Amerotke miraba a uno y a otro lado, buscando a Shufoy. Se distrajo un momento al ver a un grupo de esclavos junto a un olivo: su amo los había comprado hacía poco y ahora los estaban marcando en la frente. Frotaban un puñado de hollín en las heridas abiertas. Tenían a los esclavos bien sujetos; el dueño no prestaba atención a los alaridos; el hollín aseguraba que las heridas no acabarían nunca de cicatrizar y por lo tanto quedarían marcados como de su propiedad durante el resto de sus vidas. El magistrado desvió la mirada. Detestaba estos actos, no había ninguna necesidad de hacerlo, y menos a la vista del rostro desfigurado del pobre Shufoy. Unas cuantas prostitutas pasaron junto al juez, con las mejillas pintadas de color rojo; los círculos de trazo negro y verde hacían más brillantes los ojos de las mujeres. Vestían túnicas blancas de una tela casi transparente que dejaba muy poco a la imaginación, y las pelucas de trenzas empapadas de aceite se movían de una manera tan provocativa como sus caderas. Una de las mujeres captó la mirada de Amerotke y se detuvo: hizo un gesto obsceno con las manos, llamándole, pero el magistrado rechazó la invitación con un gesto de cabeza. Las prostitutas hubieran insistido, pero en aquel momento aparecieron unos jóvenes, probablemente sacerdotes, que ocultaban las cabezas rapadas con sombreros de paja, y trabaron conversación con las mujeres quienes los recibieron con gritos de alegría, y comenzaron a discutir entre risotadas el precio de una noche de entretenimiento en alguna casa alegre.
En la gran plaza del mercado reinaba un gran bullicio. Entre la muchedumbre se mezclaban mercaderes, comerciantes, timadores, marineros de permiso y funcionarios de los nomarcas que habían venido a la ciudad a rendir cuentas. Habían abierto un tenderete de comidas: íbices y gacelas, compradas a los cazadores, se asaban lentamente en largas parrillas colocadas sobre un lecho de brasas. El apetitoso olor flotaba en el aire nocturno, ocultando los olores mucho más desagradables de las letrinas públicas y el de los ciegos sentados en sus excrementos, que tendían sus manos esqueléticas, pidiendo un bocado o una limosna. Un grupo de cantores pertenecientes al coro de un templo se abrió paso entre la multitud, interpretando un himno a un dios que Amerotke nunca había oído mencionar. Su canto fue interrumpido bruscamente por una violenta disputa entre un encantador de serpientes y un vendedor de pájaros. Por lo visto, una cobra se había escapado de su canasto para después deslizarse hasta una de las jaulas, y valiéndose de su larga lengua había matado a una de las aves, sacándola entre los barrotes sin que el dueño se diera cuenta hasta que fue demasiado tarde. Los dos hombres comenzaron a forcejear y uno de ellos rodó por el suelo, chocando contra uno de los cantores. La reyerta hubiera ido a más de no haber aparecido la guardia del mercado, que se encargó de restaurar la paz con sus largos bastones.
Amerotke maldijo por lo bajo mientras continuaba buscando a Shufoy. Se topó con unos juerguistas, completamente borrachos, que iban de una taberna a otra cargando el féretro cuya tapa reproducía la imagen de un amigo al que deseaban conmemorar. Vieron al magistrado e intentaron que se uniera a la juerga, pero Amerotke no les hizo caso. Uno de ellos se puso furioso ante la negativa y avanzó tambaleante, con los puños apretados y la boca llena de babas. Un guardia, que había visto el pectoral de Amerotke, se interpuso en el camino del borracho y lo empujó suavemente para que volviera a reunirse con sus compañeros.
—¿Os puedo ayudar, señor? —preguntó el guardia, dándose golpecitos con el bastón contra la pantorrilla desnuda. Entrecerró los párpados—. Sois el señor Amerotke, ¿verdad? ¿El juez supremo en la Sala de las Dos Verdades? —Inclinó la cabeza en un saludo formal—. No tendríais que estar aquí, señor. Ésta es una noche de jolgorio —vio la expresión de extrañeza en el rostro de Amerotke—. Es la fiesta de Osiris —añadió el guardia.
—Sí, sí. Lo había olvidado. —Exhaló un suspiro—. Estoy buscando a… —Hizo una pausa—. Busco a mi criado. Es un enano, Shufoy; tiene el rostro desfigurado. Él…
—No tiene nariz. —El joven guardia sonrió—. ¿Un vendedor de amuletos? —Señaló hacia uno de los rincones del mercado—. ¡Está por allí, y por lo que vi está haciendo un pingüe negocio!
Amerotke le dio las gracias y continuó su camino entre la muchedumbre. Había más árboles en esta parte de la plaza: unas cuantas acacias, olivos y palmeras, cuyas ramas ofrecían sombra durante el día y un punto de encuentro por la noche. Shufoy se encontraba sentado junto a una palmera, con una capa extendida en el suelo. El enano, encaramado a un tonel, proclamaba ser un gran brujo, un vendedor de amuletos garantizados como la mejor protección contra los demonios, las brujas, y los hechizos de enemigos y rivales.
El juez no salía de su asombro. El puesto de Shufoy ofrecía un gran surtido de objetos: estatuillas de Bes, el dios enano, anillos con el escarabajo de la suerte, amuletos cubiertos de jeroglíficos mágicos como el ojo de Horus; cruces ansadas, pequeñas estelas de la diosa Taweret con orejas en todo el borde, una señal segura de que la diosa escucharía cualquier plegaria. Shufoy exhibía los artículos, proclamando sus virtudes a voz en grito a una multitud que le observaba boquiabierta.
—¡He viajado a través de las Tierras Negras y las Tierras Rojas! —afirmó el enano con voz tonante—. ¡Os traigo la suerte y la buena fortuna! ¡Amuletos y escarabajos! Medallones y estatuillas que os darán buena suerte y una infalible protección contra los demonios. Tengo cera sagrada. —Se agachó un poco al tiempo que en su rostro aparecía una expresión de picardía—. Si te la pones en la oreja durante la noche —le dijo a un campesino, embobado con su charla—, evitarás que un demonio te eyacule en el oído. Todos mis talismanes —entonó, irguiéndose otra vez—, os protegerán de las flechas de Sekhmet, la lanza de Thot, la maldición de Isis, la ceguera provocada por Osiris o la locura causada por Anubis.
—¿También los protegerá de las mentiras y falsedades de los charlatanes? —gritó Amerotke, acercándose.
La transformación de Shufoy fue algo digno de verse. Saltó del tonel y, en un abrir y cerrar de ojos, los amuletos, los talismanes y todos los demás objetos acabaron envueltos en la capa, al tiempo que espantaba a los clientes. Después se sentó en el barril y miró a su amo con una expresión compungida.
—Creía que os habíais marchado a casa —gimió—. Que habíais montado en vuestro carro sin preocuparnos del pobre Shufoy, abandonado a su suerte. El hombre tiene que trabajar —añadió el enano, citando uno de los dichos de los escribas—, de la mañana a la noche para ganarse el pan con el sudor de su frente. —Exhaló un suspiro—. Mi rostro está pálido, me gruñe la barriga, en mi bolsa no hay más que polvo.
—¡Cállate! —Amerotke se sentó en cuclillas junto a su sirviente—. Shufoy, tienes una habitación para ti solo en mi casa, comes y bebes como un escriba, tienes prendas de la mejor calidad. —Cogió la capa raída del enano—. Pero insistes en vestir como un sirio que vagabundea por el desierto.
Los ojos de Shufoy brillaron al escuchar el famoso proverbio en labios de Amerotke.
—Sí, más te vale recordarlo —comentó el juez—. Pero no vale para ocultar la verdad. ¿A qué viene todo esto? —Puso una mano sobre el envoltorio con los objetos mágicos—. ¡Tú no eres hechicero!
—¿Cómo ha ido la reunión del consejo? —preguntó Shufoy, ladeando la cabeza y con una mirada soñadora en los ojos.
—¡No cambies de tema! —replicó el magistrado—. ¿Dónde consigues todas estas baratijas? ¿Dónde las ocultas? ¿Dónde guardas las ganancias?
—Anoche soñé —dijo el enano, balanceándose en el tonel—, anoche soñé que había capturado a un hipopótamo y lo preparaba para asarlo. Eso significa que vos y yo comeremos en palacios. Más tarde soñé que copulaba con mi hermana.
—No tienes ninguna hermana —le interrumpió Amerotke.
—No, pero si la tuviera sería como la muchacha de mi sueño; eso significa que aumentarán mis riquezas. También soñé, amo, que vuestro pene se alargaba y que recibíais un arco dorado: una señal muy clara de que vuestras posesiones se multiplicarán y que ostentaréis un cargo muy alto.
—¡Prenhoe! —Amerotke se puso de pie y obligó al enano a que se bajara del tonel—. Ésta es la primera vez que hablas de sueños. Has estado hablando con Prenhoe, ¿verdad? ¡Es allí donde guardas estas cosas, en su casa! Os repartís las ganancias. Me preguntaba cómo era que no te podía pillar, pero ahora está claro: cuando Prenhoe se va a su casa, te avisa de que voy a salir y tú lo ocultas o él se lo lleva.
Shufoy se rascó la barba.
—Es un buen negocio, amo. No hacemos mal a nadie y vivimos tiempos difíciles.
—¿A qué te refieres?
—No tengo nariz, amo, pero tengo oídos, ojos y un cerebro que se enrosca como una serpiente. Es algo que se rumorea por toda la ciudad. Se aproxima una guerra, ¿no es así? —Miró la luna con expresión expectante—. La violencia se apodera de los corazones; la plaga azotará la tierra y correrá la sangre por todas partes. Los muertos serán enterrados en el río —añadió Shufoy sonoramente—, y los cocodrilos acabarán ahítos de tanta comida.
—¿Has estado bebiendo? —preguntó Amerotke, con tono severo.
—Sólo un poco de cerveza, amo.
Amerotke meneó la cabeza en un gesto de resignación.
—Yo cuidaré de tus baratijas. Ve y averigua dónde vivía el sacerdote Amenhotep.
Shufoy se marchó presuroso, más que agradecido por no tener que seguir discutiendo el tema. No tardó en regresar. Se echó el saco al hombro mientras le decía al juez:
—Venid conmigo, amo.
El enano guió a Amerotke fuera de la plaza del mercado y por las intrincadas callejuelas. A cada lado, se alzaban las casas de adobe de los campesinos y trabajadores, con las ventanas sin tapar y las puertas abiertas. Hombres, mujeres y niños se amontonaban alrededor de las hogueras. Se levantaban al ver pasar a Amerotke, ansiosos por vender sus baratijas. Shufoy anunciaba a viva voz quién era su amo y las sombras retrocedían. Cruzaron otro tramo de campo abierto y después siguieron por un callejón oscuro. Aquí las casas eran más grandes, rodeadas de tapias y con las puertas reforzadas con flejes de bronce. Shufoy se detuvo ante una de las entradas y comenzó a aporrearla con todas sus fuerzas. Amerotke se apartó un poco para mirar por encima de la tapia. Los postigones de la casa de tres pisos estaban cerrados y no se veía ninguna luz.
—¿Quién es? —gritó una voz de mujer.
—¡El señor Amerotke, juez supremo en la Sala de las Dos Verdades! ¡Amigo del divino faraón! —tronó el enano—. ¡Abre!
Se abrió la puerta. Una anciana con una pequeña lámpara de aceite en la mano asomó la cabeza. El rostro sucio y arrugado mostraba los surcos trazados por las lágrimas.
—¿Es que no tenéis ningún respeto? —gimoteó—. ¡Mi amo está muerto! ¡Vilmente asesinado!
—Por eso estamos aquí.
Amerotke apartó a Shufoy y cruzó la entrada. Cogió a la anciana por el brazo y la acompañó amablemente por el sendero bordeado de acacias hasta la casa principal. Olió la fragancia de las flores, la dulzura del lagar, el aroma del pan recién cocido y los apetitosos olores de las frutas y las carnes asadas.
—¿Tu amo era un hombre rico?
—Era sacerdote en el templo de Amón-Ra —respondió la vieja con voz temblorosa—. Sacerdote personal del divino faraón. —Se enjugó las lágrimas que una vez más le rodaban por las mejillas.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Amerotke.
Entraron en el vestíbulo; las paredes y las columnas las habían pintado hacía poco con escenas de cacerías y de la vida de los dioses, pero el suelo estaba sin lavar. En el aire había un olor rancio y agrio. Las plantas de los tiestos colocados en un rincón tenían las hojas de un color amarillento pardusco por la falta de riego.
Las moscas volaban sobre un plato de comida olvidado en una silla. Los postigones estaban cerrados y el zumbido de los mosquitos, volando alrededor de las lámparas de aceite, resultaba irritante, aumentando la sensación de desconsuelo. Era casi como si Amenhotep, enterado de la proximidad de la muerte, hubiese perdido interés por vivir.
—¿Tu amo estaba bien?
—No. —La anciana sacudió la cabeza. Dejó que el chal bordado que le tapaba los hombros cayera al suelo. El vestido de lino que llevaba se veía sucio, le venía grande y dejaba a la vista la garganta esquelética y los pechos flácidos. Luego añadió con voz triste: —No salía de su habitación. Apenas si comía, pero en cambio no dejaba de beber. Le advertí varias veces que era muy malo beber con el estómago vacío, pero no me hacía caso. Nunca salía, dejó de ir al palacio y a los templos, tampoco recibía visitas.
Amerotke frunció la nariz cuando olió el hedor de las verduras podridas que llegaba de la cocina.
—No me dejaba limpiar —se quejó la vieja—. Despidió a los sirvientes y a los esclavos. Incluso a las muchachas que bailaban y lo entretenían.
—¿Qué sabes de su muerte? —Amerotke miró por encima del hombro. Shufoy no había entrado en la casa; el juez rogó para sus adentros que su sirviente no estuviera haciendo alguna travesura en el jardín.
—Llegó un mensajero —respondió la criada—, y a mí no me gustó nada su aspecto. Claro que casi no le vi el rostro porque iba vestido de negro de pies a cabeza, como uno de esos vagabundos del desierto, y sólo se le veían los ojos. Afirmó tener un mensaje para mi amo, me lo entregó y se marchó en el acto.
—¿A qué hora se presentó?
—Esta mañana, a primera hora. Llevé el mensaje a la habitación del puro. —La vieja empleó el título que a menudo se daba a los sumos sacerdotes—. Abrió el mensaje y se alteró mucho: me despachó con un gesto, no paraba de mascullar. El puro tenía muy mal carácter, a veces me tiraba cosas. Desde la muerte del divino faraón se había convertido en un recluso. —Miró al visitante—. Sois el señor Amerotke, el juez, ¿no es así? ¿Os han enviado a investigar?
—Sí —asintió Amerotke—. ¿Sabes qué provocó el cambio de humor de tu amo?
—Al principio pensé que había sido la muerte del divino faraón, pero no lo sé porque dejó de hablar conmigo. No quería hablar con nadie. Venid, os lo mostraré.
La vieja le guió a través de la casa en penumbras. Atravesaron un patio donde había una fuente y el aire olía mejor gracias a la fragancia de las flores y siguieron por un pasillo. La criada arrastraba los pies al caminar al tiempo que sostenía en alto una lámpara de aceite, una sombra en movimiento dentro de un círculo de luz. Se detuvo ante una puerta y Amerotke comprobó que se trataba de la entrada de una pequeña capilla, muy parecida a la que tenía en su casa. El interior estaba tan sucio y descuidado como el resto de la vivienda. Las pinturas de Amón-Ra, con los brazos extendidos aceptando la adoración de sus fieles, adornaban las paredes. A su lado aparecía representado el dios Horus con la cabeza de halcón, cargado con la bandeja de las ofrendas. El camarín del naos, que guardaba la imagen, estaba abierto; la estatuilla parecía un tanto patética y las ofrendas se habían vuelto rancias, como si no las hubiesen cambiado en varios días. La arena esparcida sobre el suelo se veía pisoteada, el recipiente del incienso frío, la resina negra y endurecida. El cántaro de agua bendita, que el sacerdote usaba para purificarse, estaba roto en suelo. En cualquier otra circunstancia, Amerotke hubiera dicho que habían profanado el santuario. En la estancia pobremente iluminada por la llama oscilante de la lámpara, todo parecía indicar que Amenhotep había abandonado a sus dioses o creído que los dioses lo habían abandonado.