Authors: Ann Rosman
–Olla criolla -anunció Karin, y señaló con la cabeza los ingredientes que había sobre la encimera de la cocina.
–¡Oh, hace mucho tiempo que no la pruebo! ¡Qué bien! ¿Qué hago?
Karin le dio instrucciones. Su amiga añadió las olivas negras, las salchichas a la cerveza, las cebollitas en vinagre y la nata.
–Oye, y tú ¿qué tal estás? – preguntó Karin.
–Oh. A veces estoy muy cansada. Me levanto a las seis, desayuno, dejo a los niños en la guardería, voy a trabajar y después recojo a los niños en la guardería. Preparo la cena y a las seis vemos el programa infantil Bolibompas. Luego, hora de acostarse de los niños. Y entonces nos quedamos sentados en el sofá como zombis. Jens va y se sienta un rato delante del ordenador. Le encantan sus juegos de golf. Porque el sexo, ¿qué es eso? No te quedan fuerzas para nada, la verdad.
Karin rió y le recordó cómo era antes, cuando Kia dormía fácilmente hasta las once de la mañana.
–Sí, es verdad. Pero eso fue en otra época. Sin embargo, no cambiaría a los niños por nada en el mundo. A Jensan quiero cambiarlo de vez en cuando, pero se me suele pasar.
Karin se acostó en el sofá y dejó que Kia ocupara la cama. Habían estado charlando hasta pasadas las dos.
Después del desayuno del sábado, hicieron una lista con todas las tareas pendientes. Había que revisar el piso y el desván. Kia se en cargó de la ropa del armario.
–Ahora en serio, Karin. Este jersey, ¿cuándo lo usaste por última vez? – Sostuvo en el aire una prenda de lana gris que Karin apenas reconoció.
–Hace mucho tiempo, pero es muy bonito.
–En otras palabras, una donación para el Ejército de Salvación -dictaminó Kia, y dejó el jersey en el montón creciente de ropa para donar.
Pasó todo el sábado y la mitad del domingo. Habían hablado, holgazaneado, clasificado y empacado. Al fin y al cabo, el espacio de un barco de diez metros era limitado.
Al final, incluso quedaron cosas para las que no encontró sitio a bordo. Llevaron cinco cajas de mudanza enteras al trastero del aparcamiento de bicicletas de la abuela. A las ocho y media de la tarde del domingo, Kia, la abuela y Karin estaban sentadas en el barco, cenando. Quedaban tres bolsas llenas de trastos debajo de la mesa de navegación. Todo lo demás había sido desempacado, tirado o donado. Karin había echado las llaves de la casa por el buzón de la puerta, tal como habían acordado. Se quedó un instante con las llaves en la mano, recordando el día en que ella y Göran habían conseguido aquel piso. Y a continuación empujó la aleta del buzón y las soltó.
Se montó en la bicicleta inmediatamente después de que ella lo llamara. De todos los estudiantes que había conocido a lo largo de los años, ella había sido la más despierta. Por aquel entonces se llamaba señorita Rylander. Pensaba por sí misma y lo obligaba, incluso a él, a esforzarse al máximo como profesor. Lo había alegrado que ella, al igual que él en su día, eligiera ser médico forense. En cierto modo, era como si siguiera sus pasos. Años más tarde, ella acabó trabajando en su centro de medicina forense de Goteburgo, lo que los acercó aún más. Él quería enseñarle todo lo que sabía, transmitirle toda la experiencia adquirida a lo largo de su vida, mientras ella aprendía las nuevas técnicas, al tanto de todas las innovaciones, y luego se las presentaba a él de una manera concisa y comprensible. Había sido un toma y daca valioso para ambos.
Cuando él se retiró, Margareta se hizo cargo del servicio. Ella solía llamarlo un par de veces al año para pedirle que la ayudara en algún caso especialmente interesante. Lo hacía porque le interesaba conocer su punto de vista, pero sobre todo para que él sintiera que lo necesitaba, que era útil, importante. En realidad, ella ya no necesitaba sus opiniones. Ahora ella era la maestra y él, el alumno.
Margareta abrió la puerta y le dio un abrazo.
–Casi había olvidado lo rápido que eres.
–Una vieja costumbre. Además, he estado en Córcega durante dos semanas, paseando en bicicleta, o sea que estoy en forma.
–Sonrió y la siguió escaleras arriba. El bastón en una mano, el casco de bicicleta en la otra. La puerta se cerró a sus espaldas con un zumbido.
–Acabas de cruzarte con Jerker, el técnico forense. Te habría caído bien -dijo Margareta, al tiempo que se adelantaba por el pasillo para meter un papel en su taquilla y optaba por el ascensor en lugar de las escaleras-. Conque Córcega, ;eh? Me extrañó que no me llamaras cuando la noticia salió en los periódicos, pero eso lo explica todo, claro.
Y pasó a contarle lo relativo al cadáver encontrado en Pater Noster. Él se detuvo cuando salieron del ascensor.
–¿Hamneskár? – preguntó. ¿Era eso posible?, pensó. ¿Después de tantos años?
–¿Conoces la isla? Sí, claro, tú y tu viejo barco de madera. Casi lo había olvidado.
–¿Mi viejo barco de madera? Es un Drake de caoba africana, construido en 1930 -replicó él, ofendido.
Margareta le ofreció ropa protectora y abrió la puerta de la sala de autopsias. Él miró alrededor.
–Vaya, qué bien estáis aquí.
La sala, situada en la planta baja, tenía buena iluminación natural gracias a unos grandes ventanales de cristal transparente hacia fuera y opacos desde la calle, para que nadie pudiera ver nada. Los abedules empezaban a mostrar brotes, como si la primavera todavía dudase.
El cadáver yacía sobre la mesa más alejada de las dos que había en la sala. Él cruzó el suelo de gres cojeando y se detuvo bruscamente. Miró sorprendido el cuerpo. La piel parecía cuero curtido tensado sobre el esqueleto. La grasa y el agua del cuerpo se habían convertido en cera hasta transformar al hombre en una momia.
Los recuerdos lo transportaron de vuelta a un día sofocante de agosto de hacía más de cuarenta años. Había sido el verano más caluroso desde tiempos inmemoriales y aquel día no lo olvidaría jamás. Había llegado a un punto de inflexión en su vida y abandonado una prometedora carrera de cirujano para hacerse médico forense, una elección que sus allegados nunca habían entendido y que él, por su parte, tampoco había sabido explicar. Tan sólo Karl-Axel lo había comprendido. Y Elin.
–Como verás, el cadáver está muy bien conservado. Por suerte para nosotros, ha estado encerrado en un sótano de piedra bien ventilado, de otro modo no quedaría nada de él. El sótano de piedra se halla por encima del nivel del suelo, y como ha estado emparedado, los insectos no han podido acabar con él. Además, estando en una pequeña isla, lejos de tierra firme, es más fácil evitar estos contratiempos. – Margareta lo miró. Se mostraba extrañamente callado.
–¿Cómo? – dijo, un poco forzado.
–Insectos -repitió Margareta.
Él asintió con la cabeza, incapaz de decir nada, absorto en los pensamientos que rondaban su cabeza.
–El medio ambiente influye constantemente, ¿no era eso lo que solías decir siempre? – Ella sonrió al ver su rostro ausente y le mostró la mano izquierda del cadáver-. Mira, llevaba un anillo hasta hace muy poco. – Margareta le enseñó la marca en el dedo anular.
–¿Quieres decir que alguien se lo quitó cuando encontraron el cuerpo? – se indignó él-. Eso se llama profanación.
–Además, tenía el puño cerrado, por lo que sufrió daños cuando se lo abrieron para quitarle el anillo. – Margareta le mostró la mano huesuda.
–¿Has llegado a alguna conclusión en cuanto a la causa de la muerte? – Él sabía lo complejo que podía ser determinar lo que había provocado un fallecimiento.
–Teniendo en cuenta el estado del cuerpo es difícil decir de qué murió. No hay ningún trauma en el esqueleto. Ni signos de violencia externa. – Se recolocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–El tronco está increíblemente bien conservado, pero no debe de quedar nada de las partes blandas ahí dentro. – Hizo un gesto con la mano.
–Lo mismo he pensado yo. En general, está sorprendentemente bien conservado. Aunque no podemos descartar que le hayan clavado un cuchillo en el corazón, por ejemplo. – Y le mostró el torso, donde sobresalía el esternón.
–Sí, es cierto. ¿Has dicho que estaba emparedado?
–En un sótano de piedra. Se requieren al menos dos o tres semanas con calor de verdad para que el cuerpo empiece a secarse, pero una vez lo ha hecho, el proceso de descomposición se detiene… Era un sótano de piedra bien ventilado. Todo apunta a que falleció y fue emparedado en verano. Además, los técnicos encontraron flores, clavelinas. Ya sabes, esas flores de playa rosadas. Resulta que florecen principalmente en mayo, junio, aunque de hecho también pueden hacerlo incluso entrado el otoño.
–Un verano caluroso y luego un invierno frío. – Apoyó el bastón en el suelo y se desplazó de lado.
Observó al cadáver detenidamente. Su corazón dio un latido de más. Aquel año no hubo otoño. El calor estival se había prolongado hasta bien entrado octubre con temperaturas récord, y después había empezado el invierno sin preludios. Seco y frío. Intentó recordar si había llovido, pero le parecía que no. La época invernal había llegado de golpe, como si a alguien sencillamente se le hubiera olvidado el otoño.
–¿Has considerado la posibilidad de envenenamiento? – Se mordió la lengua-. Si el estómago y el intestino se vaciaron antes de su fallecimiento, la cantidad de bacterias debió de disminuir notablemente. Eso explicaría la excelente conservación del tronco.
–Me parece que es una conclusión un tanto apresurada, sobre todo viniendo de ti. Además, todo depende de con qué lo envenenasen.
¿O tú qué dices? – preguntó Margareta, sorprendida. Miró cavilosa a su antiguo maestro.
No podré engañarla, pensó él. Tal vez podría hacerlo con cualquier otro, pero no con ella.
–Das por sentado que fue envenenado con algo que le provocó vómitos y diarrea. ¿Qué ha sido de tus análisis imparciales que siempre defendías? ¿Lo de estar abierto a cualquier posibilidad y no sacar conclusiones en una fase temprana de la investigación?
Él había prometido no decir nunca nada. Jamás revelar nada.
Pero hacía tanto tiempo de todo aquello… A lo mejor podría encaminarla, apuntar en la dirección correcta. ¿Acaso no había sido una señal lo que lo había llevado hasta allí aquella tarde? ¿Acaso no lo había sido que ella lo hubiera llamado? Le brindaba la oportunidad de cerrar el círculo. Pensó en el juramento que había prestado como médico hacía ya tantos años. Sobre todo el pasaje final: “Respetaré la voluntad de mi paciente. Mantendré en secreto aquello que me sea confiado en la asistencia debida a mis pacientes.” A lo largo de los años había pensado en ello a menudo, intentando interpretarlo de otra forma. No traicionar al paciente, ésa era la esencia. ¿O no?
–A ver -dijo Margareta-, ¿qué sabes tú que yo no sepa?
–Su mirada seguía fija en él.
Ella sabría mantener la boca cerrada, él lo sabía. Si en alguien podía confiar era en aquella mujer.
Dudó.
–A lo mejor te interesa un tatuaje que encontré en su cuerpo -añadió ella.
–¿Un tatuaje? – De pronto se puso alerta.
–Está en un sitio difícil de encontrar, pero es muy interesante. Los investigadores darán un bote de alegría cuando se enteren.
–¿Qué?
Margareta bajó la potente lámpara regulable del techo para enfocarla, pero se arrepintió. En vez de mostrárselo, se cruzó de brazos.
–Quizá podría enseñártelo si tú antes me cuentas lo que sabes -dijo.
–Eso es chantaje.
–Llámalo mejor intercambio de información. Si no, siempre puedes llamar a la policía. – Margareta sonrió levemente.
Él suspiró hondo.
–Envenenamiento por arsénico -dijo-. Sé que murió de intoxicación por arsénico.
–¿Sabías que todo el trabajo que supone una casa con dos niños equivale a un empleo de jornada completa de cuarenta horas semanales? – comentó Tomas, que estaba sentado a la mesa del desayuno leyendo el periódico el sábado por la mañana-. Es una barbaridad.
¿Realmente puede ser cierto?
–Sin duda lo es -dijo Sara-. Cuarenta horas. Fácilmente.
–Piensa en cuando las mujeres se quedaban en casa y el hombre era quien tenía que traer el dinero. Eso demuestra que no había igualdad. – Tomas negó con la cabeza.
–Hoy en día, la diferencia está en que se espera que las mujeres se hagan cargo de la casa a la vez que tienen un trabajo a jornada completa -dijo Sara, cansada.
–Pero ¿cuarenta horas? Eso es mucho. ¿En qué las emplean?
–Tomas parecía meditarlo seriamente.
–Pues verás, se encargan de la comida y de la ropa, y también de los regalos cuando hay algún cumpleaños. De comprar lo que se necesita, cocinar, pasar el aspirador, hacer la limpieza, las camas, la colada, la ropa blanca, las toallas. Dejar a los niños en la guardería, si se lo pueden permitir. Doblar la ropa, ponerla en su sitio, clasificar y tirar la ropa que se ha quedado pequeña o se ha roto; piensan que ya la zurcirán más tarde, pero saben que no les dará tiempo de hacerlo. Vaciar el lavaplatos y volverlo a cargar con la vajilla que alguien ha metido creyendo que los platos con restos resecos de papilla y las ollas con puré en el fondo quedarán limpios. Por no hablar de los cuencos de comida del gato.
–Parece que pienses que yo no te ayudo -comentó Tomas, irritado.
–¿Que me ayudas? ¿Te refieres a que el hogar es mi responsabilidad y que tú eres tan justo que “me echas una mano” de vez en cuando? ¿Es eso lo que crees?
Linus levantó los ojos de su plato de yogur. Señaló a Tomas con la cuchara.
–Papá, háblale bien a mamá.
La reprimenda del niño hizo sonreír a Tomas, que bajó la voz.
–Quiero decir… ahora que estás de baja laboral es aún más importante que tengamos ingresos fijos. – Dobló el diario y lo dejó a un lado-. Estoy a punto de conseguir una mejor posición en la empresa, y eso me parece que es bueno. Sé que ahora mismo haces más que yo en casa.
–Entiendo perfectamente que quieras ascender en el trabajo, pero me gustaría que pudieras recoger a los niños. Al menos una vez a la semana.
–Muy bien, pero entonces tendré que acordar con mi jefe una reducción de jornada para que pueda marcharme antes un día a la semana.
–Perfecto, pues hazlo. ¿Cuál es el problema? ¿Y qué pasa si te vas antes? Con lo mucho que ya trabajas.
–Verás, como ya he dicho, es importante que contemos con unos ingresos fijos, ahora que tú estás mal.
–Joder, no creo que me ponga mejor porque se espere de mí que me encargue de todo, sólo porque da la casualidad de que estoy en casa. Es el pez que se muerde la cola. Yo estoy en casa y, por tanto, mi marido puede trabajar hasta tarde, puesto que tiene una mujer que recoge a los niños, lo que le lleva a hacer aún más horas extra en el trabajo y llegar aún más tarde a casa. Por no hablar de cuando los niños están enfermos. No debería quedarme en casa con los niños enfermos, porque, mira por dónde, yo también estoy enferma. Sin embargo, siempre soy yo la que se queda con ellos. ¿Cuántas veces te has quedado tú en casa con alguno de ellos?