La monja que perdió la cabeza (18 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—Y ¿qué dice el forense?

—Ya te he dicho que aún no tenemos el informe.

—Bah, pero habréis hablado por teléfono. ¿Qué te ha dicho? ¿Pies sucios o limpios? ¿De vagabunda o de señorita? ¿Jóvenes o viejos? ¿En putrefacción o recién cortados?

—Vale, vale —se rindió—. Limpios. Cuarenta años. Acostumbrados al zapato cómodo, bien cuidados, sin ninguna de las deformaciones que provocan los zapatos de tacón.

—Esto suena a Eulalia Gracián.

—Me temo que sí.

—¿Recién cortados?

—Eso no lo sabemos. No estaban en putrefacción, pero no se descarta que hayan podido estar congelados o refrigerados. Ahora mismo los están analizando.

—¿Hipótesis?

—Ni una. En cualquier caso, estamos buscando al matrimonio de ruandeses. Sin resultado. Pero Soriano se acaba de poner manos a la obra. Por cierto, que te espera mañana para que firmes la declaración.

—¿Qué se sabe del hombre que vi en el hotel de Gracián?

—Ah, sí. Un tal Que… Quenosequé.

—Querétaro.

—Exacto. Detective privado de Fort Worth, Texas, Estados Unidos. Sí: estuvo aquí los días que tú dijiste. Tenemos que ponernos en contacto con la policía de allí. Pero ayer era sábado y hoy es domingo y está la diferencia horaria, de manera que de momento aún no sabemos nada. Por cierto, jajá, cuando ha salido el tema de Fort Worth, he comentado que me parecía que Patricia Highsmith era de allí, y Soriano ha saltado enseguida «¿Quién es ésa? ¿Una presunta cómplice? ¿Está fichada?»

Nos reímos y me despedí de Palop agradeciéndole muy sinceramente la colaboración. Y él, pese a que consideraba que yo ya no estaba en el caso, me pidió que le comunicara lo que fuera averiguando.

—¡Fatmire! —grité.

—¿Ya estás? —me preguntó ella desde fuera.

—Sí, pasa, pasa. ¿Qué querías?

Estaba bebiendo lo que me quedaba de naranjada cuando ella entró vestida únicamente con aquel tanga tan pequeño y aquel sujetador que resaltaba la abundancia de los pechos y dejaba al descubierto la alegría del pezón. Ah, y los guantes blancos. Noté que se me abría la boca contra mi voluntad y que no la podía cerrar tan fácilmente.

Escena 2

—¿Cómo estás? —me preguntó. —Bien.

—¿Bien? ¿Bien?

—Sí. Bien, bien. Bien, bastante bien.

—Pero ¿muy bien?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Quiero saber cómo estás de bien.

Había llegado hasta la cama, había trepado a ella de rodillas y ya la tenía encima, avanzando como un felino. Metió la mano bajo la sábana y se la intercepté bruscamente.

—¡No!

Demasiada brusquedad en mi gesto, una especie de violencia ofensiva. Sus ojos cambiaron de expresión. Dijeron: «¿Aún estamos así?», y se entristecieron. Tenía razón. Yo no tenía derecho a hacerle aquello. Ya no tenía derecho a tratarla como a una puta. Si fuera cualquier otra mujer no dudaría en permitirle todos los avances que quisiera. Fatmire estaba muy buena. Y yo la estaba deseando y sus dedos enguantados ya podían notarlo. Traté de justificarme:

—Me duele todo el cuerpo.

—No preciso esfuerzo tuyo —dijo—. Tú quieto.

Me despertó. Sacó mis genitales del pijama. Dijo:

—Pene. Glande. Prepucio. Escroto. Testículos. Debo aprender idioma porque vivo y trabajo aquí.

Me hizo pasar un buen rato, la verdad.

Por un momento, Marta entró en el dormitorio que había sido de ambos durante tantos años, y se apoyó en la puerta, mirándonos con curiosidad. Yo le hice un gesto perentorio y tuvo la delicadeza de evaporarse.

Después, Fatmire me dejó dormir y fue a preparar la comida. Como cocinera, aquella chica tenía la virtud de conseguir que incluso el agua hervida supiera a quemado. No sé qué comimos exactamente, diría que era arroz con pollo, pero de hecho se parecía más a una ofrenda incinerada a los dioses. Después, le enseñé a jugar a la canasta.

Estábamos a punto de empezar a aburrirnos cuando sonó el teléfono. En la pantalla apareció el número del móvil de Mónica. Llamada desde el Rienvaplí, pensé. ¿Quizá para darme las gracias?

—¿Sí?

—¡Papá! —Sólo con la manera de pronunciar aquellas dos sílabas se me detuvo la respiración. El desastre. Estaba tan indignada que no encontraba palabras—: Papá… Papá… ¿Tú le diste las llaves a José para que me trajera a esta especie de… eeeh… a esta especie de casa?

—¿Yo?

—¡Sí, tú, tú! ¡Y sí, se las diste! ¡Me lo acaba de confesar! ¡No, no, no sé por qué haces estas cosas! ¿Quieres hacerme el jodido favor de no meterte dónde no te llaman? ¡Este chico es un neurótico, un paranoico, un psicótico peligroso!

—¿Qué te ha hecho? —El mundo se tambaleaba a mi alrededor.

—¡No me ha hecho nada! ¡Quería follarme, pero no se lo he permitido! ¡No estoy tan loca, ni tan desesperada! ¡Y, cuando le digo que no, va y cae en una depresión profunda! ¡Que quiere suicidarse, eso es lo que ha pasado, eso es lo que me ha hecho! Está como loco. Como una cabra. Llorando y arrastrándose por los suelos. ¿Qué me aconsejas? ¿Que me meta en la cama con él para tranquilizarle?

—No, no…

—Y ¡ahora me sale con que todo fue idea tuya! ¡Tú le diste permiso para que me trajera a este lugar y follara conmigo…!

—Bueno, no, no exactamente… Además, yo creía que te gustaba…

—No me meto en la cama con todos los hombres que me gustan, papá. Y hay unos que me gustan para eso, y hay otros que me gustan mucho pero con los que no lo haría ni en sueños, y, en cualquier caso, me parece que es asunto mío, ¿no?

Cerré los ojos.

—Perdona, perdona, perdona…, Lo siento, lo siento, lo siento.

—¿Perdona? ¿Lo sientes? ¿Perdona? ¿Por qué no paras de meter la pata en lugar de sentirlo tanto, papá? ¿Por qué no me dejas en paz?

Cortó la comunicación.

—Ésta no es manera de hablarle a un padre —dije en voz alta—. Pero tiene razón.

Quedé hundido, hecho polvo. No daba pie con bola con Mónica. Ahora, las cosas estaban peor que antes. La iba a perder.

Se lo conté a Fatmire y ella se sentó a mi lado para consolarme. No pasaba nada, me dijo. Aquello no era nada. En unos días, Mónica y yo volveríamos a ser el padre e hija felices de siempre.

—Esto no es un problema —dijo.

Y la expresión de su rostro, un poco distanciada y sarcástica, añadía: «¿Cómo te atreves a decirme que esto es un problema, a mí, después de todo lo que te he contado de mi vida?»

No acabamos la partida de canasta.

A pesar del dolor que se me despertaba en distintos puntos del cuerpo a cada movimiento, me animé a besarla y a buscar caricias íntimas. No me había acabado de satisfacer la experiencia de la mañana, porque no me gusta ser el único que recibe placer en una relación sexual. Si no comparto orgasmos, me siento demasiado solo. Para quedar satisfecho del todo, tengo que quedarme con la sensación, la seguridad, de que he dado tanto placer como he recibido. No hay nada que me guste más que la visión de una mujer en pleno orgasmo. Los ojos entrecerrados, la boca entreabierta mostrando la punta de los incisivos, las manos enguantadas de blanco abiertas a ambos lados de la cabeza. No sé si Fatmire, debido a su biografía, estaba en condiciones de disfrutar mucho del sexo, pero, en todo caso, supo fingirlo muy bien. Considero que fingir bien un orgasmo es un acto de buena educación. Nunca lo agradeceré lo suficiente.

Marta se ríe, cuando pienso estas cosas.

Nos lo pasamos tan bien, juntos, que después no pude evitar saltar de la cama e impartir una lección, primero de limpieza de cocina (una hora larga) y, después, de preparación de una cena decente.

No tenía muchas provisiones en la nevera y en la despensa pero unos espagueti al limón y un
carpaccio
de ternera sí podía prepararlos. Los espagueti se hierven con la piel de los limones y la salsa se hace mezclando el zumo de los limones con mantequilla, perejil y albahaca. Y el
carpaccio
, muy fácil, es carne cruda de ternera cortada de manera muy fina y aliñada con aceite, sal, pimienta y virutas de queso parmesano. Nos reímos mucho. Yo la abrazaba por la espalda para enseñarle a pelar los limones, y ella me besaba, interrumpiendo mi discurso y demostrándome que no tenía un interés muy acentuado por lo que yo pudiera decirle. Después, cenamos ante la tele viendo
Insomnio
, una película que me gusta mucho, con Al Pacino y Robin Williams, dirigida por Christopher Nolan, el de la desconcertante
Memento
. Me pareció que a Fatmire no le interesaba demasiado, tal vez porque no la entendió, pero yo no estaba dispuesto a soportar ningún programa de telebasura para complacerla.

Después, hicimos una segunda clase práctica de limpieza de cocina, llenamos el lavavajillas y nos fuimos a dormir. Tardé un poco en conciliar el sueño porque, una vez a oscuras, me asaltó el recuerdo de mi último intento fracasado de hacer las paces con Mónica. Cuanto más hacía, más alejaba de mí a mi hija, y empezaba a temer haber llegado al punto en el que ya no hay marcha atrás posible.

El lunes, nos despertó el timbre del portero automático. Al abrir los ojos, se me ocurrió que aquel día había quedado con Ana Homs y se me escapó una mirada hacia la chica que se desperezaba, a mi lado, tan sexy. ¿Quién necesitaba a Ana Homs? Sentimientos confusos.

El portero automático tenía un zumbido especialmente molesto.

Bajé de la cama con mucho cuidado porque aún me sentía más maltrecho que el día anterior. El pecho, la cabeza, las piernas, los brazos, el hombro, allí donde me había golpeado la canilla de Querétaro. Arrastré los pies hasta la pequeña pantalla que ofrecía un primer plano de un hombre barbudo con un
piercing
en la nariz, otro en la ceja y otro en el labio inferior, y con ojos inocentes de no-era-mi-intención.

—Un paquete —dijo, con tono asqueado.

—¿Un paquete? —Le dejé pasar—. Adelante.

Me puse la bata de seda roja, decorada con ideogramas chinos, que me había regalado Oriol por Navidad. Una broma. Para que impresiones a tus ligues, me había dicho.

Abrí la puerta. Una caja cúbica de unos treinta centímetros de arista. El ogro barbudo y perforado, torpe y cansado de la vida, me puso un papel ante las narices.

—Firme aquí.

Remitente: Jeannette Bucyendore, 43, Rue Député Kayuku Kiyovu, Kigali, Ruanda.

¿Un paquete desde Ruanda?

Firmé.

—Adiós.

—Adiós.

Fuera cual fuera el contenido de la caja, pesaba mucho. ¿Qué sería?

El paquete iba dirigido a Ángel Esquius, Gran Via de les Corts Catalanes de Barcelona.

Lo abrí con manos que no parecían mías. Con tanta aprensión que, pese a que no le dije ni una palabra, Fatmire captó algo desde el dormitorio y vino hacia la mesa del comedor avanzando lentamente, sin hacer ruido y casi sin mover el aire, como si supiera que allí dentro había una bomba que podía estallar sólo con que alguien respirara cerca.

—¿Qué es? —murmuró.

—No lo sé.

Tenía un cúter en la mano. Corté la cinta adhesiva que cerraba la caja. Levanté las cuatro tapas de cartón. Una, dos, tres, cuatro. Dentro había algo envuelto en plástico translúcido, de ése con burbujas de aire protectoras.

Parecía una pelota. O tal vez una escultura. Cuando empecé a desenvolverlo, me asaltó una sospecha y, de repente, el paquete empezó a pesar más. Mis músculos no podían soportar tanto peso. Lo que tocaban los dedos de mi mano izquierda podía ser perfectamente una nariz. Arranqué el plástico sujetado con cinta adhesiva y vi cabellos negros y rizados. No lo solté porque me angustiaba que pudiera caer al suelo y romperse, pero yo ya sabía qué era antes de descubrirlo, y también Fatmire, porque se estaba tapando la boca con los guantes blancos y tenía los ojos desorbitados y temblaba visiblemente.

Dios mío, lo que tenía en las manos era una cabeza, una cabeza humana. No era una escultura, ni un busto, ni una broma pesada, sino una cabeza humana, negra, femenina, con los ojos medio abiertos y los labios, carnosos, proyectados hacia fuera mostrando unos dientes demasiado blancos. Oh, Dios mío. La cabeza de una mujer, probablemente monja, posiblemente santa, la cabeza incorrupta de Eulalia Gracián, seguro, seguro, seguro.

Sonó mi móvil pero no contesté, porque estaba en el lavabo, vomitando el arroz con pollo, los espaguetis, el carpaccio y las primeras papillas que me dio mi mamá, que en gloria esté.

Escena 3

Lunes, 2 de julio

Yo me preguntaba: «¿Por qué a mí? ¿Por qué enviármelo a mí? ¡Éste ya no es mi caso, se me ha muerto el cliente!»

Fatmire también se mareó. Y Palop y Soriano cuando llegaron unos treinta minutos más tarde. No es verdad que la policía esté acostumbrada a ver toda clase de cosas horribles. Afortunadamente, en mi ciudad, la gente no se encuentra cada día con cabezas cortadas.

—¿Por qué se lo han enviado a usted, Esquius? —me preguntaba Soriano, una o dos horas después, en la Prefectura.

—No lo sé.

—Lo que no me explico es por qué a usted, Esquius, por qué precisamente a usted.

—¡Yo tampoco me lo explico, joder, Soriano!

—¿Pues quién se lo tiene que explicar, Esquius? ¿Yo?

—Usted sabrá. Pero ¡yo no lo sé!

—Pues es raro, Esquius, porque usted se caracteriza por saberlo siempre todo.

—Lo que me fastidia —dije, para amenizar la conversación— es que me tienen controlado. ¿Cómo pueden saberlo? —La propia pregunta me puso la respuesta en la boca—: El contrato, claro, el contrato que Gracián firmó con Biosca, y mi tarjeta, que quedó sobre la mesilla de noche de la habitación del hotel.

No era necesario que hubieran interrogado al viejo; bastaba con que se hubieran fijado un poco.

—…Lo que nos devuelve al punto de partida —dijo Soriano, triunfal—: ¿Por qué demonios tuvieron que enviarle a usted la cabeza de la monja?

—¿Un aviso, quizá?

—¿Lo ve? Ya se le ha ocurrido algo. Y ahora dígame: ¿por qué querían avisarle? ¿De qué?

Soriano había visto demasiadas películas. Me entraron ganas de preguntarle por su mujer, que le había dejado. Bueno, mejor no.

De vez en cuando, entraba en el despacho el comisario para saludarnos y darnos a entender, tanto a mí como a Soriano, que estaba cerca, vigilando, protegiéndome y tranquilizándome. Y, de paso, nos transmitía las últimas noticias.

—El paquete lo envió una mujer negra con pasaporte ruandés. Pero no desde Ruanda. Se presentó en la central de la empresa de transportes y allí pagó el envío y puso como remite los datos de su pasaporte. Jeannette Bucyendore, de Kigali, Ruanda. El mismo pasaporte falso que utilizó para alquilar la ambulancia. La misma mujer, probablemente, aunque tenemos una descripción muy imprecisa…, Ya sabéis. —Decía «Ya sabéis», incluyéndome—: Todas las negras son iguales. Alta, fuerte, atlética, pelo largo peinado en muchas trenzas pequeñas. Esta descripción podría corresponder a una tutsi, eh, los famosos watusi, tan altos. —Me consultaba—: ¿A ti te suena todo esto?

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