148.
Cuando el rey oye la gran reparación que Lanzarote ha ofrecido por tener la paz, se queda asombrado, pues en modo alguno imaginaba que Lanzarote lo hiciese; y le dice a mi señor Galván, llorando de los ojos: «Buen sobrino, por Dios, haced lo que Lanzarote os pide, pues ciertamente os ofrece todas las reparaciones que un caballero puede ofrecer por la muerte de un familiar; en verdad, noble como es, no os repetirá nunca más lo que ha dicho. —Realmente, responde mi señor Galván, no es necesario el ruego; prefiero estar herido por lanza en medio del pecho y tener el corazón fuera del vientre antes de no hacer lo que os he prometido, sea mi muerte, sea mi vida.»
Entonces, tiende una prenda y le dice al rey: «Señor, heme aquí dispuesto a probar que Lanzarote ha matado de forma desleal a mis hermanos; sea la batalla fijada para el día que vos queráis.» Lanzarote se adelanta y le dice al rey llorando: «Señor, ya que veo que el combate no dejará de celebrarse, si no me defiendo no se me considerará caballero: he aquí mi gaje para defenderme; me pesa hacerlo; sea la batalla mañana, si a mi señor Galván le place.» El rey lo otorga y recoge las prendas de ambos. Entonces dice Lanzarote al rey: «Señor, os pido que me prometáis como rey, si Dios me da el honor de esta batalla, que levantaréis el asedio de esta ciudad y os volveréis al reino de Logres con todos vuestros hombres, de manera que en el resto de vuestra vida ni vos, ni nadie de vuestra parentela, nos atacaréis, si no os atacamos nosotros antes.» El se lo promete como rey y con esto se separan los unos de los otros; pero al marcharse, le dice Héctor a mi señor Galván: «Mi señor Galván, habéis rechazado la mejor oferta y la reparación más alta que jamás ofreció nadie tan noble como Lanzarote a caballero alguno; ciertamente, por mi parte, desearía que por ello os sobreviniera un daño y creo que así será.» Lanzarote le dice a Héctor que se calle, pues ya había hablado bastante, y así lo hace; se separan unos de otros, vuelven a los caballos y montan; unos regresaron a la ciudad y los otros a los pabellones. Pero nunca visteis tan gran duelo ni tales lamentaciones como las que empezó a hacer mi señor Yváin, cuando supo que la batalla había sido fijada por ambas partes, por mi señor Galván y por Lanzarote, y que no dejaría de celebrarse; se dirige a mi señor Galván y le zahiere con vehemencia diciéndole: «Señor, ¿por qué habéis hecho eso? ¿Acaso odiáis tanto vuestra propia vida como para emplazar un combate contra el mejor caballero del mundo, contra quien nadie ha resistido una batalla sin ser deshonrado al final? Señor, ¿por qué habéis fijado este combate, sin razón además, ya que él defiende lo justo? jamás hicisteis nada tan sorprendente». —No os preocupéis ahora, mi señor Yváin, le responde mi señor Galván, pues sé que yo tengo la razón v él la injusticia; por eso combatiré tranquilo contra él," aunque fuera dos veces mejor caballero de lo que es. —Ciertamente, dice el rey, Yváin, yo preferiría haber perdido la mitad de mi reino antes que el asunto hubiera llegado a donde está, pero ya que no puede detenerse, veremos qué pasa y esperaremos la misericordia de Nuestro Señor. Pero aún hay cosas más asombrosas, pues Lanzarote le ofreció, a cambio de la paz, hacerse vasallo suyo con todos sus compañeros, menos los dos reyes; y si esto no le agradaba, se iría al exilio diez años y a la vuelta no pediría más que estar en nuestra compañía. —Realmente, responde mi señor Yváin, fue tan grande la oferta que, después de eso, sólo veo falta de razón en nuestro lado; quiera Dios ahora que no nos vengan males, pues en verdad nunca como ahora tuve tanto temor a que me sobrevinieran perjuicios, pues veo en aquel lado la razón y en éste, la injusticia.
149.
Gran duelo hacen en la hueste el rey Arturo y su gente porque mi señor Galván ha acordado combatir contra Lanzarote; los más valientes lloraban y tenia tal aflicción que sus lenguas no se atrevían a decir lo que el corazón pensaba; pero a los de la ciudad no les pesaba tanto, pues cuando oyeron contar la gran reparación que Lanzarote ofrecía a mi señor Galván dijeron que Dios le enviará afrenta a Galván, por su orgullo y engreimiento.
Aquella noche Lanzarote junto con gran acompañamiento de gentes veló en el monasterio mayor de la ciudad; confesó con un arzobispo todos los pecados de los que se sentía culpable con respecto a Nuestro Señor, pues temía mucho que le sobreviniera algún daño por mi señor Galván, a causa de la muerte de sus hermanos, a los que había matado. Cuando rayaba el alba, se durmió hasta la hora de prima y lo mismo hicieron todos los demás que habían velado con él. A la hora de prima, Lanzarote —que verdaderamente temía mucho lo que iba a hacer— se levantó, se vistió y vio a los altos hombres que le esperaban. Al instante pide sus armas y se las traen buenas, hermosas, fuertes, adecuadas y ligeras; sus amigos lo arman lo mejor que pueden. Allí podéis ver cómo lo armaban gran cantidad de nobles; cada cual ponía su conocimiento y su interés en servirle y en mirar que no le faltara nada. Cuando lo hubieron preparado lo mejor posible, bajan del salón al patio y monta un caballo fuerte y rápido, cubierto de hierro hasta los cascos. A continuación montaron todos los demás, por hacerle compañía. Sale de la ciudad, de forma que en su comitiva podíais ver a más de diez mil entre los que no había uno solo que por amor a él, si fuera menester, no entregara su cuerpo a la muerte.
150.
Cabalgaron hasta llegar a un prado, fuera de las murallas, donde debía tener lugar el combate; iban de tal forma que ninguno, salvo Lanzarote, llevaba armas y ninguno entró en el campo, sino que se detuvieron antes, junto a la ciudad; cuando los de la hueste los vieron fuera de la ciudad, llevaron el caballo a mi señor Galván, a quien habían armado los altos hombres de la hueste hacía rato; acudieron al campo exactamente de la misma manera que habían hecho los de la ciudad. El rey tomó de la mano derecha a mi señor Galván y lo llevó al campo de batalla, pero lloraba con tanta amargura como si viera a todo el mundo muerto ante él. Boores toma a su señor de la mano derecha y lo mete en el campo, diciéndole: «Señor, entrad; que Dios os dé honra en esta batalla.» Lanzarote se persigna al entrar en el campo y, con insistencia, se encomienda a Nuestro Señor.
151.
El día era hermoso y claro; el sol, levantado, comenzaba a relucir sobre las ramas. Los caballeros, que eran valientes y seguros, dejan correr los caballos, uno contra otro; bajan las lanzas y se golpean los cuerpos y escudos con tanta fuerza que se derriban a tierra, tan aturdidos que no saben qué decisión tomar sobre ellos mismos, como si estuvieran muertos. Los caballos, que se sintieron descargados de sus señores, se dieron a la fuga, uno para acá y el otro hacia allá, sin encontrar quién los detuviera, pues bastante ocupación tenían todos en otro lugar. En el momento en que los dos caballeros cayeron, vierais muchos nobles desmayados y muchas lágrimas salir de los ojos; pero al cabo de un rato se levantó primero Lanzarote y echó mano a la espada, pero estaba completamente aturdido por la caída que había tenido; mi señor Galván no está más herido: corre a su escudo, que le había volado del cuello, echa mano de Excalibur, la buena espada del rey Arturo, y sé lanza contra Lanzarote, dándole tan grandes golpes sobre el yelmo que le causa nuevo daño y lo empeora; y aquél, que había dado y recibido muchos golpes, no le ahorra nada, sino que le da tal golpe sobre el yelmo, que mi señor Galván se ve muy apurado para soportarlo; entonces comienza entre ambos la pelea: nunca fue vista otra tan cruel entre dos caballeros. Quien los viera dar y recibir los golpes, los tendría por muy esforzados.
Así duró el combate un buen rato. Tanto han usado las cortantes espadas, con las que se golpean frecuentemente y a menudo, que las cotas se les han roto sobre los brazos y sobre las piernas; los escudos están en tal estado que podríais meter el puño por medio y están astillados por arriba y por abajo; los yelmos, que se sujetaban con buenos lazos, no les valen para nada, pues están tan destrozados por los golpes de las espadas, que la mitad del yelmo les cae sobre los hombros. Si tuvieran tanta fuerza como al principio, no durarían mucho con vida, pero están tan agotados y cansados que varias veces las espadas se les han vuelto en la mano cuando iban a golpear. Los dos tienen por lo menos siete heridas: la más pequeña de ellas causaría la muerte a cualquier otro hombre. Y sin embargo, a pesar del esfuerzo que realizan por la sangre que han perdido, mantienen el ataque hasta cerca de tercia; pero entonces desean descansar, como quien no puede resistir más; mi señor Galván, primero, retrocede y se apoya sobre el escudo para recobrar aliento y lo mismo hace Lanzarote.
152.
Cuando Boores ve que Lanzarote se retira en el primer ataque, le dice a Héctor: «Ahora, por primera vez, tengo miedo por mi señor, pues necesita descansar para acabar con un caballero y ahora descansa en medio del combate; realmente, es una cosa que me preocupa mucho. —Señor, responde Héctor, tened por seguro que si no fuera por amor a mi señor Galván, no lo haría, pues no tendría gran necesidad. —No sé, contesta el rey Boores, qué querrá hacer; pero por lo que a mí respecta, preferiría haber dado cuanto hay en el mundo, si fuera mío, por estar frente a mi señor Galván; ciertamente, ya hubiera terminado el combate.»
153.
Así combatieron los dos caballeros y se atacaron; pero cuando mi señor Galván vio claramente que era mediodía, llama de nuevo a Lanzarote al combate, tan fresco como si no hubiera dado un solo golpe nunca y ataca a Lanzarote de forma tan admirable que éste se quedó sorprendido y se dijo: «A fe mía, jamás hubiera creído que este hombre fuera diablo o fantasma, pues pensé —al dejarlo en paz— que ya estaba vencido por las armas; ahora está tan fresco como si no hubiera dado un solo golpe en todo el combate.» Así se dijo Lanzarote de mi señor Galván, que había aumentado en fuerza y rapidez hacia mediodía. Decía verdad, pero esto no le había ocurrido allí, sino que, en todos los lugares donde había luchado, se le había visto cómo le crecía la fuerza alrededor de la hora de mediodía; y como algunos lo tienen por fábula, os contaré por qué ocurría esto.
154.
Fue cierto que, cuando nació Galván —en Orcania, en una ciudad que se llama Nordelone—, al nacer, el rey Loth, su padre, que estaba muy contento, lo hizo llevar a un bosque, que había cerca de allí, a un ermitaño que vivía en él; y era este hombre de tan buena vida que Nuestro Señor hacía todos los días milagros por él, enderezando jorobados, haciendo ver a los ciegos y otros muchos milagros hacía Nuestro Señor por amor a aquel hombre bueno. El rey envió allí al niño, pues de ningún modo quería que fuera bautizado por otra mano que la suya. Cuando el santo varón vio el niño, y supo de quién era, lo bautizó con mucho gusto y lo llamó Galván, porque así se llamaba el buen hombre; y el niño fue bautizado alrededor de mediodía. Cuando lo bautizó, uno de los caballeros que lo habían llevado, le dijo al ermitaño: «Señor, obrad de manera que el reino siga vuestro consejo y que el niño, cuando llegue a edad de llevar armas, sea —gracias a vuestra oración— más agraciado que ningún otro. —Ciertamente señor caballero, le responde el anciano, la gracia no procede de mí, sino de Jesucristo, y sin El no hay gracia que valga; no obstante, si con mi ruego pudiera resultar tocado por la gracia el niño más que ningún otro caballero, lo sería; pero quedaos esta noche aquí y mañana sabré deciros qué clase de hombre será y qué tal caballero.» Aquella noche se quedaron allí los mensajeros del rey hasta la mañana; cuando el ermitaño hubo cantado la misa, se le acercó y les dijo: «Señores, del niño que está aquí, os puedo asegurar que superará en valor a todos sus compañeros, y mientras viva no será vencido hacia la hora de mediodía, pues ha sido protegido con mi oración, de forma que todos los días hacia mediodía, a la hora misma en que fue bautizado, aumentará su fuerza y valor allí donde esté y no habrá sufrido penas y trabajos antes de los que no se sienta completamente fresco y ligero en ese mismo momento.» Tal como lo había dicho el anciano, sucedió, pues siempre estuviera donde estuviera aumentaba su fuerza y su valor hacia mediodía; y así mató a muchos hombres nobles y venció numerosas batallas, mientras llevó armas. Pues cuando estaba luchando contra algún caballero de gran poder, le atacaba y le zahería lo más posible hasta mediodía, de forma que a esa hora estaba aquél tan cansado que no podía continuar; y cuando pensaba descansar, entonces le atacaba mi señor Galván con toda su fuerza, como quien a esa hora está dispuesto y ágil; y así lo mantenía hasta llevarlo a la muerte, y por eso muchos caballeros temían entrar en combate con él si no era después de mediodía.
155.
Aquella gracia y virtud que obtuvo por la oración del ermitaño, se puso de manifiesto el día que combatió contra el hijo del rey Van de Benoic, pues se veía de forma clara que antes de esa hora mi señor Galván se encontraba cansado y agotado, de manera que a la fuerza le convenía descansar; pero cuando recobró el vigor, tal como ocurría habitualmente, atacó a Lanzarote con tal rapidez que cualquiera que lo viera diría que no parecía que hubiera dado un solo golpe, de lo rápido y ligero que estaba; comenzó a herir a Lanzarote con tanta dureza, que hizo que le saliera la sangre del cuerpo por más de diez lugares. Y le atacaba con tanta violencia porque deseaba matarle, y sabía que si no lo lograba hacia mediodía, no lo conseguiría nunca; por eso golpea y ataca con la espada a Lanzarote, de manera que éste estaba asombrado mientras resiste. Cuando el rey Boores ve que Lanzarote está tan en inferioridad que no puede hacer otra cosa que resistir, dijo tan alto que muchos pudieron oírle sin dificultad: «¡Ay! Dios, ¿qué es lo que veo? ¡Ay! Valor, ¿qué ha sido de vos? ¡Ay!, señor, ¿estáis encantado, que sois vencido así por un solo caballero? Siempre os he visto llevar a cabo a vos solo mayores hazañas que las que podrían realizar dos de los mejores caballeros del mundo; ¡y ahora estáis tan agotado por el valor de un solo caballero!»
156.
Así duró el combate hasta después de mediodía, sin que Lanzarote hiciera otra cosa que resistir los ataques de mi señor Galván cubriéndose; pero entonces descansó algo y recuperó la fuerza y el ímpetu; se lanza contra mi señor Galván con mucha rapidez, le da un gran golpe en medio del yelmo, que le hace tambalear; y se quedó tan débil que a la fuerza tuvo que retirarse. Entonces comienza Lanzarote a herirle, a darle grandes golpes con la cortante espada y a ganarle terreno; mi señor Galván, que tiene mayor miedo que nunca tuvo, y que se ve en situación de recibir todo tipo de afrentas si no logra defenderse, se esfuerza por temor a morir y reúne todo su valor; se defiende con tanto apremio que, por el apuro que pasa, le salta la sangre de la nariz y de la boca, sin contar las otras heridas que tenía, que le sangraban más de lo necesario.