Recordó que antes estuvo sentado recopilando datos y nombres y que un pájaro pasó ante: la ventana con una brizna de paja en el pico.
Él también estuvo recogiendo pajitas. «Five, six, picking up sticks...»
Tenía las ramitas..., un buen número. Faltaba ordenarlas. Tenía que dar otro paso...,
colocarlas en su sitio.
¿Por qué no lo hacía? No ignoraba la respuesta. Aguardaba..., no sabía qué. Algo inevitable, imprevisto, el eslabón siguiente en la cadena. Cuando llegara..., entonces..., entonces podría continuar.
A última hora de la tarde llegó la noticia.
La voz de Japp sonó áspera a través del teléfono.
—¿Es usted, Poirot?
La hemos encontrado
. Será mejor que venga cuanto antes a las residencias del Rey Leopoldo, Battersea Park, número cuarenta y cinco.
Un taxi depositaba a Hércules Poirot un cuarto de hora después ante las residencias del Rey Leopoldo. Era un gran bloque de edificios de varias plantas situado frente a Battersea Park. El número 45 estaba en el segundo piso. Japp en persona le abrió la puerta.
—Entre —le dijo—; no es muy agradable precisamente, pero creo que querrá verlo.
Poirot dijo, aunque era una pregunta ociosa:
—¿Muerta?
—¡Podrá comprobar por sí mismo que está bien muerta!
Poirot volvió la cabeza al oír un ruido procedente de una habitación a su derecha.
—Es el portero —le aclaró Japp—. ¡Se ha mareado ante esta podredumbre! Tuve que ense-ñarla por si podía identificarla.
Echó a andar por el pasillo seguido de Poirot, que arrugó la nariz.
—No es agradable —dijo Japp—, pero ¿qué esperaba? Lleva muerta cerca de un mes.
La habitación en que se hallaba el cadáver era el cuarto trastero. En el centro veíase un arcón de metal de los empleados para guardar pieles, con la tapa alzada.
Poirot se aproximó para contemplar su interior.
Lo primero que vio fue un pie calzando un zapato viejo con hebilla
. El recuerdo que guardaba de su primer encuentro con miss Sainsbury Seale era también una hebilla.
Sus ojos recorrieron el abrigo de lana verde hasta llegar a la cabeza. Exhaló un sonido inarticulado.
—Lo sé —dijo Japp—, es horrible.
El rostro había sido golpeado hasta quedar irreconocible, y si a esto hay que añadir el natural proceso de descomposición, no es de extrañar que los dos hombres palidecieran y se alejasen.
—Bien —dijo Japp—; este va a ser un día muy atareado. Ya lo creo. Nuestro trabajo es desagradable a veces. Hay una botella de coñac en la otra habitación. Será mejor que beba un trago.
El saloncito estaba amueblado elegantemente a la última moda, con gran profusión de tonos crema y algunas butacas cuadradas tapizadas con un tejido geométrico de un color tostado claro.
Poirot cogió la botella para servirse coñac. Al terminar de beberlo, dijo:
—¡Qué desagradable! Ahora, amigo mío, cuénteme todo lo que sepa.
Japp comenzó:
—Este piso pertenece a mistress Chapman, que me la figuro cuarentona, rubia y elegante; paga sus cuentas, aficionada al
bridge
si se tercia jugar con sus vecinos; sin hijos. Mister Chapman es viajante de comercio. Miss Seale vino aquí la noche de nuestra entrevista cerca de las siete y cuarto. Es probable que viniera directamente desde el hotel. Ya había estado otras veces aquí, según el portero. Ya ve usted..., todo muy natural y explicable..., una visita amistosa. El portero la acompañó en el ascensor hasta este piso. La vio por última vez llamando al timbre.
Poirot le interrumpió:
—¡Ha tardado mucho tiempo en recordarlo!
—Ha estado en el hospital aquejado de una dolencia intestinal, y mientras, le sustituyeron. La semana pasada leyó en un periódico atrasado la descripción de la dama desaparecida y le dijo a su mujer: «Parece esa señora que vino a ver a mistress Chapman. También llevaba un abrigo de lana verde y zapatos con hebilla. Creo que tenía un nombre parecido.» Y después de una hora, dijo: «Miss No Sé Cuántos Seale.» Después —siguió diciendo Japp—, tardó cuatro días en sobreponerse al natural recelo de verse mezclado con la Policía y entonces vino a vernos. No creímos que su información nos condujera a ninguna parte. No tiene usted idea de las falsas alarmas que recibimos. Sin embargo, envié al sargento Beddoes a investigar... Es un muchacho muy competente. Un poco engreído, pero ahora eso está de moda. Pues bien: Beddoes tuvo la corazonada de que estábamos sobre la verdadera pista.
»En primer lugar, mistress Chapman no había sido vista desde hacía un mes. Se marchó sin dejar dirección alguna. Esto era un poco raro. Y en resumen, todo lo que pudo averiguar sobre el matrimonio Chapman era por demás extraño. El portero no vio salir a miss Sainsbury Seale. Esto de por sí no era anormal. Pudo bajar la escalera y salir sin que él la viera, pero luego añadió que la marcha de mistress Chapman fue precipitada. A la mañana siguiente encontró un papel en su puerta que decía: «Dígale a Nellie que no traiga leche. He tenido que marcharme.» Nellie es la doncella que se la trae a diario. Mistress Chapman se había marchado un par de veces de improviso; así que no lo encontró extraño, pero sí lo es el que no llamase al portero para que le bajase el equipaje hasta el taxi.
»Beddoes decidió penetrar en la casa. Obtuvimos la autorización del portero y la llave maestra del administrador. No encontramos nada de interés hasta llegar al cuarto de baño. Allí se había efectuado una apresurada limpieza. Hallamos señales de sangre en el linóleo, en los rincones donde no llegó el lavado. Después fue cuestión de buscar el cuerpo. Mistress Chapman no se había llevado el equipaje, pues de lo contrario lo habría sabido el portero. El cuerpo aún
debía
de estar en el piso. Pronto dimos con este arcón para pieles..., ya sabe que cierran herméticamente. Las llaves estaban en el cajón del tocador. Lo abrimos, y allí estaba la «Dama desaparecida».
Poirot quiso saber:
—¿Y qué hay de mistress Chapman?
—¡Y eso qué! ¿Quién es? No lo sé. Solo una cosa es cierta: Sylvia (a propósito, se llama Syl-via), Sylvia o sus amigas asesinaron a esa mujer y la encerraron en el arcón.
Poirot asintió y dijo:
—Pero ¿por qué la desfiguraron el rostro?
—Pues para..., bueno, son solo suposiciones... Venganza refinada, o acaso para evitar su identificación.
Poirot frunció el entrecejo.
—Pero ha sido reconocida.
—Sí, porque no solo teníamos una descripción detallada de sus vestidos, sino que su bolso ha sido hallado dentro del arcón, y en su interior una carta a ella dirigida con la dirección del hotel de la plaza Rousell.
Poirot se puso en pie.
—Pero eso..., eso no tiene sentido común.
—No, es cierto. Supongo que sería una equivocación del asesino.
—Sí, puede que sí, pero... ¿Han registrado el piso?
—Bastante bien. No hay nada que nos ilumine.
—Me gustaría ver la habitación de mistress Chapman.
—Pues vamos.
El dormitorio no daba muestras de una marcha precipitada. Estaba aseado y en orden. La cama, preparada para la noche, no había sido utilizada. Una espesa capa de polvo lo cubría todo.
—No hay huellas dactilares —dijo Japp—. Solo algunas en los utensilios de cocina, pero me imagino que pertenecerán a la doncella.
—Esto significa que todo fue limpiado cuidadosamente después del asesinato.
—Sí.
Los ojos del detective recorrieron lentamente la estancia amueblada, como la sala, al estilo moderno, adaptándose a una renta moderada. Los muebles eran caros, pero no de lujo. Ostentosos, pero no de primera categoría. El color dominante era el rosa pálido. Miró el interior del armario donde estaban los trajes, elegantes, aunque no de calidad, y luego los zapatos, la mayoría de tipo sandalia, tan en boga hoy en día, y algunos exageradísimos con gruesa suela de corcho. Cogió uno, y tras observar que mistress Chapman calzaba un treinta y cinco, lo puso de nuevo en su sitio. En otro armario encontró arrinconado un montón de pieles.
—Son las que llenaban el arcón —le dijo el inspector.
Poirot hizo un gesto de asentimiento al mismo tiempo que, levantando un abrigo de
pedí gris
observaba lentamente:
—¡Buenas pieles!
De allí pasaron al cuarto de baño. Había gran profusión de cosméticos. Poirot los estuvo observando con interés. Polvos,
rouge
, cremas, y dos botellas de tinte para el cabello.
—Por lo visto, no es de nuestras rubias platino naturales —observó Japp.
—A los cuarenta,
mon ami
—murmuró Poirot—, el cabello de la mayoría de las mujeres ha empezado a encanecer, y mistress Chapman no es de las que se resignan con la Naturaleza.
—A lo mejor, ahora se ha vuelto pelirroja, por variar. Hay algo que le inquieta, Poirot. ¿Qué es?
—Pues sí, estoy preocupado. Muy preocupado. Este es un problema insoluble para mí.
Y resueltamente volvió una vez más al cuarto donde estaba el arcón...
Y quitó el zapato a la muerta con bastante dificultad.
Examinó la hebilla que había sido cosida a mano y bastante mal.
—¡Esto es que estoy soñando! —exclamó Hércules Poirot.
—¿Qué es lo que intenta?—inquirió Japp, extrañado—. ¿Complicar más las cosas?
—Exacto.
—Un zapato de ante completo, con su hebilla... ¿Qué es lo que tiene de extraño?
—Nada, nada en absoluto —repuso el detective—, pero no lo entiendo.
El portero les indicó como amiga íntima de mistress Chapman a mistress Merton del número 82 de las residencias del Rey Leopoldo.
Y allí fue donde se dirigieron Japp y Poirot.
Mistress Merton era una dama parlanchína de ojos negros y peinado complicado. No les costó ningún trabajo hacerla hablar.
—Sylvia Chapman... Claro que no la conozco muy bien.,., es decir, íntimamente. Jugamos al
bridge
un par de veces y fuimos juntas al cine y también de compras. Pero ¡oh!, dígame. No ha muerto ¿verdad?
Japp la tranquilizó. .
—Gracias a Dios. ¡Cuánto me alegro! El cartero va por ahí hablando de un cadáver que se ha encontrado en su piso, pero no se debe creer ni la mitad de lo que se oye... Yo nunca hago caso.
Japp hizo otra pregunta, a la que repuso mistress Merton con firmeza:
—No, no he sabido nada de mi amiga desde que se marchó. Por lo visto, tuvo que marcharse de improviso, pues hablamos de ir a ver la última película de Fred Astaire y Ginger Rogers la semana siguiente y entonces no me dijo nada de su marcha.
Mistress Merton no había oído mencionar nunca a miss Sainsbury Seale. Su amiga no la nombró jamás.
—Y ya ve usted, este nombre
me es familiar
. Me parece haberlo oído recientemente.
—Ha aparecido en los periódicos durante algunas semanas—dijo Japp con brusquedad.
—Ya... Alguna persona desaparecida, ¿verdad? ¿Y cree usted que mistress Chapman la conocía? No. Estoy segura de que nunca se la oí nombrar.
—¿Puede decirme algo sobre mister Chapman?
Una expresión indefinible apareció en el rostro de mistress Merton al responder:
—Creo que era viajante de comercio, me lo dijo su esposa. Salía al extranjero con frecuencia por cuenta de la casa en que trabajaba..., de armamentos, según creo. Recorría toda Europa.
—¿Le vio alguna vez?
—No. Nunca. Apenas estaba en casa y cuando venía no le gustaba la presencia de extraños. Es muy natural.
—¿Sabe si mistress Chapman tenía parientes cercanos o amigos?
—No sé que tuviera otros amigos. Ni parientes tampoco. Nunca me habló de ellos.
—¿Estuvo siempre en la India?
—No, que yo sepa—hizo una pausa y continuó—: Pero dígame: ¿por qué me hace tantas preguntas? Ya sé que viene usted de Scotland Yard, pero debe de haber alguna razón especial.
—Pues bien: mistress Merton, alguna vez tendría que saberlo. A decir verdad, se ha encontrado un cadáver en el piso de mistress Chapman.
—¡Oh! —por un momento los ojos de la mujer se abrieron como platos—. ¡Un cadáver! No será mister Chapman. ¿verdad? ¿Algún extranjero?
—No era un hombre, sino una mujer —dijo Japp.
—¿Una mujer?—mistress Merton pareció aún más sorprendida.
—¿Por qué creyó que sería un hombre?
—¡Oh, no lo sé! Me pareció más fácil.
—Pero ¿por qué? ¿Es que mistress Chapman tenía costumbre de recibir visitas masculinas?
—¡Oh, no!; no, desde luego —mistress Merton se indignó—. Nunca oí nada
semejante
. Sylvia Chapman no es de esa clase de mujeres. ¡En absoluto! Es solo que mister Chapman..., quiero decir.
Se detuvo y Poirot comentó:
—Me parece,
madame
, que usted sabe más de lo que nos ha contado.
—No estoy segura de lo que debo hacer —dijo mistress Merton, indecisa—. Quiero decir que no quiero revelar las confidencias de Sylvia y no lo he repetido más que a una o dos amigas íntimas que sé son fieles.
Mistress Merton hizo una pausa para tomar aliento, y Japp, cada vez más intrigado ante las reticencias de mistress Merton, preguntó:
—¿Qué le dijo mistress Chapman?
Mistress Merton inclinóse hacia adelante y bajó la voz.
—Lo descubrí un día mientras veíamos una película de espionaje. Mi amiga me dijo que quien hubiese escrito aquel guión no conocía gran cosa la materia, y luego me pidió que le jurase no repetir lo que iba a contarme. Su esposo era del Servicio Secreto y por eso tenía que ir tanto al extranjero. La casa de armamentos era un pretexto para despistar, pues podían escribirse mientras estaba ausente. Era muy desagradable para ella y, además, extremadamente
peligroso
.
Mientras bajaban la escalera para volver de nuevo al número 45, Japp iba exteriorizando, su sentir:
—¡Por todos mis antepasados! ¡Creo que me voy a volver loco!
Un joven elegante los aguardaba: el sargento Beddoes, que les comunicó, respetuoso:
—No he podido sacar nada interesante de la muchacha, señor. Mistress Chapman cambiaba muy a menudo de doncella. Esta, solo hace un par de meses que trabaja en la casa. Dice que mistress Chapman es muy simpática, aficionada a la radio y una agradable conversadora. Opina que su marido es un seductor, pero que ella no lo sospecha. Ha recibido cartas del extranjero, unas de Alemania, dos de América, una de Italia y otra de Rusia. El novio de la muchacha colecciona sellos y mistress Chapman acostumbraba darle los de las cartas.