120.
Con esto terminan la conversación; el rey se vuelve a las tiendas, llevando consigo a la reina. Entonces empezó entre ellos una alegría tan grande como si Dios Nuestro Señor hubiera descendido. Pero del mismo modo que los de la hueste estaban alegres y contentos, así de afligidos se marcharon los del castillo, pues estaban a disgusto, porque veían a su señor más meditabundo de lo habitual; cuando Lanzarote descabalgó, ordenó a toda la mesnada que prepararan los arneses, pues según piensa se pondría en marcha mañana, para llegar al mar y pasar a la tierra de Gaunes. Aquel día Lanzarote llamó a un escudero que se llamaba Kanahín y le dijo: «Toma mí escudo de esa habitación y vete derecho a Camaloc; llévalo a la iglesia mayor de San Esteban y déjalo en un lugar donde se pueda quedar y donde sea visto con facilidad, de manera que todos cuantos lo vean desde ahora recuerden las maravillas que he hecho en esta tierra. ¿Y sabes por qué le hago tal honor a ese lugar? Pues porque allí recibí las primeras armas de la orden de caballería y amo a aquella ciudad más que a ninguna otra; por eso quiero que, en mi lugar, esté allí mi escudo, pues no sé si cuando me haya ido de este país la ventura me volverá a llevar alguna vez allí.»
121.
El criado tomó el escudo; con él le dio Lanzarote cuatro caballos cargados de riquezas para que los religiosos rezasen por él el resto de los días, y como limosna para el lugar. Cuando los que llevaban el presente llegaron allí, se les recibió con gran alegría; al ver el escudo de Lanzarote, de ningún modo estuvieron menos contentos que con el otro regalo; lo hicieron colgar inmediatamente con una cadena de plata, en medio del monasterio y con tanta riqueza como si fuera una santa reliquia. Cuando lo supieron los del país, acudieron a verlo, con gran fiesta; la mayoría al ver el escudo lloraba porque Lanzarote se había ido.
Aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve a Lanzarote y a su compañía.
122.
En esta parte cuenta la historia que, después de que la reina fue devuelta al rey, Lanzarote se marchó de la Alegre Guarda; y fue cierto que con permiso del mismo rey dio el castillo a un caballero suyo, que le había servido largo tiempo, de forma que estuviera donde estuviera recibiría las rentas del castillo el resto de su vida. Cuando salió Lanzarote con toda su compañía calcularon que debían ser unos cuatrocientos caballeros, sin contar los escuderos ni los demás que, a pie y a caballo, seguían aquel camino. Al llegar al mar y meterse en la nave, Lanzarote miró la tierra y el país donde había tenido tantos bienes y donde se le habían hecho tantos honores; empezó a mudar de color, a suspirar profundamente y los ojos comenzaron a derramar lágrimas con tristeza. Tras estar un buen rato así, dijo, tan bajo que nadie de la nave le oyó, excepto Boores:
123.
«¡Ay! Dulce tierra, llena de todas las bondades y en donde quedan mi alma y mi vida, bendita seas por la boca del llamado Jesucristo, y benditos sean todos cuantos quedan en ti amigos o enemigos. ¡Tengan paz! ¡Tengan tranquilidad! Que Dios les dé alegría mayor de la que yo tengo. ¡Victoria y honor les dé Dios, frente a todos aquellos que les quieran algún mal! Ciertamente lo tendrán, pues nadie podría estar en un país, tan dulce como es éste, sin ser más afortunado que los demás; lo digo por mí, que lo he probado, pues tanto tiempo como estuve en él, me llegaron toda clase de felicidades y en mayor abundancia que si hubiera estado en otra tierra.»
124.
Tales palabras dijo Lanzarote cuando salió del reino de Logres; mientras pudo ver el país, lo contempló y, cuando lo perdió de vista, fue a acostarse en una cama. Comenzó a hacer un duelo tan grande y tan digno de admiración, que cualquiera que lo viera le tendría compasión; el duelo duró hasta la llegada. Cuando llegaron a tierra, cabalgó con su compañía hasta las cercanías de un bosque. En el bosque desmontó Lanzarote y ordenó que se montaran allí los pabellones, pues deseaba pasar la noche; quienes debían atender a este menester lo hicieron al instante. En aquel lugar se albergó Lanzarote por la noche, y, a la mañana siguiente, se fue y cabalgó hasta llegar a su tierra. Cuando los del país supieron que venía salieron a su encuentro y lo recibieron con una alegría muy grande, como a quien era su señor.
125.
Al día siguiente de llegar, después de que oyó misa, se acercó a Boores y a Lionel y les dijo: «Concededme un don, os lo suplico. —Señor, le responden, no es necesario que nos supliquéis, ordenad, y no lo dejaremos de hacer al instante, aunque perdamos la vida o algún miembro. —Boores, os pido que aceptéis el feudo de Benoic; y vos, Lionel, vos tendréis el de Gaunes, que fue de vuestro padre. En cuanto al de Gaula, como me lo dio el rey Arturo, no os diré nada, pues si me hubiera dado el mundo entero, se lo devolvería en este momento.» Le contestan que lo harán así, pues tal es su voluntad; Lanzarote añade que quiere que sean coronados para Todos los Santos.
126.
Los dos se le echan a los pies y reciben de él estos señoríos. Desde el día que lo dijo hasta el de Todos los Santos no había más que un mes y dos días. Cuando los súbditos supieron que aquel día debían ser coronados e investidos los dos hermanos, uno con el reino de Benoic y el otro con el reino de Gaunes, vierais entonces gran fiesta por toda la tierra y a los labradores alegrarse más de lo que solían. Bien podían asegurar que el más pensativo y triste de todos ellos era Lanzarote: apenas se le podía sacar buena cara; y, sin embargo, aun así mostraba mayor gozo y cara más alegre de lo que sentía en su corazón.
127.
El día de la fiesta de Todos los Santos se reunieron en Benoic todos los altos nobles de aquella tierra. El mismo día en que los dos hermanos fueron coronados, Lanzarote tuvo noticias de que el rey Arturo quería atacarles con un ejército, y que les atacaría, sin duda, en cuanto pasara el invierno, pues ya se había aprovisionado un tanto y, todo, debido a las instigaciones de mi señor Galván. Cuando oyó estas noticias, respondió a quien se las dijo: «Dejad que venga el rey; ¡qué sea bienvenido! Ciertamente lo recibiremos bien, si Dios quiere, pues nuestros castillos son fuertes de muros y de otras cosas y nuestra tierra está bien guarnecida de carne y de caballería. Venga el rey tranquilo, pues, mientras lo pueda reconocer, no debe temer la muerte allí donde yo esté. Pero de mi señor Galván, que nos es tan hostil —y no debía hacerlo—, que busca tanto nuestro mal, os aseguro que si viene aquí y yo puedo no se irá sano y salvo y en su vida habrá emprendido una guerra de la que se haya arrepentido tanto como se arrepentirá de ésta, si viene.» Al que le trajo estas noticias así le habló Lanzarote y le aseguró que el rey Arturo sería mejor recibido de lo que se imaginaba; aquél le contestó que el rey no se habría puesto en movimiento si mi señor Galván no le hubiera impulsado.
Aquí deja la historia de hablar de Lanzarote y vuelve al rey Arturo y a mi señor Galván.
128.
Cuenta ahora la historia que el rey Arturo pasó todo aquel invierno en el reino de Logres, más a gusto que nadie, pues no veía nada que no le agradase. Mientras iba cabalgando por sus villas y quedándose cada día en alguno de sus castillos (en aquellos que consideraba más cómodos), mi señor Galván le aconsejó tanto que volviera a comenzar la guerra contra Lanzarote, que él —como rey— le prometió que nada más pasar la Pascua atacaría con todo su ejército a Lanzarote y no cesaría —aunque muriera— hasta derribar las fortalezas de Benoic y de Gaunes, de modo que no dejaría piedra sobre piedra en sus muros. Esta promesa hizo el rey a mi señor Galván. Le prometió algo que no podría cumplir.
129.
Después de Pascua, en el tiempo nuevo, cuando el frío se había ido algo, convocó el rey a todos sus nobles y aparejó las naves para atravesar el mar; la asamblea fue en la ciudad de Londres. Cuando tenían que ponerse en marcha, mi señor Galván le preguntó a su tío: «Señor, ¿dónde dejaréis a mi señora la reina?» El rey comenzó a pensar con quién la podría dejar. Mordrez se adelanta y dice al rey: «Señor, si quisierais, me quedaría para custodiarla; estará a salvo y vos podréis estar más tranquilo que si ella estuviera bajo guardia.» El rey le responde que quiere que se quede y la guarde como si fuera su cuerpo. «Señor, contesta Mordrez, os prometo que la protegeré con tanto amor como si fuera mi propio cuerpo.» El rey la toma de la mano y se la entrega, diciéndole que la cuide tan lealmente como cumple a un vasallo con la mujer de su señor. Así la recibe. La reina se entristeció mucho por ser entregada a Mordrez para que la protegiera, pues sabía tanto de su maldad y de su deslealtad que estaba segura de que por ello tendría penas y enojos. Y fueron mucho mayores de lo que ella podía imaginar. El rey le dio a Mordrez las llaves de todos sus tesoros, por si necesitaba plata u oro, cuando hubiera pasado al reino de Gaunes; entonces, si se lo ordenara, Mordrez debía enviárselos. Por otra parte, el rey encomendó a los súbditos que hiciesen lo que Mordrez quisiera y les hizo prometer sobre los Santos Evangelios que no faltarían en lo que les ordenara; juraron, y después el rey se arrepentiría con mucho dolor, cuando fue vencido en la batalla de la llanura de Salisbury, donde el combate fue mortal, tal como lo contará claramente esta misma historia.
130.
Tras esto, el rey Arturo con gran compañía de buena gente partió de la ciudad de Londres, y cabalgó hasta llegar al mar; la reina quisiera él o no, le acompañó hasta allí. Cuando el rey iba a entrar en la nave, la reina hizo un gran planto y le dijo llorando, mientras él la besaba: «Señor, Nuestro Señor os conduzca allí donde debéis ir y os traiga luego sano y salvo, pues, ciertamente, nunca tuve tal miedo por vos como el que ahora tengo. Y cualquiera que sea vuestro regreso, el corazón me dice que no os volveré a ver, ni vos a mí. —Señora, si Dios quiere, le responde el rey, sí que lo haréis, y no tengáis miedo ni dudas, pues con el miedo no ganaréis nada.» Con esto entró el rey en la nave; las velas fueron izadas para recibir el viento y los marineros se dispusieron a hacer sus faenas; no tardó mucho el viento en alejarlos de la orilla tanto como para que se vieran en alta mar. Tuvieron buen viento y llegaron pronto a la orilla, por lo que alabaron mucho a Nuestro Señor. Cuando estuvieron ya, el rey ordenó que se sacaran de las naves todos los arneses y que montasen sus pabellones en la orilla, pues deseaba descansar. Cumplieron las órdenes y aquella noche la pasó el rey en una pradera bastante cercana a la orilla del mar. Por la mañana, cuando marchó de allí, calculó cuánta gente llevaban y contaron más de cuarenta mil. De esta forma cabalgaron hasta llegar al reino de Benoic. Cuando entraron en él no se encontraron los castillos desguarnecidos, pues no había uno que Lanzarote no hubiera ordenado reforzar o rehacer totalmente. Entonces, el rey preguntó a sus hombres que hacia dónde iría. «Señor, le responde mi señor Galván, iremos directamente a la ciudad de Gaunes, donde están con todas sus fuerzas el rey Boores, el rey Lionel, Lanzarote y Héctor; y sí les podemos atacar por cualquier circunstancia, podríamos acabar fácilmente con nuestra guerra. —Por Dios, contesta mi señor Yváin, es una locura ir directamente a aquella ciudad, pues allí está todo el valor de esta tierra, por lo cual nos convendría más destruir los castillos y villas que rodean esa ciudad, de manera que no tuviéramos sobresaltos cuando hayamos sitiado a los de dentro. —¡Ay!, exclama mi señor Galván, no os preocupéis, que no habrá nadie tan atrevido que ose salir de cualquier castillo cuando sepa que estamos en esta tierra. —Galván, dice el rey, vayamos a asediar Gaunes, pues así lo deseáis.» Entonces el rey Arturo, con toda su compañía, va directo a Gaunes. Cuando ya estaba cerca se encontró con una dama extraordinariamente vieja que cabalgaba un palafrén blanco y que iba vestida con gran riqueza; al reconocer al rey Arturo, le dijo:
131.
«Rey Arturo, mira la ciudad que has venido a sitiar. Debes saber que es una gran locura y que sigues un loco consejo; de la empresa que has comenzado no obtendrás honor, pues no conquistarás la ciudad y te marcharás sin haber conseguido nada: ése será el honor que obtendrás. Y vos, mi señor Galván, que habéis aconsejado esto al rey y por cuyo consejo ha empezado esta guerra, sabed que perseguís con tal ahínco vuestro daño, que nunca volveréis a ver sano y salvo el reino de Logres. Podéis estar seguro de que se acerca el término que antaño os fue prometido cuando os fuisteis de casa del Rico Rey Pescador, donde habíais alcanzado bastante vergüenza y deshonra.»
132.
Tras decir estas palabras, se volvió a toda prisa: en modo alguno quiso oír lo que le dijeron mi señor Galván ni el rey Arturo; fue directamente a la ciudad de Gaunes, entró y llegó a la gran sala donde encontró a Lanzarote y a los dos reyes, que tenían consigo gran compañía de caballeros; cuando subió a la gran sala, se dirigió a los dos reyes y les dijo que el rey Arturo estaba a media legua de la ciudad y que se podían ver ya más de diez mil hombres de los suyos. Le respondieron que no les preocupaba, que no les temen. Y le preguntan a Lanzarote: «Señor, ¿qué haremos? El rey Arturo hace que sus hombres acampen ahí fuera. Debíamos atacarles y que quedaran bien acampados.» Lanzarote les responde que les atacaría mañana. Boores y todos los demás están de acuerdo en esto. Lanzarote hace pregonar por la ciudad que por la mañana estén montados todos antes de prima; la mayoría se ponen alegres y contentos, pues prefieren la guerra a la paz. Aquella noche estuvieron a gusto los de la hueste, y los de dentro, tranquilos. Al amanecer, tan pronto como apareció el día, se levantaron los de la ciudad y tomaron las armas lo antes que pudieron, pues tenían muchas ganas de ver la hora en que se juntarían con los de fuera. Cuando estuvieron dispuestos, se presentaron ante el palacio y se detuvieron, montados, en medio de la calle, hasta que tuvieron que salir. Lanzarote y Héctor organizaron sus cuerpos de ejército, dándole a cada uno un buen caudillo. Del mismo modo, los de la hueste prepararon veinte cuerpos: en el primero iban mi señor Galván y mi señor Yváin, pues habían oído decir que Lanzarote y Boores iban, por la otra parte, en el primer cuerpo. Cuando chocaron estos dos cuerpos, mi señor Galván y Lanzarote, y Boores e Yváin; se derribaron al suelo los cuatro, de forma que por poco no se le rompió el brazo a Yváin. Entonces se atacan los ejércitos y comienza una batalla tan grande y de tantos hombres, que podíais ver caer muchos caballeros. Lanzarote volvió a montar en su caballo y tomó la espada: comienza a herir y a dar grandes golpes a su alrededor. Las gentes del rey Arturo consiguieron montar de nuevo a mi señor Galván, quisieran los de la ciudad o no. Los ejércitos se juntaron antes de que pasara la hora de tercia y comenzaron un combate en el que murieron numerosos esforzados nobles y numerosos caballeros valientes. Cuando el rey Lyón llegó al combate, vierais a los hombres del rey Arturo desmayar por las maravillas que veían hacer al rey Lyón. Y en aquel día hubieran perdido mucho los de fuera, de no ser por el rey Arturo, que lo hizo muy bien en el combate; y él mismo hirió al rey Lyón en la cabeza: entonces tuvieron tal miedo los de dentro, al verlo tan malherido, que el combate terminó antes de la hora de vísperas y se volvieron a la ciudad.