hombre está enfermo, y habrá procurado alojarse en una casa donde le cuiden… Si es de la familia…
—¡Oh!… En cuanto a eso, ¡tengo la seguridad de que es de la familia!…
Y la señora Langlois, para que no me quepa ninguna duda acerca de la alusión, añade:
—¡Y pensar que esa mujer tiene novio!… Bueno, bueno. ¿Quiere darme dinero para comprar pasta para limpiar metales?…
Y se va triunfalmente…