—¿Y los revólveres? —le preguntó Poirot.
—Pertenecían a un secretario que tuve en América. Los compró en el extranjero. Cuando se marchó los dejó olvidados. ¿Hay algo más que desee saber?
—¿Y Morley?
Alistair Blunt repuso sencillamente:
—Lo sentí.
—Sí..., ya.
Se hizo un largo silencio que rompió Blunt.
—Y bien, mister Poirot, ¿ahora qué?
—Helen Montresor ya está detenida —repuso el detective.
—¿Y ahora me toca a mí?
—Según mi opinión, sí.
—Pero no está satisfecho, ¿verdad?
—No. Nada.
—He matado a tres personas —prosiguió Alistair Blunt—. Así que debo ser ahorcado. Pero tiene que oír mi defensa.
—¿Cual es exactamente?
—Que yo creo con alma y corazón que soy necesario para que continúe la paz y el bienestar de esta nación.
—Sí... Puede ser —convino Hércules Poirot.
—Está de acuerdo, ¿verdad?
—Sí. Usted representa todo lo que tiene importancia para mí. Estabilidad, sentido común, equilibrio y honradez probada.
—Gracias —dijo Alistair Blunt tranquilamente—. Y bien, ¿qué?
—¿Me sugiere que abandone el caso?
—Sí.
—¿Y su esposa?
—Ya lo he pensado. Diremos que han confundido su personalidad. Que la han tomado por otra.
—¿Y si me niego?
—En ese caso —dijo tranquilo el banquero—, estoy dispuesto; pero escuche esto... y no lo tome a presunción. Soy imprescindible. ¿Y sabe por qué? Porque soy honrado, y tengo sentido común... y ningún interés particular.
Poirot, por extraño que parezca, le creía.
—Sí. Ese es uno de sus aspectos. Usted es el hombre capacitado para su puesto. Tiene sentido común, estabilidad, honradez..., pero queda el otro aspecto. Los tres seres humanos que han muerto.
—Sí, pero piense en ellos, Mabelle Sainsbury Seale... Usted mismo lo dijo...; una mujer con el seso de una gallina. Amberiotis, ladrón y chantajista...
—¿Y Morley?
—Ya le he dicho que lo sentí, porque después de todo era un hombre decente y un buen dentista..., pero hay otros dentistas...
—Sí —dijo Poirot—, quedan otros. Y a Francis Carter, ¿le hubiese dejado morir?
Blunt repuso:
—No malgaste su compasión en él. No es bueno. Es un bribón redomado.
—Pero es un ser humano... —intervino Poirot.
—Todos lo somos.
—Sí. Todos somos seres humanos. Eso es lo que usted olvida. Dice que Mabelle Sainsbury Seale era una tonta, y Amberiotis un malvado, y Francis Carter un pillo..., y Morley..., Morley era solo un dentista, y hay muchos otros. Eso es lo que usted y yo, mister Blunt, no vemos igual. Para mí las vidas de esas cuatro personas son tan importantes como la suya.
—Está usted en un error.
—No, no estoy equivocado. Usted es un hombre de naturaleza recta y honrada, pero ha dado un paso en falso, y en apariencia no le ha afectado. Públicamente hubiese continuado lo mismo, siendo honrado y de confianza. Pero en su interior el amor al poder ha adquirido proporciones insospechadas. Ha sacrificado cuatro vidas sin que signifiquen nada para usted.
—¿No comprende, Poirot, que la estabilidad y felicidad del país dependen de mí?
—No me preocupo por las naciones,
monsieur
, sino por las vidas de meros individuos que tienen derecho a conservarla.
Y se levantó.
—¿Así que esa es su respuesta?
El detective dijo con voz cansada:
—Sí... Esa es mi contestación.
Fue hasta la puerta y abrió. Entraron dos hombres.
Hércules Poirot bajó. Le aguardaba una muchacha: Jane Olivera. Con el rostro pálido y atormentado se apoyaba contra la repisa de la chimenea. A su lado hallábase Howard Raikes.
Ella le preguntó:
—¿Qué?
—Todo ha terminado —repuso Poirot.
—¿Qué quiere decir? —dijo Raikes, receloso.
El detective contestó:
—Mister Alistair Blunt acaba de ser detenido, culpable de asesinato.
—Pensé que le sobornaría...
Jane intervino:
—No. Yo no lo pensé nunca.
—El mundo es vuestro, muchachos —suspiró Poirot—. Un mundo y un cielo nuevos. Dejad que exista libertad y compasión en vuestro nuevo Universo... Es todo lo que os pido.
Hércules Poirot regresaba a su casa por las desiertas calles.
Una figura se le aproximó.
—¿Qué tal? —dijo mister Barnes—. ¿Cómo lo ha tomado?
—Lo ha confesado todo y pide que se le perdone. Dice que el país le necesita.
—Y es cierto —admitió mister Barnes—. ¿No lo cree usted así?
—Sí.
—Bien.
—Podemos equivocarnos.
—Nunca lo he creído. Pero pudiera ser —repuso mister Barnes.
Anduvieron un trecho en silencio, y entonces Barnes inquirió, curioso:
—¿Qué está pensando?
—
Porque los que rechazaron la palabra de Dios, le rechazaron también como Rey.
—¡Hum..., ya sé!—dijo mister Barnes—. Palabras de Saúl después de la lucha contra los amalaquitas. Sí, puede considerarlo así.
Siguieron andando hasta que Barnes se detuvo.
—Yo tomo el Metro aquí. Buenas noches, Poirot —hizo una pausa y, armándose de valor, dijo—: Sabe..., me gustaría decirle una cosa.
—¿Sí,
mon ami
?
—Creo que debo decírselo. Le despisté sin querer. Se trata de Albert Chapman, Q.X. 912.
—¿Sí?
—Yo soy Albert Chapman. Por eso me interesaba tanto este caso. Yo nunca estuve casado.
Y se marchó, riéndose a carcajadas.
Poirot permaneció inmóvil. Luego, enarcó las cejas y, sonriente, díjose:
«Nineteen, twenty, my plate's empty...»
Y se fue a su casa.
[1]
Uno, dos, abróchame el zapato.
[2]
Tres, cuatro, cierra la puerta.
[3]
Cinco, seis, coge los palos.
[4]
Siete, ocho, ponlos en orden.
[5]
Nueve, diez, una gallina gorda.
[6]
Once, doce, los hombres deben indagar.
[7]
Trece, catorce, las doncellas pelan la pava.
[8]
Trece, catorce, a las muchachas les hacen el amor.
[9]
Quince, dieciseis, las muchachas en la cocina.
[10]
Uno de los relatos que se insertan en Los Trabajos de Hércules. Tomo III de las Obras de Agatha Christie.
[11]
Diecisiete, dieciocho, las criadas observan.
[12]
Diecinueve, veinte, mi plato está vacío.