La muerte de la familia (9 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

BOOK: La muerte de la familia
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Si nuestra madre es la persona que nos conoce «por dentro», está clara la importancia que tiene saber que alguien de fuera de la estructura familiar sabe «por dentro» que nuestra madre nos conoce de ese modo. Si, como hijo de unos padres, llega a saber que el conocedor puede ser conocido, la comuna ofrecerá una esperanza de liberación incluso para los padres, y más allá de los padres, a los psiquiatras.

Sobre la base de la experiencia de este tipo de comunidades empezamos a hacernos preguntas aparentemente tan insensatas como éstas: ¿Cuál es la diferencia entre los hospitales mentales y la universidad?; ¿qué es lo que impide que las universidades se conviertan en hospitales psiquiátricos y éstos en universidades? El diseño exterior es bastante parecido: el bloque administrativo y varios departamentos, villas, laboratorios, terapia ocupacional y todo lo demás. Algunas universidades tienen vallas y porteros para controlar a quienes entran y salen.

La ironía estriba en que probablemente nadie entra y, ciertamente, nunca sale nadie.

Las dos instituciones están repletas de una fingída preocupación, confusamente paternalista-materialista de los «guardianes» sobre los «guardados». Las dos son almas buenas (alma mater), de cuyos pechos mana un antiguo veneno, sedantes de todos los tipos imaginables, desde la píldora precisa para el paciente preciso hasta el trabajo justo para el graduado exacto. Ambas están aterrorizadas por la sexualidad y, para el caso, por la realidad de las relaciones humanas en cualquiera de sus formas. Ambas instituciones están controladas por tristes, grises, anónimos, insignificantes servidores dispuestos a todo en una sociedad dispuesta a todo, que sólo pueden justificar internamente su propia servidumbre esclavizando a quienes podrían llevar adelante las cosas mucho mejor, precisamente porque están menos atemorizados y ya no necesitan de las viejas estructuras estériles de seguridad de quienes pretenden ser sus mentores.

Estas consideraciones nos llevan a una especie distinta de comunidad que podríamos denominar arcaicamente espiritual, esotérica, gnóstica. Al definir el nuevo sentido de la revolución en el primer mundo, hoy debemos enfrentamos con la plena incorporación al movimiento social de masas, no sólo en formas de actividad que son personalmente liberadoras en el sentido terapéutico sino también de actividades que son, en cierto modo, «espirituales». Hablo en el sentido de disolución radical de las falsas estructuras egoicas que toda nuestra crianza nos impuso como molde de nuestra propia experiencia. La disolución de la autoimagen del lavado de cerebro en que maliciosamente nos educan las personas más bondadosas, cercanas y mejor intencionadas del mundo: nuestros padres y maestros. Una cosa es cierta: que no podremos dedicarles ni generosidad ni compasión hasta que entiendan que ya no nos someteremos a la estrangulante presión de la cuerda que rodea sus cuellos.

El único camino hacia la relación compasiva con los demás pasa por el atajo de nuestra propia liberación.

En este sentido, entiendo un aspecto de la revolución como el despliegue universal de una espiritualidad plena en la cual las formas de experiencia religiosas y todas las tradiciones espirituales vuelven más allá del punto de la historia en que se institucionalizaron, se burocratizaron y se despersonalizaron, para adquirir importancia personal en el grupo de confrontación frente a frente de la comuna, donde nadie proselitiza a nadie más que a sí mismo. Se trata de comprobar que no hay nada a lo que podamos unirnos más allá de un punto de autounión; más brutalmente, se trata de encontrarnos con nosotros mismos y de decidir después si deseamos o no continuar con la relación.

Entre las muchas posibilidades olvidadas que es necesario volver a posibilitar, hay dos que me parecen las más importantes: recordar los propios sueños, reensamblando las estructuras dispersas que hacemos en cuanto diseccionadores encubiertos a nosotros mismos, y experimentar plenamente esa gama de posibilidades de darnos muerte. El sueño adecuado es el que se reconoce y se recuerda. El verdadero suicidio es el que no se comete. El más auténtico suicidio de nuestra era (es decir, después del de Cristo) posiblemente sea el de Kirilov en Los endemoniados, de Dostoievski, que necesariamente fue novelesco.

Dos de las principales funciones de la comuna deben ser, primero, reinventar la posibilidad de registrar los duelos con uno mismo y luego con, por lo menos, otra persona; y segundo, recobrar las perdidas fantasías adolescentes de suicidio y la todavía más perdida visión infantil de la muerte, y hablar con libertad a otras personas sobre esas fantasías.

Al principio de este capítulo hablé de la necesidad de reconsiderar, en los términos más elementales, el sentido de la revolución en los países del primer mundo y en algunos países del tercer mundo, como la Argentina, donde el 60 por ciento de la población es urbana, y en otros, como Sudáfrica e Israel, donde la identidad del primer y tercer mundo se ha perdido debido a la estrategia imperialista. Creo que debemos realizar dicha reconsideración a partir de la experiencia microsocial elaborada en grupos de confrontación frente a frente. Si queremos hablar de la guerrilla urbana como estrategia decisiva en los países del tercer mundo, tendremos que reconocer una multiplicidad de armamento que se puede utilizar. Los cócteles Molotov ciertamente tienen su lugar en una rebelión estudiantil-obrera adecuadamente organizada; y es claro que los anticrímenes organizados, como el saqueo de negocios y la quema de instituciones antipopulares, están dictados por el contexto objetivo de la rebelión de un ghetto negro.

Pero también hay otra clase de bombas.

Para mí es un acto revolucionario el que realiza una persona cuando trasciende durante meses o años las principales zonas de su condicionamiento micro o macrosocial, en el sentido de la autoafirmación espontánea de su plena autonomía personal que es, en sí, un acto decisivo de contraviolencia frente al sistema. Significa que la persona está lista como pocos lo están. Más allá de la escala unipersonal, pero siempre procediendo en el sentido de una persona, se encuentra el potencial explosivo de un grupo u organización reticular que durante una tarea prolongada muestra la posibilidad de relaciones primero viables y luego de evolución positiva, que son antitéticas en sus parámetros esenciales con las relaciones burguesas impuestas, no escogidas, no creativas y no creadoras, que se dan siempre sobre el modelo de la familia nuclear, sea en su forma original o en sus copias.

En un ensayo anterior
[4]
he escrito sobre la necesidad de desarrollar Centros Revolucionarios de Concienciación. Tomarían éstos la forma de agrupaciones espontáneas antiinstitucionales cuyos miembros operarían fuera de las estructuras burocráticas formales de su fábrica, escuela, universidad, hospital, sociedad de radiodifusión, institución artística (en el sentido de escuela de arte y en el de política de galería), etc. En este tipo de agrupaciones no se suprimiría la realidad personal de nadie en la forma de serialización (por ejemplo, la que se produce cuando quienes trabajan en una estructura institucional forman cola esperando un autobús que nunca llega). Y su paradigmática influencia se extendería posiblemente hacia otros grupos potenciales.

La naturaleza revolucionaria de estos grupos (que, aunque sin programa, realmente están apareciendo) consiste en hacer estallar la contradicción entre las maniobras desesperadamente controladoras de la sociedad burguesa, que quiere reducir al anónimo, ordenar y clasificar por categorías a la gente, y el impulso real que hay en la gente, a gritar su nombre en el mundo y anunciarle su trabajo; de hecho, de mostrarse al mundo porque pueden comenzar a verse ellos mismos a sí mismos.

Pero las cosas no pueden permanecer en éste nivel subversivo rápidamente en expansión a partir de la base micropolítica de la liberación personal. La culminación de esa liberación sólo se produce totalmente en la acción macropolítica eficaz. Por ello, los Centros Revolucionarios de Concienciación deben también convertirse en Bases Rojas, en las cuales la acción macropolítica sea esencialmente negativa y adquiera la forma de hacer que las estructuras burguesas de poder se vean reducidas a la impotencia mediante todos los recursos posibles. Uno de ellos podría consistir en la mimesis revolucionaria de las tácticas de la estructura de poder burguesa. La estructura es voraz, devora a la gente y a su trabajo, cagando el residuo indigerible en forma de salarios, obscenos campamentos de vacaciones y cosas por el estilo. ¿Por qué no imitar la voracidad del sistema, siguiendo tan de cerca como sea posible su ejemplo? Después de todo, sería difícil practicar una moral más rigorista. En otras palabras, si los patronos y las autoridades universitarias hacen concesiones, hay que exigirles cada vez más «concesiones» hasta que ellos se den cuenta que no tenían nada que dar. Una vez abolida esa falsa estructura familiar, sólo falta asegurarse de que nunca pueda volver a establecerse. La revolución se convierte no en un acto histórico sino en la historia en sí —en la Revolución Continua—. O también se puede demostrar, trabajando en su desorganización, que las estructuras burguesas de poder son impotentes, aparte del poder con que nosotros obedientemente las investimos. Todo ello no requeriría más que unas cuantas acciones muy sencillas pero concertadas con cuidado.

Aparte de esto están las tácticas más convencionales de huelgas y de resistencia pasiva, como las sentadas; pero el trabajo en el nivel micropolítico puede despojar esas tácticas de su economicismo, es decir, que en un contexto primermundista nunca se pueden plantear las cosas en un nivel de más pan, sino de más pan y mucha más realidad. Así pues, no deseamos comernos nuestro mendrugo sino consumir al sistema para conocer finalmente nuestro propio sabor.

El final de la educación, un principio

Nada hemos aprendido, nada sabemos, nada comprendemos, nada vendemos, no ayudamos, no traicionamos y no olvidaremos. (De un cartel de la liberación checa).

Primeramente debemos limpiar el campo del discurso de ciertos presupuestos sobre cuál sea el cometido de la educación. Con ello tachamos conceptos como los exámenes de grado, las divisiones en jardines de infancia y escuelas primarias y secundarias, y en última instancia, cualquier segregación por razones de edad o de sexo, la determinación por exámenes de la duración de los diversos cursos universitarios, el doctorado en filosofía, los ritos de paso de un limbo absurdo a otro limbo que el candidato debe considerar, según se supone, como una meta real, etc.

Está al alcance de la mano el dar validez al acto de tachar estos superficiales y frenéticos rituales que esquivan con miedo las realidades de la iniciación y propician un adoctrinamiento simplista en el conformismo que confunde a cualquiera hasta el punto que su conciencia crítica casi no puede actuar. Voy a tratar de aclarar esto, aunque actualmente hay muchos otros que están empezando a hacerlo.

Creo que debemos definir la educación de manera muy amplia, porque todo lo que no sea esa necesaria amplitud tendría el efecto de una cuerda en torno al cuello de la víctima estrangulada.

Tomemos a la educación como un movimiento autototalizante de la interacción entre la formación inacabable que el individuo realiza de su sí mismo y las influencias formativás de otros que actúan sobre él durante su vida entera. Llamamos aquí «formación» al surgimiento de cierto tipo de persona que subsume áreas especializadas de pericia. Quiere decir trascendencia de la escisión sujeto/objeto en la medida en que la persona, y en última instancia sólo ella, sintetiza esos polos y se convierte en el activo utilizador del momento pasivo de su experiencia y el testigo pasivo de su actividad y de la de otros, hasta llegar a un punto en que el presenciar se convierte en un acto, y así sucesivamente. Además, la frase «durante toda su vida» no se refiere al período de vida biológica de una persona, mensurable en años. No excluye el hecho de que podamos, en cierto sentido, vivir y tener experiencias previas y posteriores a los hechos biológicos del nacimiento y de la muerte, ni excluye la ulterior posibilidad de una fenomenología concreta de semejante experiencia.

Vamos a considerar cómo se nos planifica una determinada forma de vida (y de modo similar cómo por nuestra parte planificamos la vida de los otros) desde mucho antes de nuestros inicios biológicos y los de nuestros padres y los de los padres de éstos; vamos a dejar por el momento entre paréntesis la extensión que esta planificación pueda tener más allá de nuestra muerte corporal.

Las investigaciones sobre la génesis de la esquizofrenia en familias, realizadas en las dos últimas décadas, han mostrado con claridad suficiente que la locura se hace inteligible cuando se entienden los sistemas de comunicación-acción que trabajan en el seno de la familia nuclear. Los más recientes desarrollos de estos estudios nos indican que es importante tener en cuenta la tercera generación ascendente, es decir, los padres de los padres del sujeto considerado loco, para profundizar adecuadamente en esa inteligibilidad. Yo indicaría que no sólo hay que incluir a la cuarta generación también en estos estudios, sino que si queremos acceder a una inteligibilidad completa es necesario zambullirse en un pasado que va más allá del recuerdo consciente de todos aquellos miembros de la familia que la persona tratada haya podido conocer.

Para recuperar este pasado más remoto hay que valerse de los sueños, de «la experiencia psicótica» y de ciertos estados provocados por las drogas, y pienso que también puede lograrse en situaciones experienciales presentes estructuradas correctamente, que deben convertirse en el objeto central del interés de la educación. Sostengo esto porque lo que he dicho acerca de la comprensión de los tachados de esquizofrénicos se aplica a la comprensión de la vida de cualquier persona, una vez que se desvanece la engañosa apariencia de la normalidad.

Para ilustrar lo dicho voy a citar el sueño crítico de un joven director cinematográfico, judío, de treinta y un años de edad. Había abandonado su hogar a los veintitrés años, parece ser que de forma bastante definitiva, y se había casado con una muchacha oriunda de un país notablemente antisemita. Atravesaban una crisis en sus relaciones y después de tener un cierto número de sesiones familiares (en relación con una hermana menor que había sufrido un colapso «esquizofrénico») y de varias sesiones individuales (en relación con su «crisis matrimonial» y una «inhibición laboral»), tuvo el siguiente sueño: El sueño que tuvo parecía pertenecer a todas las personas del mundo. Parecía haber sido dirigido a través suyo a una masa formada por gentes desconocidas pero bien definidas. Una frase a lo largo del sueño: «He perdido un libro». En el sueño llegaba hasta una casa en una aldea árabe en el Oriente Medio. Después de un interludio en el cual se relacionaba con una muchacha blanca y otra negra, salía por el techo de la casa a un paisaje desértico, a través del cual llegaba hasta una choza donde se encontraba un anciano rabino. Allí se sentaba en una banqueta, muy pequeña, frente al rabino. Todo el sentimiento de persecución de la primera parte del sueño pareció evaporarse y se sintió dominado por sentimientos de pérdida y tristeza. Luego, de pronto, empezó a reír y cayó de la banqueta. Hubo un momentáneo interludio astracanesco en el cual tanto él como el sabio se rieron enloquecidamente. Se despertó con un fuerte sentimiento de que aquél «no era sólo mi sueño». En un sentido el joven había seguido su cordón umbilical hasta su auténtico lugar de origen y luego, en la explosión de risa de las dos personas, el cordón se había roto, separándolo del mundo, mirando al otro como otro.

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