La muerte del rey Arturo (7 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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46.
Al día siguiente, cuando estaban sentados para cenar, dijo riéndose mi señor Galván a Lanzarote: «Señor, ¿habéis sabido quién fue el caballero que os hizo esa herida? —De ninguna forma, responde Lanzarote; pero si por fortuna pudiera reconocerlo y encontrarlo en alguna asamblea le devolvería en seguida su buena acción, de modo que nunca habrá visto tan pronto la devolución de lo que ha hecho: antes de que se marchara, le demostraría si mi espada puede romper acero y, si él sacó sangre de mi costado, yo se la sacaré de la cabeza, en la misma cantidad, o aún más.» Entonces comienza mi señor Galván a dar palmas y a mostrar la mayor alegría del mundo; dice a Boores: «Parece que tendréis que luchar, pues la amenaza no os la ha hecho el hombre más cobarde del mundo; si me hubiera amenazado así, no estaría a gusto mientras no hiciéramos las paces.» Cuando Lanzarote oye estas palabras, se asombra y dice: «Boores, ¿fuisteis vos quien me hirió?» Este está tan afligido que no sabe qué contestar, porque no se atreve a afirmarlo y no puede negarlo; no obstante, responde: «Señor, si lo hice, y eso me pesa, nadie me lo debe criticar; y ahora que dice mi señor Galván, que fue a vos a quien yo herí, estabais tan disfrazado con aquellas armas que nunca os hubiera reconocido, porque eran de caballero novel y vos habéis llevado armas desde hace más de veinticinco años; por eso no os conocí; creo que no os debéis enfadar conmigo.» Le responde que no, ya que ha sucedido así. «En nombre de Dios, buen hermano, dice Héctor, aquella jornada me las vi con vos: me hicisteis sentir la tierra dura cuando no me hacía falta.» Contesta Lanzarote riéndose: «Buen hermano, no os quejéis de mí en aquel día, pues yo me quejaré mucho más de vos: ahora sé bien que vos y Boores fuisteis los dos caballeros que más me impedísteis en aquel torneo hacer mi voluntad; ibais siempre por delante no deseando más que hacerme sufrir y avergonzarme y pienso que me hubiera podido llevar el trofeo de aquella jornada, pero entre ambos me lo quitasteis: en verdad no encontré en ningún lugar dos caballeros que me causaran tanto enojo y que me hicieran sufrir como vos. Ya no me oiréis hablar nunca más sobre el asunto como acabo de hacerlo; antes bien, os lo perdono. —Señor, dice mi señor Galván, ahora sabéis cómo manejan la lanza y la espada. —Es cierto, responde, bien lo he probado y aún llevo las marcas que lo muestran.»

47.
Mucho hablaron del tema en aquella ocasión; mi señor Galván satisfecho, solía tomar la palabra porque veía que Boores estaba tan avergonzado y tan mal como si hubiera cometido el mayor desaguisado del mundo. Allí permanecieron toda la semana con gran alegría y júbilo y contentos porque veían que Lanzarote sanaba. Mientras estuvieron allí, Boores no se atrevió a descubrirle lo que le había oído decir á la reina, pues temía que se afligiera demasiado, si se enteraba de las crueles palabras que había dicho sobre él.

Aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve al rey Arturo.

48.
Cuenta ahora la historia que cuando el rey Arturo se marchó de Taneburg con la reina, cabalgó el primer día hasta un castillo suyo que se llamaba Tauroc; pasó la noche allí con una gran compañía de caballeros y a la mañana siguiente ordenó a la reina que se fuera a Camaloc. El rey se quedó en Tauroc, donde permaneció tres días. Al marcharse, llegó a un bosque, en el que, antaño, había estado prisionero Lanzarote durante dos inviernos y un verano, en casa de la desleal Morgana, que aún vivía allí: en todo tiempo una gran cantidad de gente le hacía compañía. El rey entró en el bosque con su mesnada, pero no iba nada bien orientado, de modo que se fueron alejando hasta perder totalmente el buen camino; así marcharon hasta que llegó la oscura noche. Entonces se detuvo el rey y preguntó a su mesnada: «¿Qué haremos? Hemos perdido el camino. —Señor, le responden, en este bosque no hay casa ni refugio, que sepamos, más vale, pues, quedarnos aquí que seguir, pues sólo conseguiríamos cansarnos; tenemos suficiente comida: levantaremos vuestro pabellón en este prado y nos quedaremos a descansar aquí hoy; mañana, si Dios quiere, en— cuanto nos pongamos en marcha, encontraremos un camino de acuerdo con nuestros deseos que nos saque del bosque.» El rey acepta esto; tan pronto como se pusieron a plantar el pabellón, oyeron un cuerno que muy cerca de ellos sonó dos veces. «Por mi fe, dijo el rey, hay gente cerca de aquí; id a ver quién es.» Sagremor el Desmesurado monta inmediatamente sobre su caballo y marcha directo hacia el lugar de donde venía el sonido del cuerno: no ha cabalgado mucho cuando tropieza con una gran torre fuerte, perfectamente almenada y rodeada por todas partes con un alto muro. Descabalga y se dirige a la puerta; golpea. Al oír el portero que hay gente llamando, pregunta quién es y qué desea. «Soy, responde Sagremor el Desmesurado, un caballero enviado por el rey Arturo, que está en el bosque cerca de aquí, y hace saber a los del castillo que desea pasar la noche en él. Preparaos para recibirlo tal como debéis, pues os lo haré llegar ahora aquí, junto con toda su compañía. —Bueno señor, dice el portero, esperad un momento, por favor, hasta que yo haya hablado con mi señora que está arriba en su habitación; inmediatamente volveré y oiréis la respuesta. —¿Cómo?, pregunta Sagremor, ¿no hay señor? —No, le responde. —Ve, pues, inmediatamente y vuelve en seguida, contesta Sagremor, que no quiero esperar mucho tiempo aquí.» El criado sube la escalera y se presenta a su señora; le cuenta el mensaje, tal como Sagremor se lo había dicho, y añade que el rey Arturo quería pasar la noche allí. Tan pronto como Morgana oye estas palabras, tiene una gran alegría y responde al criado: «Ve rápidamente y dile al caballero que haga venir al rey, pues será recibido lo mejor que podamos.» Aquél vuelve ante Sagremor y le dice lo que la dama le ha ordenado; entonces Sagremor se aleja de la puerta y cabalga hasta volver al rey, al que le dice: «Señor, habéis tenido suerte, pues he encontrado un hostal donde me han dicho que seréis albergado esta noche a vuestro deseo.» Cuando el rey lo oye, les dice a los que están con él: «Cabalguemos y vayamos derechos allí.» A las palabras del rey, todos se pusieron en marcha; Sagremor los condujo al lugar. Al llegar a la puerta, entraron, hallando el sitio tan hermoso y deleitable, tan rico y bien preparado, que, según les parecía, nunca en su vida habían visto un hostal tan bello y tan agradable. Allí dentro había tal abundancia de cirios, de luz extraordinaria, que todos se asombraron de cómo podía ser aquello; y no había ni muro ni pared que no estuvieran completamente cubiertos de tapices de seda. El rey pregunta a Sagremor: «¿Visteis antes algo de semejante riqueza? —Ciertamente, señor, le responde, yo, no.» Y el rey se persigna del asombro que tiene, pues jamás había visto una iglesia mejor tapizada, ni un monasterio cuyo patio estuviera lleno de cortinas: «¡Por mi fe!, exclama el rey, no me admirará que dentro de la casa haya gran riqueza, a juzgar por la abundancia que hay fuera.» Arturo descabalgó y lo mismo hicieron todos los que iban en su compañía. Cuando entraron en el salón principal, encontraron a Morgana con más de cien damas, acompañadas por caballeros, y todos estaban vestidos con tal riqueza, que el rey Arturo jamás en ninguna fiesta de su corte había visto tal lujo como el de los que estaban en la sala. Cuando vieron al rey, gritaron todos a una sola voz: «Señor, bien podíais venir, pues jamás tuvimos tan gran honor como el que hemos tenido ahora con vuestra visita.» El rey responde que Dios les otorgue alegría a todos. Entonces lo cogieron y lo acompañaron a una cámara tan hermosa y tan rica que nunca, al menos eso le pareció, había visto una tan bella y tan agradable.

49.
Tan pronto como el rey se sentó, tras haberse lavado las manos, se pusieron las mesas y se hizo sentar a todos los que habían venido en compañía del rey, porque eran caballeros. Entonces las doncellas empezaron a traer manjares, como si estuvieran bien provistos, esperando la llegada del rey y de todos sus compañeros desde hacía un mes. En su vida había visto el rey una mesa como aquella tan llena de rica vajilla de oro y de plata y ni siquiera, aunque hubiera estado en Camaloc, donde hacía su voluntad y tenía abundancia de manjares, ni siquiera allí, hubiera tenido más que aquella noche en la mesa y tampoco hubiera sido mejor servido ni con mayor cortesía. Por esto se admiraron, preguntándose de dónde podría venir tal abundancia.

50.
Después de comer, tanto como les plugo hasta saciarse, el rey escuchó y oyó sonar varios instrumentos en una habitación contigua, de muchos de ellos jamás había oído hablar en su vida; sonaban todos juntos, en armonía, con tal dulzura que nunca se había oído una melodía tan agradable, ni tan dulce de oír. En aquella cámara había una gran claridad y no tardó mucho en ver salir a dos doncellas hermosísimas, que llevaban sendos candelabros de oro con sus cirios encendidos; se acercaron al rey y le dijeron: «Señor, si os agradase, ya sería hora de descansar, pues hace mucho que la noche empezó y habéis cabalgado tanto que según nos parece debéis estar muy cansado.» El rey responde: «Quisiera estar ya acostado, pues tengo gran necesidad de ello. —Señor, le contestan, hemos venido aquí para conduciros y acompañaros hasta vuestro lecho; pues así nos ha sido ordenado. —Me agrada, responde el rey.» Entonces se pone en pie y le llevan a la misma habitación donde, antaño, Lanzarote había vivido durante tanto tiempo. En aquella habitación estaba dibujado el amor de Lanzarote y la reina Ginebra. Acostaron las doncellas al rey Arturo y, cuando se hubo dormido, se fueron y volvieron ante su señora. Morgana pensó mucho en el rey Arturo, pues deseaba hacerle saber todo lo de Lanzarote y de la reina y, por otra parte, temía que si le descubría la verdad, y Lanzarote oía decir que el rey la supo por ella, nadie en el mundo podría evitar que éste la matara. Meditó mucho aquella noche, pues no sabía si decírselo o callar: si lo dice, se expone a morir, y si lo oculta, nunca volverá a tener tan buena ocasión como ahora para revelarlo. Estuvo dando vueltas a este pensamiento hasta que se durmió. Por la mañana, tan pronto como se levantó el día, se puso en pie y se presentó ante el rey, saludándole con mucha cortesía: «Señor, os pido un don en recompensa por todos los servicios que os he hecho hasta ahora. —Os lo otorgo, le responde el rey, si es cosa que yo pueda conceder. —Vos me lo podéis dar, le responde. ¿Sabéis qué es? Que permanezcáis aquí hoy y mañana: sabed que os encontráis en la mejor fortaleza que tenéis y en ningún otro sitio seréis mejor servido ni más a gusto que aquí dentro, pues no habrá cosa que digáis con vuestra boca que de inmediato no la tengáis.» El rey responde que se quedará puesto que así lo ha otorgado. «Señor, dice ella, os encontráis en la casa del siglo donde más' se os deseaba ver y sabed que no hay mujer en el mundo que os ame tanto como yo; así lo debo hacer, aunque no con amor carnal. —Señora, pregunta el rey, ¿quién sois vos que según decís me amáis tanto? —Señor, le responde, soy vuestra más cercana amiga. Me llamo Morgana y soy vuestra hermana y vos me debíais conocer mejor de lo que me conocéis.» El la mira y la reconoce: salta de la cama y le manifiesta la mayor alegría del mundo, diciéndole que estaba muy contento con este suceso que Dios le ha mandado. «Pues os digo, hermosa hermana, le confiesa el rey, que pensaba que hubieseis muerto y abandonado este siglo, y, ya que a Dios le place que os haya encontrado sana y salva, en cuanto me vaya de aquí os llevaré conmigo a Camaloc, y en adelante viviréis allí en la corte, haciendo compañía a la reina Ginebra, mi mujer; bien sé que ella se alegrará mucho y estará muy contenta cuando lo sepa todo de vos. —Buen hermano, le responde, no me pidáis eso de ninguna manera, pues os aseguro con lealtad que jamás iré a la corte y, sin lugar a dudas, cuando me vaya de aquí, marcharé a la isla de Avalón, donde conversan las damas que saben todos los encantamientos del siglo.» El rey se viste y lo prepara todo; inmediatamente después, se sienta en la cama y hace que su hermana tome asiento a su lado; comienza a preguntarle por su vida: ella le cuenta una parte y le oculta el resto. Así, entre tales palabras, permanecieron hasta la hora de prima.

51.
Aquel día hizo muy buen tiempo y el sol se levantó bello y claro, tanto que entraba por todas partes; la habitación se iluminó más de lo que estaba antes, mientras ellos permanecieron completamente solos, pues se deleitaban mucho hablando juntos; después de haberse preguntado el uno al otro acerca de su vida, el rey empezó a mirar a su alrededor y vio las pinturas e imágenes que Lanzarote había dibujado cuando estuvo allí prisionero. El rey Arturo era suficientemente instruido como para poder entender algo que estuviera escrito, y cuando vio las letras de las imágenes, que explicaban el significado de los dibujos, empezó a leerlas y comprendió muy pronto que los dibujos de la habitación representaban obras de Lanzarote, y las hazañas que hizo cuando era caballero novel: no vio nada que no conociera por las noticias sobre sus hazañas, pues —tan pronto como cumplía cualquier proeza— le llegaban todos los días a la corte.

52.
Así comenzó el rey a leer las acciones de Lanzarote, según las pinturas que veía, y cuando llegó a las imágenes que contaban la revelación de Galeote, se espantó y quedó asombrado; comenzó a examinarlas y se dijo muy afligido: «Por mi fe, si es cierto lo que dicen estas letras, Lanzarote me ha afrentado con la reina; creo que tienen relaciones y, si es verdad, tal como lo testimonia esta escritura, es la cosa que me va a causar el mayor duelo, ya que Lanzarote no podría deshonrarme más que traicionándome con mi mujer.» Entonces dice a Morgana: «Bella hermana, os ruego que me digáis la verdad acerca de lo que os voy a preguntar.» Ella le responde que lo hará con gusto, si lo sabe. «Prometédmelo», insiste el rey, y ella así lo otorga. «Ahora os pido, le ruega, por la fe que me debéis y que me habéis prometido, si sabéis la verdad, y no lo ocultáis por nada, decidme quién dibujó estas imágenes. —Ay, señor, exclamó Morgana, ¿qué decís? ¿Qué me pedís? Ciertamente, si yo os dijera la verdad y llegara a saberlo aquel que hizo los dibujos, nadie sino Dios me podría salvar de la muerte. —En nombre de Dios, conjura el rey, conviene que me lo digáis y, como rey, os prometo que no seréis acusada. —Señor, pregunta ella, ¿no soportaríais por nada del mundo que no os lo dijera? —Ciertamente, responde el rey, conviene que me lo digáis. —Os lo diré, pues, de tal forma que no os mentiré en una sola palabra. Es cierto, comienza Morgana, y no sé si lo sabéis aún, que Lanzarote desde el primer día que recibió la orden de caballería ama a la reina Ginebra y por amor de la reina, cuando era novel caballero, hizo todas las hazañas que llevó a cabo. Eso lo pudisteis comprobar en el castillo de la Dolorosa Guarda, cuando llegasteis el primero y no pudisteis entrar y se os hizo detener en la orilla y cuando enviabais de vuestra parte algún caballero, no lo dejaban entrar, pero tan pronto como Kay, que era caballero de la reina, fue allí, entró y no os disteis cuenta tan bien como algunos lo notaron. —Ciertamente, yo no me di cuenta de aquello, pero por lo demás ocurrió tal como me decís; ahora no sé si fue por amor a la reina o por mí. —Señor, le responde, hay aún algo más. —Decid, exclama el rey. —Señor, le contesta, amó a mi señora la reina tanto que ningún hombre mortal podría amar más a dama alguna, pero no lo manifestó él ni nadie y lo ocultó mientras realizaba todas las hazañas que veis aquí dibujadas.

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