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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (40 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Después se pasó algún tiempo en la indecisión. ¿Quién sería el primero que echase la barca al agua para llegar a la islita de los Faisanes, en el centro del río, donde había de realizarse el encuentro? Cada uno creyó encontrar la solución que había de poner a salvo su orgullo: el cardenal y don Luis de Haro se enviaron a decir simultáneamente que estaban enfermos. La trampa había fracasado por demasiada concordancia. Hubo que esperar a que las «enfermedades» terminasen, pero ninguno de los dos quería curarse. El mundo pataleaba impaciente. ¿Se haría la paz? ¿Se concertaría el matrimonio? Hasta el menor movimiento era motivo de comentario.

En Toulouse, Angélica no seguía los acontecimientos más que de lejos. Estaba completamente entregada a la alegría de un asunto personal que le parecía mucho más importante que el matrimonio del rey.

Como cada día se estrechaba su buen entendimiento con Joffrey, había empezado a desear ardientemente tener un hijo. Sólo entonces, se decía, sería verdaderamente su esposa. Por mucho que él le asegurase que nunca había amado a una mujer hasta el punto de mostrarle su laboratorio y hablar con ella de matemáticas, seguía siendo escéptica y tenía ataques de celos retrospectivos que le hacían reír, aunque le encantaban secretamente.

Angélica había aprendido a conocer la sensibilidad de aquel carácter audaz, a medir el valor que había desplegado para dominar su fealdad y su invalidez. Lo admiraba por haber tenido éxito en tal empeño. Le parecía que, hermoso e invulnerable, no hubiera podido amarle tan apasionadamente. Quería darle un hijo para que recibiera de ella el don mayor que podía hacerle. Como los días pasaban, llegó a tener miedo de ser estéril.

Por fin, cuando a principios del invierno de 1658 se encontró encinta, lloró de felicidad. Joffrey no ocultó su entusiasmo y su orgullo. Aquel invierno, mientras todo era agitación con los preparativos de las bodas reales, aún no decididas, pero a las cuales todos los señores de la provincia esperaban asistir, la vida fue muy tranquila en el palacio de
Gay Saber.
Entre sus trabajos y su mujer, el conde de Peyrac daba tregua a la vida mundana que hasta entonces había llevado en su morada. Además, y sin hablar de Angélica, aprovechaba la ausencia del arzobispo para volver a manejar la vida pública de Toulouse, con gran contento de buena parte de los regidores y del pueblo.

Para el alumbramiento, Angélica fue a un castillo pequeño que el conde poseía en el Bearn, en los contrafuertes del Pirineo, donde hacía más fresco que en la ciudad. Naturalmente, los futuros padres discutieron mucho, por adelantado, el nombre que habían de dar al hijo, heredero de los condes de Toulouse. Joffrey quería llamarle Cantor, como el célebre trovador del Languedoc, Cantor de Marmont, pero como nació en plena fiesta, cuando los Juegos Florales se estaban celebrando en Toulouse, se le dio el nombre de Florimond.

Fue un chiquillo moreno con abundante cabello negro. Durante algunos días Angélica le tuvo un poco de rencor por la angustia y los dolores del alumbramiento. La comadrona le afirmaba, sin embargo, que por ser el «primero» las cosas habían pasado muy bien. Pero Angélica muy pocas veces había estado enferma e ignoraba el dolor físico.

En el transcurso de las largas horas de espera sentíase poco a poco sumergida por aquel sufrimiento elemental, y su orgullo se encrespaba. Estaba sola en un camino en que ni el amor ni la amistad podían ayudarla, dominada por el hijo desconocido que ya la reivindicaba enteramente. Aquella hora prefiguró para ella la atroz soledad que un día había de afrontar. No lo supo, pero su ser tuvo presciencia de ello, y durante veinticuatro horas Joffrey estuvo inquieto por su palidez, su mutismo y su forzada sonrisa.

La noche del tercer día, al inclinarse Angélica curiosamente sobre la cuna en que dormía su hijo, reconoció un rostro en que estaban cincelados los rasgos que a veces le habían revelado el perfil intacto de Joffrey. Imaginó un sable cruel cayendo sobre aquella carita de ángel, el cuerpo grácil arrojado por una ventana y roto en la nieve sobre la cual llovían ascuas en llamas. La visión fue tan neta que dio un grito de horror y, apoderándose del recién nacido, lo estrechó, convulsa, contra su pecho.

Los senos le dolían porque la leche subía y la comadrona se los había vendado apretadamente. Las damas nobles no amamantaban a sus hijos. Una nodriza joven y sana debía llevarse a Florimond a las montañas, donde pasaría sus primeros años. Cuando la comadrona volvió a la noche al cuarto de la parturienta, levantó los brazos al cielo, porque Florimond estaba mamando de muy buena gana del pecho de su madre.

—¡Señora, estáis loca! ¿Cómo os vamos a retirar ahora la leche? Vais a tener fiebre en los pechos.

—Lo criaré yo misma —dijo ferozmente Angélica—. No quiero que nadie me lo arroje por una ventana.

Se habló con escándalo de aquella noble dama que se comportaba como una campesina. Finalmente, se convino en que la nodriza formaría de todos modos parte de la casa de la señora de Peyrac. Completaría la lactancia de Florimond, que tenía un hambre voraz. Cuando esta cuestión de la crianza agitaba hasta al regidor de la aldea bearnesa que dependía del castillo, se vio llegar a Bernardo de Andijos.

El conde de Peyrac le había nombrado gentilhombre de su casa y acababa de enviarlo a París para que le preparara allí su villa, en previsión de un viaje que pensaba hacer a la capital. De vuelta, Andijos había ido directamente a Toulouse para representar al conde en las festividades de los Juegos Florales. No se le esperaba en el Bearn.

Parecía muy agitado. Arrojando a un lacayo las riendas del caballo, subió de cuatro en cuatro los escalones e hizo irrupción en la cámara de Angélica, que estaba tendida en el lecho, mientras Joffrey de Peyrac, sentado junto a la ventana, canturreaba al son de la guitarra. Andijos no reparó en aquel cuadro familiar.

—¡El rey llega! —dijo, jadeante.

—¿Adonde?

—¡A vuestra casa, al
Gay Saber,
en Toulouse!

Después se dejó caer en un asiento y se enjugó el sudor.

—Vamos a ver —dijo Joffrey, después de haber tocado una cancioncilla en la guitarra para dar tiempo a que Andijos recobrase el aliento—, no nos aturdamos. Me han dicho que el rey, su madre y la Corte se habían puesto en camino para reunirse con el cardenal en San Juan de Luz, pero ¿para qué habrían de pasar por Toulouse?

—¡Es toda una historia! Parece que, a fuerza de hacerse cumplidos, don Luis de Haro y el señor Mazarino no han abordado aún el asunto del matrimonio. Además, se dice que la relación entre ellos se va agriando. Hay dificultades respecto al señor de Condé. España quiere que se le acoja con los brazos abiertos y que se olviden no sólo de sus traiciones de la Fronda, sino también que, príncipe de sangre francesa, haya sido durante varios años general español. La pildora es amarga y difícil de tragar. La llegada del rey en esas condiciones sería grotesca. Mazarino ha aconsejado que viajen. Viajan. La Corte va a Aix, donde la presencia del rey apaciguará sin duda la rebelión que acaba de estallar. Pero toda esa gente importante pasa por Toulouse. ¡Y vos no estáis allí! ¡Y el arzobispo no está allí! Los regidores parecen enloquecidos…

—No es la primera vez que reciben a un gran personaje.

—Es preciso que estéis allí —suplicó Andijos—. Parece que, al saber que iba a pasar por Toulouse, el rey ha dicho: «¡Al fin voy a conocer a ese Gran Rengo del Languedoc, de quien siempre me están hablando!»

—¡Ay, quiero ir a Toulouse! —dijo Angélica, saltando en el lecho.

Pero volvió a echarse hacia atrás con una mueca de dolor. Estaba en verdad demasiado débil para emprender un viaje por los malos caminos de las montañas y soportar las fatigas de una recepción principesca. Se le llenaron los ojos de lágrimas de decepción.

—¡Ay, el rey en Toulouse, el rey en el
Gay Saber,
y yo no verlo!

—No lloréis, querida —dijo Joffrey—. Os prometo ser tan solícito y amable que no podrán por menos que invitarnos para la boda. Veréis al rey en San Juan de Luz, y no como viajero polvoriento, sino en toda su gloria.

Mientras el conde salía a dar órdenes para emprender el viaje a la madrugada siguiente, Andijos se dedicó a consolarla.

—Vuestro marido tiene razón, hermosa. ¡La Corte, el rey! ¡Bah! ¿Qué es todo eso? Una sola comida en el
Gay Saber
vale mucho más que una fiesta en el Louvre. Creedme, yo he estado allí y he tenido tanto frío en la antecámara del Consejo que se me helaba la nariz. Se diría que el rey de Francia no tiene bosques en que cortar leña. En cuanto a los servidores de la casa real, he visto que llevan las calzas con tantos agujeros, que las damas de la reina, que no tienen nada de tímidas, se ven obligadas a bajar los ojos.

—Dicen que el cardenal no ha querido acostumbrar a su regio discípulo a un lujo que está fuera de toda proporción con los medios del país.

—No sé cuáles habrán sido las intenciones del cardenal, que nunca se ha privado, por cuenta propia, de comprar diamantes en bruto o tallados, cuadros, libros, tapices, estampas. Pero creo que el rey, bajo su aire tímido, está impaciente por sacudir la tutela. Está harto de sopa de habas y de los sermones de su madre y cansado de cargar con las desdichas de una Francia saqueada, lo cual se comprende cuando se es buen mozo y rey por añadidura. No está lejos el tiempo en que ha de sacudir su melena de león.

—¿Cómo? ¡Describídmelo! —requirió Angélica, impaciente.

—¡No está mal, no está mal! Tiene elegancia, majestad. Pero, a fuerza de correr de ciudad en ciudad en tiempo de la Fronda, se ha quedado más ignorante que un lacayo, y si no fuera rey, os diría que me parece un tanto ladino. Además, tuvo las viruelas y se le ha quedado la cara toda marcada.

—¡Ay! Me queréis desilusionar —exclamó Angélica— y habláis como esos diablos de gascones, bearneses o albigenses que siguen preguntándose por qué la Aquitania no sigue siendo un reino independiente de Francia. Para vosotros no hay más que Toulouse y vuestro sol. Pero yo estoy muerta de ganas de conocer París y de ver al rey.

—Lo veréis en sus bodas. Tal vez el matrimonio señale la verdadera mayoría de edad de nuestro soberano. Pero, si vais a París, deteneos en Vaux para saludar al señor Fouquet. Él es el verdadero rey a estas horas… ¡Qué lujo, amigos! ¡Qué esplendor!

—¿Así que también vos habéis ido a cortejar a ese financiero tramposo y grosero? —interrogó el conde de Peyrac, que volvía a entrar.

—Indispensable, querido. No sólo el hacerlo así es necesario para que lo reciban a uno en todas partes en París, ya que los príncipes están a su discreción, sino que, además, confieso que me devoraba la curiosidad de ver en su marco al gran financiero del reino, que es ciertamente ahora la primera personalidad del país después de Mazarino.

—Atreveos del todo y no temáis decir: antes que Mazarino… Todos sabemos que el cardenal no encuentra créditos entre los prestamistas cuando se trata del bien del país, mientras que el tal Fouquet goza de la confianza general.

—Pero el flexible italiano no siente celos. Fouquet hace entrar el dinero en el tesoro real para sostener las guerras; es todo lo que se le pide… por el momento. Nadie se preocupa de saber si ese dinero se consigue de los usureros al veinticinco y hasta el cincuenta por ciento de interés. La Corte, el rey, el cardenal, viven de esos préstamos. No lo detendrán tan pronto y continuará luciendo a placer su emblema, la ardilla, y su lema:
Quo non ascendam?
(¿Adonde no subiré?)

Joffrey y Andijos discutieron aún un momento sobre el fausto insólito de Fouquet, que en realidad había empezado por desempeñar un cargo fiscal importante llegando a ser después miembro del Parlamento de París. Pero, con todo, seguía siendo hijo de un simple magistrado bretón.

Angélica permanecía pensativa, porque cuando hablaban de Fouquet recordaba el cofrecillo del veneno, y aquel recuerdo siempre le era desagradable.

Interumpió la conversación un pajecillo que traía en una bandeja una colación para el marqués.

—¡Uf! —exclamó éste, quemándose los dedos con los brioches calientes que encerraban una nuez de
joie-gras
helado—. Sólo aquí se comen maravillas semejantes. Aquí y en Vaux, precisamente. Fouquet tiene un cocinero excepcional, un tal Vatel. —Lanzó una exclamación súbita—: ¡Oh! Esto me recuerda un encuentro extraño. Adivinad a quién he sorprendido allí mismo, en gran conversación con el señor Fouquet, señor de Belle-Isle y de otros lugares y casi virrey de Bretaña. ¡Adivinadlo!

—Es difícil. Conoce a todo el mundo.

—Adivinad. Es alguien de vuestra casa… en parte.

Después de mucho pensar, Angélica dijo que tal vez se tratase de su cuñado, el marido de Hortensia, que era togado en París, como lo había sido en otro tiempo el célebre superintendente. Pero Andijos sacudió la cabeza negativamente.

—¡Ah, si no tuviera tanto miedo a vuestro marido, no cambiaría la información más que por un beso, porque no lo adivinaréis nunca!

—Pues bien, tomad el beso, lo cual es de buen tono cuando se ve por primera vez a una joven madre, y decídmelo, porque languidezco de impaciencia.

—Helo aquí. He sorprendido a vuestro antiguo mayordomo, ese Clemente Tonnel a quien habéis tenido en Toulouse, en gran conciliábulo con el superintendente.

—Habéis debido de equivocaros. Se fue sencillamente a hacer un viaje al Poitou —dijo Angélica con precipitación—. Y no tiene ningún motivo para frecuentar a los grandes personajes. A menos que intente entrar a servir en Vaux.

—Es lo que he creído comprender según su conversación. Hablaban de Vatel, el cocinero del superintendente.

—Ya lo veis —dijo Angélica con un alivio que ni a sí misma se explicaba—. Lo que se proponía era trabajar bajo las órdenes de ese Vatel, que, según dicen, es genial. Lo único que me parece es que hubiera debido avisarnos que no volvería al Languedoc. Pero ¿quién espera deferencia de esas gentes bajas cuando creen que uno ya no les es útil?

—Sí, sí —dijo Andijos, que parecía estar pensando en otra cosa—, pero hay un detalle que me pareció curioso. Por azar, entré de improviso en la estancia donde el superintendente estaba conversando con el famoso Clemente. Formaba yo parte de un grupo de señores más o menos animados por el vino. Pedimos perdón al superintendente, pero noté que nuestro hombre hablaba con el señor Fouquet de modo bastante familiar, y que al entrar nosotros adoptó de pronto una actitud mucho más servil. Me reconoció. Cuando salíamos, vi que le decía algunas palabras a Fouquet, precipitadamente. Este fijó en mí una mirada de serpiente y después dijo: «No creo que eso tenga importancia.»

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