6.
Al llegar la mañana, Boores con su mesnada salió de la ciudad de Camaloc. Al saber Agraváin que Boores se iba con los demás caballeros y que Lanzarote se quedaba, pensó al momento que era porque quería ir a ver a la reina en cuanto el rey se marchara. Se dirigió entonces a su tío el rey y le dijo: «Señor, si no creyera que os iba a pesar os diría una cosa como consejo. Lo digo para vengar vuestra afrenta. —¿Mi afrenta?, le preguntó el rey, ¿va la cosa tan alto que mi honra está mezclada? —Señor, le respondió Agraváin, sí, y os diré cómo.» Entonces lo llevó a un lado y le dijo: «Señor, Lanzarote ama a la reina con loco amor y la reina le corresponde a él. Y como no pueden reunirse a su voluntad cuando vos estáis, Lanzarote sé ha quedado y no irá al torneo de Wincester; por eso ha enviado a los de su hueste de forma que, cuando os vayáis esta noche o mañana, podrá hablar bien a su gusto con la reina.» El rey Arturo que oye estas palabras no puede imaginarse que sea cierto, sino que piensa que es mentira y contesta: «Agraváin, buen sobrino, no digáis jamás tales palabras, pues yo no os creería. Bien sé, en verdad, que Lanzarote de ningún modo pensaría tal cosa; y, ciertamente, si alguna vez lo pensó, fue porque se lo hizo hacer la fuerza de amor, contra quien no pueden resistir ni el buen sentido ni la razón. —¿Cómo, señor, pregunta Agraváin, no haréis nada? —¿Qué queréis, le responde, que haga? —Señor, dice Agraváin, yo desearía que hicieseis que lo espiaran hasta que los sorprendan juntos; entonces sabréis la verdad y otra vez me creeréis mejor. —Haced, le dice el rey, lo que queráis, que no seréis obstaculizado por mí.» Agraváin dijo que no pedía nada más.
7.
El rey Arturo pensó mucho aquella noche en lo que Agraváin le había dicho, pero en su corazón no le dio gran importancia, pues en modo alguno creyó que aquello fuese verdad. Por la mañana se preparó para ir al torneo, invitando a una gran cantidad dé sus caballeros para que le acompañaran. La reina le dijo: «Señor, yo iría gustosamente a ver esta reunión, si así lo quisierais; mucho me agradaría ir, pues he oído decir que habrá hechos de armas muy dignos. —Señora, le dice el rey, no iréis esta vez.» Ella se calló al punto. El quería que se quedara para demostrar la mentira de Agraváin.
8.
Cuando el rey con sus compañeros se puso en marcha para ir al torneo, hablaron mucho entre ellos de Lanzarote y dijeron que no iría a aquel encuentro. Lanzarote, tan pronto como supo que el rey había iniciado el camino con todos los que habían de ir a Wincester, se levantó de la cama, se preparó y fue a la reina, a la que le dijo: «Señora, si lo aceptáis, iré al torneo.» Ella preguntó: «¿Por qué os habéis quedado tanto tiempo más que los otros? —Señora, le respondió, porque deseaba ir completamente solo y llegar al torneo de tal forma que no fuera reconocido por propios ni extraños. —Id pues, le dijo, si queréis; yo lo acepto complacida.» Lanzarote se aleja de allí, vuelve a su morada y en ella permanece hasta la noche.
9.
Por la tarde, cuando ya hubo oscurecido, tan pronto como todos ya se habían acostado en la ciudad de Camaloc, Lanzarote se dirigió a su escudero y le dijo: «Te conviene montar y cabalgar conmigo, pues quiero ir a ver el torneo de Wincester, pero tú y yo no cabalgaremos más que de noche, pues de ninguna manera desearía ser reconocido por el camino.» El escudero cumplió sus órdenes; se prepara tan presto como es posible y trae el mejor caballo que tenía Lanzarote, pues se da cuenta que su señor querrá llevar armas al torneo. Cuando estuvieron fuera de Camaloc, tras tomar el camino adecuado para ir a Wincester, cabalgaron toda la noche de manera que no descansaron en ningún momento.
10.
Por la mañana, al ser ya de día, llegaron a un castillo en el que el rey había pasado la noche; Lanzarote fue allí nada más que porque no quería cabalgar durante el día, no fuera a ser reconocido por cualquier, motivo. Cuando llegó al castillo, cabalgaba tan cabizbajo que a duras penas se le podía reconocer; lo hacía por los caballeros del rey que estaban saliendo de allí y a él le pesaba haber llegado tan pronto.
11.
El rey Arturo, que aún estaba asomado a una ventana, vio el caballo de Lanzarote y reconoció que era el mismo que él le había regalado, pero no identificó a Lanzarote, que estaba muy cabizbajo; no obstante, al atravesar una calle, Lanzarote levantó la cabeza, y el rey lo miró, lo conoció y se lo mostró a Girflete: «¿Habéis visto a Lanzarote, que ayer nos dio a entender que se encontraba indispuesto? Ha llegado al castillo. —Señor, le respondió Girflete, os diré por qué lo hizo; quiere estar en el torneo de tal forma que no lo conozca nadie, por eso no quería venir con nosotros; sabedlo con toda seguridad.» Lanzarote, que no se daba cuenta de todo esto, ya dentro del castillo con su escudero, entró en una dependencia y prohibió ser presentado a nadie de allí, aunque lo pidiera. El rey, que continuaba a la ventana esperando que volviera a pasar otra vez, permaneció allí tanto rato que se dio cuenta de que Lanzarote se había quedado en la ciudad. Entonces dijo a Girflete: «Hemos perdido a Lanzarote, pues ya se ha albergado. —Señor, contestó Girflete, bien puede ser. Sabed que no cabalga más que de noche, para no ser reconocido. —Ya que quiere ocultarse, dijo el rey, ocultémosle bien; procurad que no se cuente a ningún hombre mortal que lo habéis visto en el camino; por lo que a mí respecta, yo tampoco hablaré de ello. Así podrá permanecer oculto, pues nadie más que nosotros dos lo ha visto.» Girflete le jura que no dirá nada.
12.
Con todo esto, el rey con su acompañante se retira de la ventana. Lanzarote permaneció en casa de un rico vasallo que tenía dos hijos muy hermosos y fuertes, que acababan de ser armados caballeros por la mano del propio rey Arturo. Lanzarote comenzó a mirar los escudos de los dos caballeros y vio que eran rojos, como el fuego, sin ningún tipo de señal: era costumbre en aquel tiempo que el caballero novel, el primer año en que había recibido la orden de caballería, no llevara escudo que no fuese de un solo color; si lo hacía de otra forma, era en contra de la orden. Entonces dijo Lanzarote al señor huésped que le albergaba: «Señor, os ruego que me prestéis como favor uno de estos escudos para llevármelo a la reunión de Wincester junto con las ropas y todos los demás arreos. —Señor, le dice el vasallo, ¿no tenéis escudo? —No, le responde, que no lo quiero llevar, pues si lo llevara, sería reconocido mucho antes de que quisiera; el mío os lo dejaré aquí, con todas mis armas, hasta el regresa.» El buen hombre le responde: «Señor, tomad el que queráis, pues uno de mis hijos se encuentra tan indispuesto que no podrá llevar armas a ese torneo; el otro se marchará inmediatamente.» Al terminar estas palabras, llegó el caballero que debía ir al encuentro; puso muy buena cara al ver a Lanzarote, porque le parecía persona noble, y le preguntó quién era. Lanzarote le responde que es un caballero extranjero en el reino de Logres, aunque de ningún modo quiso decirle su nombre, ni le descubrió su condición, pero le contó que iría a la reunión de Wincester y que por eso había ido allí. «Señor, le dijo el caballero, habéis tenido suerte, pues yo también deseo ir; ahora podremos marchar juntos y así nos haríamos mutuamente compañía. —Señor, le responde Lanzarote, no cabalgaré de día, pues el calor me hace daño, pero si queréis esperar hasta la noche, os acompañaré; de ninguna forma cabalgaré antes de la noche. —Señor, le responde el caballero, me parecéis tan noble que haré lo que deseéis; por amor a vos, estaré aquí todo este día y marcharemos juntos a la hora que os plazca.» Lanzarote le agradece mucho la compañía.
13.
Lanzarote permaneció todo aquel día allí y fue servido y atendido en todo aquello que se puede ser servido y atendido. Los del hostal le preguntaron mucho por su condición, pero no pudieron saber absolutamente nada más que lo que el escudero dijo a la hija del señor, que era muy hermosa, y poco faltó para que le descubriera quién era su señor; sin embargo, como la vio de una gran belleza, no quiso ocultarle todo, pues le parecía villanía, por eso le dijo: «Doncella, no os puedo descubrir todo, pues sería perjuro y podría enojar a mi señor; pero aquello que os pueda descubrir, sin que yo caiga en falta, os lo diré. Sabed que es el mejor caballero del mundo, os lo aseguro lealmente. —Así me ayude Dios, dijo la doncella, ya me habéis dicho bastante; bien me habéis pagado con esas palabras.»
14.
Inmediatamente se dirigió la doncella hacia Lanzarote, se arrodilla ante él y le dice: «Gentil caballero, por la fe que debes a la cosa del mundo que más quieras, concédeme un don.» Cuando Lanzarote ve de rodillas ante sí a una doncella tan hermosa y tan agradable como era aquélla, siente un gran pesar y le dice: «¡Ay!, doncella, levantaos. Tras este requerimiento sabed que no hay nada en la tierra que yo pueda hacer que no lo haga, pues me habéis conjurado gravemente.» Ella se levanta y le dice: «Señor, cien mil gracias por este don. ¿Sabéis lo que me habéis concedido? Me habéis otorgado llevar al torneo mi manga derecha por encima de vuestro yelmo en lugar de pendón y haréis armas por mi amor.» Cuando Lanzarote oye esta petición, le pesa mucho; sin embargo, no osa oponerse, pues ya se lo había prometido. De todas formas, siente mucho haberlo concedido, porque sabe que si la reina se entera, le parecerá una falta tan grave, que no encontrará otra peor. A pesar de todo, por mantener su promesa, tal como dijo, se lanzará a la ventura; de otra forma sería desleal, si no hiciera lo que había prometido a la doncella. La muchacha le trae la manga atada a un pendón y le ruega que por su amor haga muchas armas en este torneo, de manera que ella pueda tener por bien empleada su manga. «Y, sabed, en verdad, continúa, señor, que sois el primer caballero al que hago cualquier petición y no la hubiera hecho si no fuera por la gran bondad que hay en vos.» El le contesta que por su amor hará tanto que no será humillada.
15.
Así permaneció Lanzarote allí todo el día; por la noche, cuando ya hubo oscurecido, se marchó de casa del vasallo y encomendó a Dios al vasallo y a la doncella; hizo que su criado llevara el escudo que había tomado allí y dejó el suyo. Cabalgó durante toda la noche con su compañía, hasta que al amanecer, poco antes de que saliera el sol, llegaron a una legua de Wincester. «Señor, dijo el caballero a Lanzarote, ¿dónde queréis que vayamos a alojarnos? —¡Quién supiera, dijo Lanzarote, de algún refugio, cerca del torneo, en el que pudiéramos estar en secreto! Yo me tendría por muy bien pagado, pues no entraré en Wincester. —Por mi fe, le responde el caballero, habéis tenido suerte en eso; cerca de aquí, fuera del gran camino, a la izquierda, está el hostal de una familiar mía, gentil mujer que nos albergará e alegrará mucho con nosotros cuando nos vea en su hostal. —Por mi fe, contesta Lanzarote, gustosamente quiero ir allí.»
16.
Con esto dejan el gran camino y van derechos, ocultándose, hacia donde estaba el hostal de la señora. Cuando descabalgaron y la mujer reconoció a su sobrino, no visteis nunca alegría tan grande como la que ella le mostró, pues no lo había vuelto a ver desde que era caballero novel. Le dijo: «Buen sobrino, ¿dónde habéis estado desde que os vi? ¿Dónde habéis dejado a vuestro hermano? ¿No vendrá al torneo? —Señora, le responde, no, no puede; lo dejamos en casa algo descompuesto. —¿Quién es, pregunta, este caballero que ha venido con vos? —Señora, le contesta, así me ayude Dios, yo no sé quién es; tan sólo sé que me parece muy noble; por la bondad que supongo en él, le acompañaré en el torneo y llevaremos los dos las mismas armas y gualdrapas.» La dama se acerca a Lanzarote entonces y le habla muy bien y adecuadamente; le lleva a una habitación y hace que se acueste en un lecho muy rico, pues le dijo que había cabalgado y deambulado durante toda la noche. Lanzarote permaneció allí todo el día y tuvieron gran abundancia de cuanto quisieron. Por la noche cuidaron los escudemos las armas de sus señores para que no les faltara nada. El día siguiente, tan pronto como apareció el día, se levantó Lanzarote y fue a oír misa a la capilla de un ermitaño que cerca de allí se alojaba en un bosque. Cuando hubo oído misa, y tras hacer sus oraciones (tal como debe hacer el caballero cristiano), se marchó y volvió al hostal; después desayunó con su compañero. Mientras tanto, Lanzarote había enviado a su escudero a Wincester a enterarse de quiénes ayudarían a los de dentro y quiénes estarían de parte de los de fuera. El escudero se apresuró tanto para saber las noticias y para volver pronto, que llegó al hostal antes de que Lanzarote se comenzara a armar. Al presentarse a su señor le dijo: «Señor, hay mucha gente por dentro y por fuera, pues han venido caballeros de todas partes, tanto propios como extraños. Sin embargo, es dentro donde está la mayor fuerza, pues allí están los compañeros de la Tabla Redonda. —¿Sabes, le pregunta Lanzarote, de qué lado se han puesto Boores, Lionel y Héctor? —Señor, le responde, con los de dentro, y con razón, pues no mostrarían de otra manera ser compañeros de la Tabla Redonda si no estuvieran de ese lado. —¿Quién está por fuera?, pregunta Lanzarote. —Señor, le responde, el rey de Escocia, el rey de Irlanda, el rey de Gales, el rey de Norgales y otros muchos nobles; pero de todas formas, no tienen tan buena gente como los de dentro, pues todos ellos son caballeros asalariados y de tierras extrañas; no están acostumbrados a llevar armas como los del reino de Logres, ni son tan buenos caballeros como éstos.» Entonces monta Lanzarote sobre su caballo y dice al escudero: «Tú no vendrás conmigo, pues si vinieras, te reconocerían y por ti me reconocerían también a mí, y no quiero que eso pase de ninguna manera.» Aquél le dice que se quedará conforme, puesto que así le gusta, pero que preferiría ir con él. Lanzarote se va de allí con su compañero y dos escuderos que el caballero había llevado consigo. Cabalgaron hasta llegar a la pradera de Wincester; que ya se encontraba completamente llena de justadores y el torneo tan a punto que se había partido el campo a los dos lados. Ni Galván ni su hermano Gariete llevaban armas aquel día, puesto que el rey se lo había prohibido, ya que estaba seguro de que Lanzarote vendría y si venía a justar no quería que se hirieran, ni que surgiera querella ni mala querencia entre ellos.
17.
El rey, con gran compañía de caballeros, subió a la torre principal de la ciudad para ver el torneo; con él estaban Galván y su hermano Gariete. El caballero que había venido con Lanzarote le dijo a éste: «¿Señor, a quiénes ayudaremos? —¿Quiénes os parece que tienen la peor parte?» Le contesta: «Señor, creo que los de fuera, pues los de dentro son muy valientes y muy buenos caballeros y muy hábiles en el uso de las armas. —A partir de ahora seremos de los de fuera, porque no nos honraría ayudar a los que llevan la mejor parte.» Aquél le responde que está dispuesto a hacer cualquier cosa que le encargue.