—Ya... —Poirot hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Te ha sorprendido el suicidio de mister Morley, Alfred?
—Me quedé de una pieza. No tenía motivos para hacer eso —los ojos de Alfred abriéronse desmesuradamente—. ¡Oh!... No habrá sido asesinado, ¿verdad?
—Suponiendo que sí, ¿te sorprendería menos? —intervino Poirot antes que Japp pudiera hablar.
—Pues no lo sé, señor. ¿Quién desearía asesinar a mister Morley? Era..., era un hombre muy
corriente
. ¿De veras le han asesinado?
—Tenemos que considerarlo todo. Por eso te he dicho que podrías ser un testigo muy importante y que debieras probar de reconstruir todo lo sucedido esta mañana —repuso Poirot con gravedad.
Alfred frunció el entrecejo en un prodigioso esfuerzo de memoria.
—No puedo recordar nada más, señor. De veras.
El tono de Alfred convenciólos.
—Está bien. ¿Y estás seguro de que no vinieron más pacientes?
—Sí, señor. Y el novio de miss Nevill..., muy enfadado por no encontrarla aquí.
—¿Cuándo fue eso?—preguntó Japp, receloso.
—Poco después de las doce. Al decirle que miss Nevill pasaría el día fuera, pareció descon-certado y quiso ver a mister Morley. Le dijo que estaría ocupado hasta la hora de comer, pero re-puso que no importaba, que esperaría.
—¿Y esperó?—inquirió Poirot.
Los ojos de Alfred reflejaron asombro al decir:
—¡Oh, no había pensado en eso! Entró en la sala de espera,
pero más tarde no estaba allí
. Debió de cansarse de esperar y pensaría volver en otra ocasión.
Una vez hubo salido Alfred de la habitación, Japp, dijo, mordaz:
—¿Cree usted que era conveniente sugerir al muchacho la idea de asesinato?
Poirot encogióse de hombros.
—Yo creo que sí. Es un estímulo para hacerle recordar cosas olvidadas y que le hará estar alerta por lo que pudiera suceder.
—De todas maneras, no queremos darle este carácter tan pronto.
—
Mon cher
, Alfred lee novelas detectivescas. Está enamorado del crimen. Lo que se le escape a Alfred lo registrará su morbosa imaginación.
—Bien; acaso tenga razón, Poirot. Ahora vayamos a oír lo que tenga que decirnos Reilly.
* * *
La clínica y despacho de mister Reilly, situada en el primer piso, era tan espaciosa como la de arriba, aunque no tan bien equipada, y con menos claridad.
El socio de mister Morley era un hombre joven, alto y moreno, con un mechón rebelde de cabellos cayendo sobre su frente, voz atractiva y mirada astuta.
—Esperamos, mister Reilly—le dijo Japp después de las presentaciones—, que nos dé alguna luz sobre este asunto.
—Están ustedes equivocados. No puedo—respondió el otro—. Solo les digo que Henry Morley era una persona incapaz de suicidarse. Yo podría hacerlo, pero él
no
.
—¿Por qué habría usted de suicidarse?—inquirió Poirot.
—Porque tengo mil preocupaciones. La primera: el dinero. Nunca supe adaptar mis gastos a mis ingresos. Morley era hombre cuidadoso. Estoy seguro de que no le encontrarán deudas.
—¿Y en cuestiones amorosas...?—insinuó Japp.
—¿Quién? ¿Morley? No sentía la alegría de vivir. ¡Pobre hombre! Estaba dominado por su hermana.
Japp pasó a interrogarle sobre los pacientes de aquella mañana.
—¡Oh! Todos los tengo anotados y a su disposición. La niña Betty Heath es una chiquilla muy mona. He ido a visitar a toda su familia. Uno tras otro. El coronel Abercrombie, también antiguo cliente...
—¿Y qué nos dice de mister Howard Raikes? —preguntóle Japp.
Reilly hizo una mueca.
—¿El que se fue sin verme? Es la primera vez que viene. No sé nada de él. Telefoneó pidiendo hora.
—¿Desde dónde llamó?
—Desde el hotel Holborn Palace. Me parece que es americano.
—Eso dijo Alfred.
—Pues debe saberlo—aseguró mister Reilly—. Es un fanático aficionado al cine Alfred.
—¿Y el otro paciente?
—¿Barnes? Es un hombrecillo gracioso y puntual. Empleado del Estado, ya retirado. Vive en Ealing.
Japp hizo una pausa y luego preguntó:
—¿Qué puede decirnos de miss Nevill?
Reilly arqueó las cejas.
—¿La secretaria rubia? ¡Nada en absoluto! Sus relaciones con Morley eran perfectamente honestas... Estoy seguro.
—Yo no he dicho que no lo fueran —respondió Japp, enrojeciendo ligeramente.
—Ha sido culpa mía —repuso Reilly—. ¿Querrá perdonar mi mentalidad suspicaz? Creí que podría ser un intento por su parte para
cherchez la femme
. Perdone que emplee su idioma —añadió, dirigiéndose a Poirot—: Tengo buen acento, ¿verdad? Es que he sido educado en un colegio de monjas.
Japp no aprobó esta impertinencia.
—¿Sabe algo del prometido de miss Nevill? Se llama Carter, según creo. Francis Carter.
—Morley no le tenía en buen concepto—explicó Reilly—, y trató de que miss Nevill rompiera con él.
—¿Eso pudo disgustar a Carter?
—Probablemente, muchísimo—convino mister Reilly con regocijo.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Discúlpeme, pero
es
un suicidio lo que está investigando, no un asesinato.
—Y si lo fuese, ¿tendría algo que sugerir?—preguntó Japp, vivamente interesado.
—¡Lo que es yo, no! ¿Quién quiere que fuese? ¿Georgina? Es mujer de temperamento, pero su moral es muy recta. Claro que yo pude subir fácilmente y matarle, pero no lo hice. En resumen, no puedo suponer que quisieran matarle; pero tampoco concibo que se suicidara.
Y añadió en otro tono de voz:
—A decir verdad, lo he sentido mucho. No deben juzgarme por mis modales. Estoy nervioso. Yo apreciaba al pobre Morley y le echaré mucho de menos.
Japp colgó el teléfono. Su rostro parecía preocupado al volverse hacia Poirot.
—Mister Amberiotis no se encuentra bien... y no podrá ver a nadie esta tarde. Pues a mí me recibirá... No se me escapa. Tengo a un agente en el Savoy dispuesto a detenerle si trata de escabullirse.
—¿Cree que Amberiotis mató a Morley?—dijo Poirot, pensativo.
—No lo sé.
Pero es la última persona que le vio vivo
. Y era un paciente nuevo. Según su relato, le dejó vivo y perfectamente a las doce y veinticinco. Eso puede ser o no verdad. Si Morley estaba con vida a esa hora, tendremos que reconstruir lo que pasara después.
Aún quedan cinco minutos antes de su próximo cliente
. ¿Entró alguien durante esos cinco minutos? ¿Carter? ¿Reilly? ¿Qué sucedió? A las doce y media, o todo lo más a la una menos veinticinco,
Morley falleció
; de otro modo, habría llamado o avisado de palabra si es que no pensaba recibir a miss Kirby. Como no lo hizo, o bien fue asesinado o alguien le dijo algo que le trastornó hasta el punto de suicidarse.
Hizo una pausa.
—Voy a interrogar a todos los pacientes de esta mañana. Queda la posibilidad de que dijera algo a alguno de ellos que nos ponga sobre la pista segura.
Miró su reloj.
—Mister Alistair Blunt dijo que podría dedicarnos unos minutos a las cuatro y cuarto. Ire-mos a verle el primero. Su casa está en Chelsea Embankment, y luego miss Sainsbury Seale, de paso para visitar a Amberiotis. Prefiero que sepamos lo más posible sobre este asunto antes de hablar con nuestro amigo griego. Después querría charlar con el americano, que según usted tenía cara de criminal.
Hércules Poirot movió la cabeza.
—De criminal, no; de dolor de muelas.
—Es lo mismo; veremos a mister Raikes. Su comportamiento fue muy extraño para decidirlo ahora. Indagaremos sobre el telegrama de miss Nevill, su tía y su novio. En resumen, lo investigaremos todo e interrogaremos a todo el mundo.
Alistair Blunt nunca se había presentado a la vista del público. Posiblemente debido a ser un hombre apacible y retirado. Quizá porque durante años había figurado más como príncipe consorte que como rey.
Rebeca Sanseverato, de soltera Arnholt, a los cuarenta y cinco años vino a Londres desilusionada. Era descendiente de la realeza de los ricos Su madre fue una heredera de la familia europea Rothersteins. Su padre, la cabeza de la Banca americana Arnholt. Rebeca, debi-do a la desgraciada muerte de sus dos hermanos y un primo en un accidente de aviación, fue la única heredera de una inmensa fortuna. Se casó con un aristócrata europeo de nombre famoso, el príncipe Felipe di Sanseverato. Tres años más tarde obtuvo el divorcio y la custodia del hijo de su matrimonio, después de pasar dos años de miseria con aquel canalla bien educado, cuya mala conducta era notoria. Pocos años más tarde, el niño murió.
Amargada por sus sufrimientos, Rebeca Arnholt dedicó a la Banca su indudable capacidad para los negocios que llevaba en la sangre, y se asoció a su padre.
Después de muerto este, ella continuó siendo una figura poderosa del mundo de los nego-cios con sus inmensas posesiones. Se vino a Londres y enviaron a un joven socio de la casa londinense para entregarle varios documentos. Seis meses después el mundo estremecióse al saber que Rebeca Sanseverato iba a contraer nuevas nupcias con Alistair Blunt, un hombre casi veinte años más joven que ella.
Hubo las consiguientes burlas... y sonrisas. Rebeca, según sus amistades, era una tonta en lo referente al sexo masculino. Primero, Sanseverato; ahora, aquel muchacho. Claro que él se casaba solo por su dinero. Iba hacia el segundo desastre. Pero ante la sorpresa general el matrimonio fue un éxito. Los que profetizaron que Alistair Blunt gastaría su caudal en otras mujeres, se equivocaron. Permaneció fiel a su esposa. Incluso diez años después de su fallecimiento, al heredar toda su fortuna, no volvió a casarse, viviendo su vida apacible y sencilla. Era un genio para los negocios, lo mismo que lo fuera su compañera. Sus decisiones e intervenciones eran seguras; su honradez, indiscutible. Dominaba los vastos intereses de Arnholt y Rotherstein con sus dotes extraordinarias.
Apenas frecuentaba la sociedad. Poseía una casa en Kent y otra en Norfolk donde pasar los fines de semana; no en alegres francachelas, sino con unos pocos amigos pacíficos y tragones. Era aficionado al golf, y jugaba bastante bien. Le gustaba ocuparse en su jardín y en pequeños entretenimientos.
Este es el retrato del hombre a cuyo encuentro iba el inspector Japp y Hércules Poirot en un taxi bastante desvencijado.
La Casa Gótica era muy conocida en Chelsea Embankment. Su interior era lujoso, de una sobriedad muy costosa. No muy moderno, pero sí muy confortable.
Alistair Blunt no los hizo aguardar.
—¿El inspector Japp?
Esta adelantóse. para presentarle a Hércules Poirot. Blunt le miró con interés.
—Desde luego conozco su nombre, monsieur Poirot, y creo haberlo oído hace muy poco... —se detuvo, tratando de recordar.
Poirot dijo:
—Esta misma mañana, señor, en la sala de espera de
ce pauvre Morley
.
Alistair Blunt desarrugó la frente.
—Claro, sabía que le había visto en alguna parte —volvióse a Japp—. ¿En qué puedo servirle? He sentido muchísimo lo ocurrido al pobre Morley.
—¿Le ha sorprendido, mister Blunt?
—Muchísimo. Claro que sé muy poco de él, pero le consideraba incapaz de suicidarse.
—¿Así que esta mañana le pareció alegre y lleno de salud?
—Eso creo..., sí —Alistair Blunt se detuvo; luego, prosiguió con sonrisa infantil—: la verdad es que soy un cobarde cuando se trata de ir al dentista, y odio esa ruedecilla que le meten a uno en la boca. Por eso no me fijé en nada hasta que hube terminado y me dispuse a salir. Pero debo decir que entonces parecía natural, de buen humor y ocupado en su trabajo.
—¿Iba a la consulta a menudo?
—Creo que es la tercera o cuarta vez. No me molestaron las muelas hasta el año pasado.
Hércules Poirot preguntó:
—¿Quién le recomendó a mister Morley?
Blunt frunció el entrecejo, haciendo un esfuerzo para concentrarse.
—Déjeme que piense... Tuve dolor de muelas... Alguien me dijo que viera a Morley, de la calle Reina Carlota... No... Aunque me maten, no recuerdo quién fue... Lo siento...
Poirot dijo:
—Si lo recuerda, ¿querrá comunicárnoslo?
Alistair Blunt le observó con curiosidad.
—Sí, desde luego. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Quizá pueda importarnos mucho—dijo Poirot.
Mientras bajaban los escalones de la entrada, se detuvo un automóvil ante la mansión. Era de tipo deportivo..., uno de esos coches de cuyo interior es necesario salir por partes.
La joven que así lo hizo era toda brazos y piernas. Acababa de apearse cuando los dos hombres enfilaban la calle.
La muchacha los vio marchar en pie en la acera. De pronto gritó:
—¡Eh!
Sin comprender que la llamada iba dirigida a ellos, no se volvieron y la joven repitió:
—¡Eh! ¡Eh! ¡Ustedes!
Detuviéronse para volverse con aire interrogador. La muchacha se aproximó a ellos. Seguía dando la impresión de ser toda brazos y piernas. Era alta, delgada, y en su rostro había una inteligencia y vivacidad que reemplazaba su falta de belleza. Era morena y de piel muy tostada.
Dirigióse a Poirot:
—Sé quien es usted..., el detective Hércules Poirot—su voz era cálida y profunda con algo de acento americano.
—Para servirle—dijo Poirot.
La muchacha miraba a su compañero.
—El inspector Japp—presentó Poirot.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente..., casi con susto, y habló con cierto desasosiego.
—¿Qué han estado haciendo aquí? No le habrá pasado nada a tío Alistair, ¿verdad?
Poirot se apresuró a decir:
—¿Por qué piensa usted eso, miss...?
—No, ¿verdad? Gracias a Dios.
Japp repitió la pregunta de Poirot.
—¿Qué le hace pensar que le haya ocurrido algo a mister Blunt, miss...? —se detuvo, interrogándola.
La chica dijo mecánicamente:
—Olivera. Jane Olivera—luego, echóse a reír—. ¿No es verdad que ver sabuesos en la puerta sugiere una tragedia?
—Me satisface decir que no le ha sucedido nada a mister Blunt, miss Olivera.
Esta miró de frente a Poirot.
—¿Los llamó para algo?
Japp repuso:
—Nosotros vinimos a verle, miss Olivera, para ver si podía iluminarnos sobre el caso de suicidio ocurrido esta mañana.