La monja que perdió la cabeza (14 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—Fermín Mollerussa dice que él tenía un Fortuny auténtico.

—Sí. Es lo que él creía, y también yo. Pero era falso, falso, ha quedado bien claro.

—Dice que lo compraron en Sotheby's.

—Los de Sotheby's también se equivocan. Mire: no era una mala copia. Quiero decir que no era una copia pésima, pésima. A mí también me engañó, mientras Fermín la tenía colgada en la pared. Porque la copia estaba bien hecha, resistía la inspección casual; te dicen que aquello es un Fortuny, que viene de Sotheby's y no se te ocurre ponerte a buscarle tres pies al gato. Pero después, cuando restauré el cuadro y lo miré más de cerca, con lupa y trabajando con él, me di cuenta, me di cuenta, me di cuenta. Es un trabajo hecho por alguien que conoce mucho a Fortuny, un artista esforzado de hace diez o doce años, posiblemente un copista de museo o de colección privada, provisto de la suficiente habilidad como para hacer un buen trabajo, falsificación de la firma incluida. Es una época que se ha falsificado mucho. Fortuny pintó muchos cuadros de odaliscas en pelotas. Fantasías árabes, fantasías árabes, los llamaba. Era la manera de saltarse la moral burguesa, ¿saben? En aquella época, todos eran muy de misa, pero les gustaba tener en casa desnudos femeninos. La burguesía catalana siempre ha sido muy así, sicalíptica, sí, sicalíptica, decían entonces. Si fueran cristianas en pelotas no se lo habrían permitido, pero si eran odaliscas, moras, fantasías árabes, pues problema solucionado. Fortuny pintó tantas fantasías árabes que un día dijo: «¡Estoy harto de pintar tantos moros y tanta casaca. Quiero pintar como me dé la real gana!» Bueno, a mí me engañó las dos o tres veces que lo había mirado anteriormente, en el restaurante, pero cuando lo examiné detenidamente comprobé que era una falsificación. A Fermín Mollerussa le costó aceptarlo, porque a nadie le gusta que le engañen, pero era una falsificación, era una falsificación.

—¿Usted certificó su autenticidad cuando Mollerussa compró el cuadro?

—No, nada de eso. Cuando Fermín compró el cuadro, yo ni le conocía.

—Mire… —dudé—. El caso es que mi cliente dice que era auténtico y, para mí, el cliente siempre tiene la razón. De modo que imaginemos que fuese auténtico…

Sagués alzó las cejas para demostrar que le resultaba ridículo mi razonamiento, pero hizo el esfuerzo.

—En tal caso… —dijo—, habría que suponer que algún día alguien dio con una copia en, por ejemplo, un anticuario, o en el Rastro, y sabía que el original estaba en el restaurante L'Aglà y se le ocurrió pegar el cambiazo. De entrada, tendríamos que creer en la casualidad, lo que ya me cuesta. Después vendría la peripecia rocambolesca de cambiar el cuadro auténtico por el falso. Y esto aún seguiría sin explicarnos por qué le pintó bragas y sujetador a la odalisca. O sea, como para llamar la atención sobre la presunta sustitución en vez de hacer lo más lógico, procurar que pasara inadvertida, inadvertida. La verdad es que a mí me parece más verosímil verlo todo como un simple acto de vandalismo. Alguien sacó un rotulador y embadurnó una obra de arte falsa. Y ya está.

—¿Usted cree que querían destrozar el cuadro?

—Es evidente que sí.

—Pero usted ha podido restaurarlo.

—Es mi trabajo. Pero me costó mucho. Vaya, no es el primero que restauro. Estos óleos están protegidos por un barniz de plástico. De hecho, la pintada del rotulador quedó encima del barniz. El trabajo del restaurador, sumamente delicado, consiste en ir sacando, con trementina, por ejemplo, con mucho cuidado, toda la capa de barniz de resina. Procurando no estropear la pintura de debajo, claro. Con el barniz, desaparece la pintada. Y entonces sólo hay que darle una nueva capa de barniz al cuadro y queda limpio. Yo no descubrí la falsificación hasta que no empecé a sacar el barniz. Entonces, con la lupa, observándolo tan de cerca, me di cuenta de que ni la tela ni la pintura correspondían a la época de Fortuny. Analizando la tela, descubrí la presencia de fibras sintéticas que no existían en el siglo XIX. Se lo dije a Mollerussa y se negaba a creerlo. Fuimos a consultar a otros especialistas. Tres, en total, y los tres están de acuerdo conmigo en que la pintura es falsa, falsa.

—O sea, que usted no hablaría de robo.

—En absoluto. Sólo de un acto vandálico. Acto vandálico, sí. Robo, no.

Intervino Beth, que hasta aquel momento se había limitado a escribir en su libreta de notas.

—¿Los garabatos hechos con rotulador eran recientes?

—¿A qué se refiere?

—Si pudo determinar cuándo se hicieron.

Jofre Sagués parecía desconcertado:

—Del día anterior. Mollerussa me trajo el cuadro al día siguiente.

—Prescindiendo de esto. Me refiero a si pudo fecharlo a partir del grado de humedad de la tinta, o de cualquier otro detalle.

—No, no lo sé, no lo sé. La prioridad era borrar esos garabatos, no fecharlos. —Quedó pensativo, como si intuyera por dónde iba Beth—. ¿A dónde quiere ir a parar?

—A ninguna parte. Sólo era curiosidad. Otra cosa: ¿Qué pasaría si Mollerussa reclamase a su compañía de seguros?

—Pues… ahora que lo dice…, es una buena pregunta. Podría alegar que le han sustituido el cuadro y que el que se llevaron era el auténtico. Al fin y al cabo tiene la documentación de Sotheby's que lo acredita…

—Pero Mollerussa no quiere reclamar —hice notar yo.

—Es un buen lío —resumió el restaurador—. Un buen lío. De verdad, no les envidio su trabajo. A mí, sólo de pensarlo, me da jaqueca. Bueno, si no tienen más preguntas…

—Sólo una…

—¿Sí?

—¿Podría pedirme un taxi?

Se había hecho tarde y empezaba a temerme que no llegaría a tiempo a la sede de la ONG Basta.

ACTO CUARTO
Escena 1

El taxista sucumbió a un ataque de codicia cuando le prometí una gratificación si me llevaba a mi lugar de destino antes de las ocho, y después de doscientos kilómetros de temeridades y sustos me dejó delante de la sede central de la ONG cuando sonaba la hora en punto en un campanario cercano.

Pagué la generosa propina prometida y salí corriendo hacia el edificio donde BASTA se anunciaba con letras de plástico. Había un vestíbulo grande que, tiempo atrás, debió de acoger grandes carruajes de caballos, y la escalera por la que subí, en aquellos tiempos, debía de ser señorial. Detrás de una puerta muy pesada, de madera labrada, encontré a una joven que, junto al mostrador donde recibía a mensajeros y atendía al teléfono, estaba poniéndose una chaqueta, con el bolso en la mano.

—¿Victoria Arranz? —me dijo—. Acaba de salir. Se deben de haber cruzado en la escalera.

Eché a correr descendiendo las escaleras.

Cuando la atrapé, la mujer había cruzado ya la calzada de la Rambla.

—Eh, un momento, perdone… ¿Señorita Arranz?

Se volvió y alzó las cejas. Era guapa, y aún lo habría sido más si se hubiera depilado las cejas. No me esperaba que una ex monja que trabajaba en una ONG fuera tan guapa. Alta, delgada y altiva, tan señorial como las escaleras que acababa de bajar a la carrera. Llevaba un traje de chaqueta muy sobrio, con la blusa abrochada hasta el cuello y la falda larga, rebasando con creces las rodillas. Medias y zapato plano. Erguía demasiado la barbilla para mi gusto. Un aire odioso de «usted no sabe con quién está hablando».

Me presenté y le ofrecí la mano.

—Ángel Esquius, detective. Estoy investigando la desaparición de una monja que fue compañera suya. Eulalia Gracián.

—¿Detective? —repitió, frunciendo la nariz—. Ya hablé con la policía.

—Sí, yo estoy realizando una investigación paralela.

Me dio la espalda y continuó su marcha hacia el metro. Yo caminaba a su altura y tenía que apretar un poco el paso para no quedarme atrás. Aquella mujer iba volada, huía.

—Sólo quiero que me hable de lo que pasó en Ruanda. —Silencio—. ¿También se lo ha preguntado la policía? ¿Qué pasó en Ruanda? ¿Se lo dijo a ellos?

—Atacaron la misión donde estábamos. Hubo una masacre. Una experiencia horrible. —Se dignó a mirarme cuando me preguntó—: ¿Quiere más detalles morbosos?

Bajábamos por las escaleras del metro.

—Quiero más detalles, sí.

—Pues búsquelos en otra parte. Yo no pienso alimentar su mal gusto.

—No es cuestión de gustos. Es que un matrimonio de ruandeses la estaba buscando y probablemente la han secuestrado y pienso que a Eulalia no se le han acabado las experiencias horribles…

Tropecé con la barrera de control. Ella ya llevaba el billete en la mano, lo metió en la ranura correspondiente y pudo pasar. Yo no tenía billete. Y había un par de guardias con un pastor alemán muy cerca. No podía saltarme la barrera. Tuve que correr hacia la máquina expendedora. Seleccione el tipo de título (porque ahora, a los billetes, les llaman títulos), compruebe el precio, introduzca un billete de banco en el lugar procedente, devuelve cambio, recoja el título, corra antes de que se le escape la ex monja.

Línea tres, verde. Había ido hacia el andén que iba en dirección a la Zona Universitaria (Paralelo, Poble Sec, España, etc.). Cuando llegué acababa de entrar un tren y Victoria Arranz ya se disponía a subir. Apreté el paso y conseguí meterme en el mismo vagón que ella un segundo antes de que cerraran las puertas.

Me acerqué a ella con una tarjeta en la mano.

—Oiga, perdone… —Me miró de reojo y después miró alrededor, como si se avergonzara de que algún conocido pudiera verla hablando conmigo—. La policía ya tiene demasiado trabajo como para ponerse a buscar monjas perdidas. Si no la busco yo, no lo hará nadie. A Eulalia está a punto de pasarle algo muy grave relacionado con los sucesos de Ruanda. No entiendo por qué no quiere contármelo. Si a Eulalia le ocurre algo, no se lo perdonará nunca…

Clavó sus ojos en los míos.

—Yo también viví aquella experiencia, ¿sabe usted? Y fue muy doloroso. Y no me gusta recordarlo. Consideraría impúdico contarle a alguien lo que pasó. Dicho de otra forma: no es de su incumbencia.

—Y ¿si necesitara esta información para salvar la vida de Eulalia?

—Eso es una suposición.

—Y ¿si fuera más que una suposición?

—Sólo es una suposición.

—¿Por qué no acepta mi tarjeta y se lo piensa? —Sus ojos me perdonaban la vida; parecía que le tuviera que dar las gracias por el hecho de que se dignara hablar conmigo—. Por favor, tome la tarjeta.

Acabábamos de llegar a una estación. Le puse la tarjeta en el bolso.

—¡Eeeeh! —gritó—. ¡Me está poniendo la mano en el bolso! —Me empujó hacia la puerta con todas sus fuerzas—. ¡Fuera de aquí! ¡Me está robando!

Sé entender una indirecta. Di un salto atrás y me vi en el andén rodeado de gente que me miraba con temor y furia. De un momento a otro, alguien correría a buscar un policía, o empezarían a tirarme piedras. Linchamiento popular de un chorizo.

Mostré las manos para demostrar que no había robado nada y me apeé del vagón.

Detrás de mí, chilló una señora:

—¿Te crees que no sé que le has dado el billetero a tu cómplice? ¿Te crees que somos imbéciles?

No le hice caso. Salí a la Rambla.

Basta por hoy, pensaba.

Escena 2

Me recibió una versión de
Fly me to the moon
que tengo en un recopilatorio. Julie London a todo volumen. La parte musical, un divertido
pizzicato
de violines con mucha marcha. «

In
other words: I love you

No fui consciente de que tenía malas noticias hasta que metí la llave en la cerradura y abrí. Curiosamente, haber renunciado a la oportunidad de disfrutar de la supercasa de la Costa Brava no me contrariaba tanto por mí como por Fatmire. Estaba convencido de que a ella le hacía más ilusión conocerla que a mí. Y, mientras avanzaba hacia su habitación (hacia la habitación de Mónica), trataba de elaborar un discurso para notificárselo suavemente. «No sé, podemos hacer otra cosa que te apetezca…»

No tuve que decir nada.

Me la encontré sentada en la cama. A su lado, aquella mochila negra con mango extensible. Estaba abierta y, dentro, entre vestidos escotados, pantaloncitos tejanos y ropa interior de encaje, se veían muchos billetes de banco, verdes de cien, y marrones de cincuenta y de diez, y azules de veinte. Muchos. Fatmire vestía una camiseta de manga corta muy ajustada y una minifalda simbólica, y tenía las manos juntas, sobre la falda, con las palmas hacia arriba, y sobre sus guantes blancos destacaba, obsceno, un revólver de cañón corto y de calibre largo. Un 45, como mínimo. Una máquina de matar.

Cabizbaja, Fatmire me vio los pies y alzó la mirada a lo largo de las piernas al mismo tiempo que intentaba recomponer el gesto, esconder la pistola y tragarse las lágrimas.

—Ángel —dijo.

—¿Qué haces? ¿De dónde has sacado eso?

Me dio la espalda, metió el arma en la mochila y cerró la tapa con la intención de ocultarme también los billetes.

—¿No me oyes? ¿Quién te lo ha dado?

Se volvió hacia mí y, confusa, sin atreverse a mirarme a los ojos, dirigió sus manos blancas a mi bragueta. Al cinturón.

—No —le dije. Le aparté las manos—. ¡No!

Me senté a su lado en la cama. Desde la sala, nos llegaban las notas de
When a man loves a woman
interpretado por Richard Elliot. Un saxo que sale del fondo de la nada y una orquesta con cadencia de baile lento de los años sesenta.

—¿Qué significa esto, Fatmire? ¿En qué pensabas? ¿Qué hacías con la pistola? ¿Por qué lloras?

—Me la da Artan.

—¿Artan? ¿Quién es Artan?

—Mi amigo. —El llanto le arrugó el cuerpo. Se tapó la cara con los guantes blancos y se dobló sobre sí misma—. Mi amigo. Mi amigo.

Le pasé el brazo por encima de los hombros. Sus manos buscaron una vez más mi bragueta. Las aparté de un manotazo.

—No. Joder, no, Fatmire. Háblame. Yo también soy tu amigo. Háblame de ese Artan.

—Artan me salva la vida. Ahora, todo bien gracias a Artan.

Sólo así fue capaz de contarme su vida. Partiendo de un final supuestamente feliz, salvada por el amigo del alma, el único amigo que jamás había tenido. Porque el suspense sólo resulta soportable en las historias de ficción, cuando el lector o el espectador o el oyente saben que detrás del ansia del qué pasará se esconde un autor que lo ha organizado todo para proporcionarle una explicación y un placer finales. Es el mismo principio sobre el que se fundamentan las religiones. En la vida real, hay cosas que no se pueden afrontar si el protagonista no se tranquiliza previamente convenciéndose de que todo acabará bien. Fatmire tenía tanto miedo de sus recuerdos como del rostro que veía cada mañana al mirarse en el espejo.

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