La Mano Del Caos (50 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Mano Del Caos
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El contramaestre envainó la espada con gesto de gran irritación.

—Por aquí, señor —indicó al comerciante, instando al boquiabierto elfo a continuar la marcha.

—Pero..., pero ¡si andan libremente por la nave!

—Sí, señor.

El comerciante, que seguía con la mirada fija en los humanos, presa de una horrorizada fascinación, avanzó con paso inseguro hasta la escotilla abierta.

—Ya hemos llegado, señor. Cuidado con los escalones. Podrías caerte y romperte el cuello —dijo el contramaestre, alzando la vista al cielo como si pidiera que lo librara de la tentación.

—¿No deberían estar encadenados? ¿Llevar grilletes, o algo así? —inquirió el mercader mientras iniciaba con cautela el descenso de la escalerilla.

—Probablemente, señor —contestó el contramaestre, disponiéndose a seguirlo—. Pero no nos está permitido.

—¡No os está permitido! —El elfo se detuvo y añadió en tono indignado—: ¡Jamás había oído nada igual! ¿Y quién os lo prohibe, si puede saberse?

—Los kenkari, señor —le informó el contramaestre, impertérrito, y tuvo la satisfacción de ver palidecer a su interlocutor.

—¡Por la Sagrada Madre! —Volvió a jurar el comerciante, pero esta vez con más fervor—. ¿Y cuál es la razón? —Preguntó en un susurro—. Si no es un secreto, por supuesto.

—Claro que no. Esos dos son lo que los humanos llaman «monjes de la muerte». Acuden a la catedral en santa peregrinación y tienen salvoconducto para acudir aquí y regresar, mientras no hablen con nadie.

—Monjes de la muerte... Bien, yo nunca... —musitó el elfo y reemprendió el descenso hasta la bodega, donde encontró la fruta en perfecto estado y sólo ligeramente zarandeada tras la dura travesía.

El funcionario de aduanas emergió del camarote del capitán secándose los labios, con las mejillas de un tono más sonrosado que cuando había entrado. En las cercanías del bolsillo del pecho llevaba ahora un visible bulto que no estaba allí a su llegada y, en su rostro, una expresión de satisfacción había reemplazado la mueca de aburrimiento que mostraba al abordar la nave. El aduanero volvió la atención a los pasajeros, que esperaban con impaciencia el permiso para desembarcar.

—Monjes kir, ¿eh? —Una sombra le cruzó el rostro.

—Sí, excelencia —respondió el capitán—. Subieron a bordo en Suthnas.

—¿Han causado algún problema?

—No, excelencia. Tenían un camarote para ellos. Es la primera vez que salen de él. Los kenkari han decretado que debíamos dejarles paso libre —recordó el capitán al funcionario, que aún mostraba el entrecejo fruncido—. Sus personas son sagradas.

—Sí, y también tus beneficios —añadió el aduanero con aspereza—. Sin duda, les habrás cobrado seis veces el precio del pasaje.

—Uno tiene que ganarse la vida, excelencia —fue la vaga respuesta del capitán, mientras encogía los hombros.

El aduanero imitó el gesto. Al fin y al cabo, él ya tenía su parte.

—Supongo que tendré que hacerles unas cuantas preguntas. —El funcionario puso una mueca de disgusto ante la idea y sacó un pañuelo del bolsillo. Luego, con aire dubitativo, añadió—: ¿Es posible hacerlo? Quiero decir, ¿no se ofenderán por ello los kenkari?

—En absoluto, excelencia. Y a los demás pasajeros les parecerá estupendo que lo hagas.

El funcionario, aliviado al saber que no estaba a punto de cometer un terrible desliz diplomático, decidió poner término a la desagradable tarea lo antes posible y se aproximó a los monjes, que permanecían apartados de todos los elfos. Al ver que se acercaba, ambos se volvieron hacia él y le dedicaron una silenciosa reverencia. El aduanero se detuvo a un paso de ellos, cubriéndose la nariz y la boca con el pañuelo.

—¿De dónde venir? —les preguntó, utilizando un elfo muy simple.

Los monjes inclinaron la cabeza otra vez, pero no hubo respuesta. El funcionario torció el gesto, pero el capitán se apresuró a cuchichearle:

—Tienen prohibido hablar.

—¡Ah, es cierto! —El aduanero reflexionó un momento—. Vosotros hablar a mí —dijo a continuación, señalándose el pecho—. Yo, jefe.

—Procedemos de Exilio de Pitrin, excelencia —respondió el más alto de los monjes, con una nueva reverencia.

—¿Adonde ir? —insistió el funcionario, fingiendo no haber advertido que el humano había hablado en un elfo excelente.

—Estamos realizando una peregrinación sagrada a la Catedral del Albedo, excelencia —contestó el mismo monje.

—¿Qué llevar en el saco? —preguntó el elfo mientras dirigía una severa mirada a los macutos que llevaban los humanos.

—Objetos que nuestros hermanos nos han pedido; hierbas, pócimas y cosas así. ¿Quieres inspeccionarlas? —preguntó el monje humildemente, al tiempo que abría uno de los sacos.

Un hedor repulsivo emanó de él. El aduanero no quiso ni imaginar qué podía haber allí dentro. Boqueó, apretó el pañuelo con más fuerza contra los labios y sacudió la cabeza.

—¡Cierra el condenado talego o nos emponzoñarás a todos! Y ese amigo tuyo, ¿por qué no dice algo?

—No tiene labios, excelencia, y ha perdido una parte de la lengua. Un accidente terrible. ¿Quieres ver cómo quedó?

El aduanero retrocedió, horrorizado, y advirtió por primera vez que el otro monje llevaba las manos cubiertas con guantes negros y que sus dedos parecían retorcidos y deformes.

—Desde luego que no. Los humanos ya sois bastante feos normalmente —murmuró, aunque esto último lo dijo para su bigote. No era prudente ofender a los kenkari que, por alguna razón misteriosa, habían establecido vínculos con aquellos siniestros necrófilos.

—Poneos en marcha, pues. Tenéis cinco ciclos para cumplir vuestra peregrinación. Recoged vuestros documentos en el despacho del puerto. Es ese edificio de la izquierda.

—Sí, excelencia. Gracias, excelencia —respondió el monje con una nueva reverencia.

El kir cogió los dos macutos, se los echó al hombro y ayudó al otro monje a ponerse en marcha con paso lento, arrastrando los pies y con la espalda encorvada. Juntos, descendieron por la pasarela mientras todos los demás, pasajeros, tripulantes y esclavos humanos, se apresuraban a apartarse de ellos.

El aduanero se estremeció y comentó al capitán.

—Me ponen la piel de gallina. Seguro que te alegras de librarte de ellos.

—Desde luego que sí, excelencia —aseguró el marino.

Hugh e Iridal no tuvieron dificultades para obtener los documentos que les permitirían permanecer en el reino de Paxaria
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durante un período de cinco ciclos, a cuyo término deberían abandonarlo, so pena de ser detenidos. Ni siquiera los kenkari podían proteger a sus hermanos monjes si prolongaban su estancia más allá de aquel plazo.

El vínculo entre las dos sectas religiosas, cuyas razas habían sido enemigas casi desde el principio de Aristagón, se remontaba a Krenka-Anris, la elfa kenkari que descubrió la magia secreta de atrapar el alma de los muertos. En aquella época, poco después de que los mensch fueran trasladados del Reino Superior, todavía vivían humanos en Aristagón y, si bien las relaciones entre ambas razas empeoraban rápidamente, algunos elfos y humanos aún mantenían amistad y contacto.

Entre estos últimos había un mago humano que había tratado a Krenka-Anris durante muchos años. Los humanos habían oído hablar de la nueva magia elfa capaz de recoger el alma de sus muertos, pero habían sido incapaces de descubrir el secreto, que los kenkari guardaban como un don sagrado. Un día, ese mago —un humano sabio y benévolo— se presentó ante Krenka-Anris para suplicarle ayuda. Su esposa estaba agonizando, explicó, y no podía soportar la idea de perderla. Por eso había acudido a pedir a la kenkari que salvara el alma de la mujer, ya que no podía hacer nada por su cuerpo.

Krenka-Anris se compadeció de su amigo, viajó con él e intentó capturar el alma de la moribunda, pero la magia kenkari no producía efecto en los humanos. La mujer murió y su alma escapó. El marido, desesperado de pena, se obsesionó con lograr la captura de las almas humanas. Para ello viajó a las islas de Aristagón y, con el tiempo, a toda la parte habitada del Reino Medio, visitando los lechos de muerte, deambulando entre los apestados, aguardando en las proximidades de cada batalla, sin dejar de ensayar diversos métodos para capturar el alma de los moribundos. Pero todo fue en vano.

Durante sus viajes fue sumando seguidores y estos humanos continuaron su trabajo una vez que el propio mago hubo muerto y su propia alma se hubo escapado, pese a los esfuerzos de estos seguidores por retenerla. Los adeptos al mago, que se llamaron a sí mismos «kir»,
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intentaron proseguir su búsqueda de la magia que capturaba las almas pero, debido a su costumbre de presentarse en las casas al mismo tiempo que la muerte, empezaron a hacerse cada vez más impopulares entre el pueblo. Corría la voz de que los kir llevaban la muerte con ellos, y a menudo eran agredidos físicamente y expulsados de sus casas y de sus pueblos.

Entonces, los kir se agruparon para autoprotegerse, y se refugiaron en los rincones más aislados del Reino Medio. Su búsqueda del método para capturar las almas tomó un camino más oscuro. No habiendo tenido suerte con los vivos, los kir empezaron a estudiar a los muertos, con la esperanza de descubrir qué sucedía con el alma una vez que ésta había abandonado el cuerpo. Así pues, se concentraron en la búsqueda de cadáveres y, en particular, de aquellos que los vivos abandonaban.

Los kir mantuvieron aquella actitud reservada, evitando en lo posible el contacto con desconocidos y concentrando su interés mucho más en los muertos que en los vivos. Aunque todavía eran mirados con aversión, ya no producían miedo y, con el tiempo, volvieron a ser aceptados como miembros de la sociedad. Finalmente, abandonaron la búsqueda de la magia para atrapar las almas y pasaron —en un proceso que parece bastante natural— a adorar la muerte.

Y, aunque a lo largo de los siglos sus planteamientos de la vida y de la muerte habían divergido mucho y se hallaban muy distantes a aquellas alturas, los monjes kir y los elfos kenkari no habían olvidado nunca que los dos árboles habían surgido de la misma semilla. Los kenkari estaban entre los pocos forasteros a los que se permitía la entrada en los monasterios kir, y los kir eran los únicos humanos que podían obtener salvoconductos para entrar en tierras de elfos.

Hugh, educado por los monjes kir, conocía aquel vínculo y sabía que aquel disfraz les proporcionaba el único medio seguro de moverse entre los elfos. Ya lo había empleado con éxito en anteriores ocasiones y había tenido la precaución de procurarse dos sotanas negras antes de abandonar el monasterio, una para él y la otra para Iridal.

Dado que no se permitía el ingreso de mujeres en la orden, era imprescindible que Iridal mantuviera ocultas las manos y el rostro y que se abstuviera de hablar. Esto último no representaba una gran dificultad, ya que los monjes kir debían atenerse a la ley que les prohibía hablar con los elfos. Tampoco era probable que éstos quebrantaran dicha prohibición, pues sentían tal desprecio y tal temor supersticioso hacia los monjes de la muerte que Hugh e Iridal podían contar con que su viaje apenas encontraría interferencias.

El escribiente de la oficina del puerto procedió a extenderles los documentos con insultante celeridad y se los arrojó desde una distancia prudente.

—¿Cómo encontraremos la Catedral del Albedo? —preguntó Hugh en su fluido elfo.

—No entender. —El elfo sacudió la cabeza.

—¿Cuál es la mejor ruta hacia las montañas, entonces? —insistió Hugh.

—No hablar humano. —El elfo dio media vuelta y se alejó.

Hugh lo miró con furia pero no insistió más. Cogió los papeles, los guardó bajo el cinturón de cuerda que le ceñía la cintura y salió a las calles de la bulliciosa ciudad portuaria de Paxaua.

Desde las profundidades de su embozo, Iridal contempló con asombro y desesperación las incontables hileras de edificios, las calles sinuosas y la multitud que las recorría. La ciudad más populosa de las Volkaran habría cabido fácilmente en el barrio del mercado de Paxaua.

—¡Jamás había imaginado un lugar tan inmenso y tan lleno de gente! —susurró a Hugh, agarrándolo del brazo y acercándose a él—. ¿Habías estado aquí antes?

—Mi oficio no me había traído nunca tan dentro del territorio elfo —respondió Hugh con una sonrisa siniestra.

Iridal contempló con desánimo las numerosas calles de la ciudad, sinuosas, recoletas y laberínticas.

—¿Cómo vamos a encontrar nuestro camino? ¿No tienes un plano?

—Sólo del propio Imperanon. Lo único que sé es que la catedral está situada en algún lugar de esas montañas —respondió Hugh, señalando una cadena montañosa que se recortaba en el lejano horizonte—. Que yo sepa, nunca se ha hecho un plano de esta ratonera. La mayoría de las calles carece de nombre o, si lo tiene, sólo lo conocen los habitantes. Ya preguntaremos. Tú, continúa caminando.

Siguieron el flujo de la multitud y empezaron a recorrer lo que parecía una calle principal.

—Preguntar la dirección va a ser difícil —apuntó Iridal en voz baja, cuando apenas había dado unos pasos—. ¡No se nos acerca nadie! Se limitan a... mirar...

—Ya encontraremos la manera. No temas, no se atreverán a hacernos daño.

Prosiguieron su paseo. Sus túnicas negras destacaban como dos agujeros oscuros en el tapiz viviente de alegres colores que formaba la multitud de elfos que iba y venía, dedicada a sus quehaceres cotidianos. Allí donde aparecían las dos figuras negras, la vida diaria se detenía.

Los elfos dejaban de charlar, de regatear, de reír o de discutir. Dejaban de correr, dejaban de caminar y casi parecían dejar de vivir, a excepción de los ojos, que seguían a la pareja enfundada en negro hasta que ésta desaparecía en la calle siguiente, donde el proceso se repetía desde el principio. Iridal empezó a pensar que llevaba en su mano el silencio y que extendía sus pesados pliegues sobre cada persona y cada objeto ante los que pasaba.

Iridal observó aquellos ojos y vio odio. Pero no a lo que fingía ser —lo cual la sorprendió—, sino a lo que anunciaba: la muerte. La sotana negra era un recordatorio de la condición mortal. Y los elfos, aunque longevos, no vivían eternamente.

Ella y Hugh continuaron andando. Sin rumbo fijo, le pareció a Iridal, aunque seguían viajando en la misma dirección, presumiblemente hacia las montañas, si bien ahora no alcanzaba a distinguirlas, ocultas por los elevados edificios.

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