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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (23 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Arriba se oían voces. Voces ligeras y delicadas de elfos. Los ojos de Haplo tardaron un rato en acostumbrarse a la luz brillante. El hecho de que los elfos tuvieran luz resultaba inquietante. Tal vez se había equivocado; tal vez era cierto que los elfos habían aprendido a hacer funcionar la Tumpa-chumpa y habían dejado sin luz y sin calor a los enanos.

Pero una mirada más detenida reveló la verdad. Los elfos —conocidos por sus artes mágicas mecánicas— habían organizado su propio sistema de iluminación. Las lámparas dependientes de la Tumpa-chumpa que un día habían iluminado la Factría estaban frías y apagadas.

Y en aquel extremo de la Factría no había ninguna luz encendida. Aquella parte del local estaba vacía, desierta. Los elfos estaban acampados en el otro extremo, cerca de la entrada. Haplo estaba a ras de una ordenada fila de camastros colocados contra la pared. Los elfos estaban en movimiento, unos barriendo el suelo, otros comprobando las armas. Algunos dormían. Vio a varios en torno a una olla de la que salía una nube de vapor y un aroma fragante. Un grupo estaba acuclillado en el suelo, dedicado a algún tipo de juego según se deducía de sus comentarios sobre «apuestas» y de sus exclamaciones de triunfo o de desengaño. Nadie prestaba la menor atención a la zona de la Factría donde estaba Haplo. El sistema de iluminación ni siquiera llegaba hasta aquella parte.

Justo delante de donde se encontraba, distinguió la estatua del dictor: la figura cubierta con capa y capucha de un sartán que sostenía en una mano un único globo ocular, que miraba fijamente. Haplo dedicó un instante a examinar el ojo y se alegró de comprobar que estaba tan oscuro y sin vida como la máquina.

Una vez activado, aquel globo ocular revelaría el secreto de la Tumpa-chumpa a cualquiera que observara sus imágenes animadas.
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O bien los elfos no habían descubierto el secreto del ojo, o, si lo habían hecho, no le habían dado importancia, como había sucedido con los enanos durante todos aquellos años. Quizá, como los enanos, los elfos sólo utilizaban aquella parte del enorme edificio para reuniones. O quizá no le daban ningún uso en absoluto.

Haplo deslizó de nuevo la placa en su lugar, dejando abierto sólo un resquicio, y descendió la escalerilla.

—Está bien —dijo a Limbeck—. Los elfos están en la parte delantera de la Factría pero, o tu plan no ha dado resultado, o esos elfos ni se han inmutado con...

Se interrumpió. Desde arriba les llegó el lejano sonido de una corneta. A continuación, se produjo un revuelo de gritos, rechinar de armas, arrastrar de camas y voces estentóreas de irritación o de satisfacción, según los soldados tomaron la alarma por una agradable interrupción de su aburrida rutina o por una molestia.

Haplo se apresuró a subir los peldaños otra vez y se asomó por la rendija.

Los elfos estaban ciñéndose las espadas, recogiendo los arcos y el correspondiente carcaj lleno y corriendo a la llamada, entre las maldiciones y los gritos de sus oficiales para que se dieran prisa.

La maniobra de los enanos había comenzado. Haplo no estaba seguro de cuánto tiempo tenían, de cuánto tiempo conseguirían los enanos tener entretenidos a los elfos. No mucho, probablemente.

—¡Vamos! —Dijo, gesticulante—. ¡Deprisa! Está bien, perro. Déjalo subir.

Bane fue el primero en ascender, trepando como una ardilla. Limbeck lo siguió, más despacio. Detrás lo hizo Jarre. La enana, con el ardor del lanzamiento de objetos de cocina, había olvidado cambiarse la falda por unos pantalones, más cómodos, y tenía problemas con los peldaños. El perro permaneció en el fondo, observándolos con interés.

Haplo mantuvo la vigilancia y aguardó a que el último elfo hubiera abandonado la Factría.

—¡Ahora! —Exclamó entonces—. ¡Corred!

Apartó la plancha metálica y se encaramó al suelo del enorme recinto. Volviéndose, tendió la mano a Bane y lo ayudó a subir. Bane estaba sonrojado y le brillaban los ojos de excitación.

—Iré a ver la estatua...

—Espera.

El patryn dirigió una rápida mirada a su alrededor, al tiempo que se preguntaba por qué vacilaba. Los elfos se habían marchado. Él y su grupo estaban solos en la Factría. A no ser, claro, que los elfos hubieran estado sobre aviso de su llegada y les hubiesen tendido una celada. Pero era un riesgo. La magia de Haplo podía afrontar sin apuros cualquier emboscada. A pesar de ello, persistía aquel hormigueo en su piel, y aquel leve resplandor azul, tan perturbador.

—Adelante —asintió, enfadado consigo mismo—. Perro, ve con él.

Bane echó a correr, acompañado por el perro.

Limbeck asomó la cabeza del agujero. Observó al animal que daba brincos al lado de Bane, y los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. —Habría jurado... —El enano miró hacia el fondo del conducto—. El perro estaba ahí abajo...

—¡Deprisa! —refunfuñó Haplo. Cuanto antes abandonaran aquel sitio, más tranquilo se sentiría. Ayudó a salir a Limbeck y tendió la mano para nacer lo mismo con Jarre cuando, de pronto, escuchó un grito y un ladrido excitado. Se volvió tan deprisa que estuvo a punto de desencajarle el brazo a la enana.

Bane, tendido boca abajo a los pies de la estatua, señalaba hacia abajo.

—¡Lo he encontrado! El perro, firme a su lado con las patas separadas, miraba el hueco con profunda suspicacia, desconfiando de cualquier cosa que pudiera haber allí abajo. Antes de que Haplo pudiera impedírselo, Bane se deslizó como una anguila por el hueco y desapareció. La estatua del dictor empezó a girar sobre su base, cerrando la abertura.

—¡Ve tras él! —gritó Haplo.

El perro saltó al hueco que empezaba a cerrarse. Lo último que Haplo vio de él fue la punta de una cola plumosa.

—¡Limbeck, evita que se cierre!

Haplo casi arrojó al suelo a Jarre y echó a correr hacia la estatua. Pero Limbeck le llevaba la delantera.

El rechoncho enano corrió cuanto pudo por el suelo de la Factría, impulsando furiosamente sus cortas y gruesas piernas. Al llegar a la estatua, se arrojó físicamente a la abertura, que seguía cerrándose lentamente, y se encajó como una firme cuña entre la base de la estatua y el suelo. Dio un empujón a aquélla para obligarla a abrirse otra vez de par en par y se inclinó a examinar la base.

—¡Ah!, de modo que funciona así... —murmuró, al tiempo que se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. Luego, alargó la mano para someter a prueba su teoría manipulando una lengüeta que había descubierto.

Haplo plantó el pie, suavemente pero con firmeza, sobre los dedos del enano. —No toques eso. La estatua podría cerrarse de nuevo y quizá esta vez no pudiéramos impedirlo.

—¿Haplo? —Le llegó la voz de Bane desde el interior del hueco—. Aquí abajo está terriblemente oscuro. ¿Me podrías pasar el guingué? —Su Alteza debería haber esperado a los demás —fue la severa réplica de Haplo.

No hubo respuesta.

—Quédate quieto. No te muevas —dijo Haplo al muchacho—. Bajaremos en un momento. ¿Dónde está Jarre?

—Aquí —murmuró ella con una vocecilla, acercándose hasta detenerse frente a la estatua con la cara muy pálida—. Alfred dijo que no podríamos volver a salir por aquí.

—¿Alfred dijo eso?

—Bueno, no con esas palabras. No querría asustarme, probablemente. Pero ésa tuvo que ser la razón por la que nos internamos en los túneles. Si hubiéramos podido escapar por la estatua, seguro que lo habríamos hecho, ¿no te parece?

—Con Alfred, ¿quién sabe? —Murmuró Haplo—. Pero es probable que tengas razón. Este artilugio debe de cerrarse cada vez que alguien se cuela por el hueco. Lo cual significa que debemos encontrar la manera de mantenerlo abierto.

—¿Lo consideráis prudente? —Inquirió Limbeck con inquietud, mirándolos desde su posición, mitad dentro y mitad fuera de la abertura—. ¿Y si vuelven los elfos y lo encuentran abierto?

—Si lo hacen, ya veremos —respondió Haplo, aunque no consideraba muy probable tal cosa, pues parecía que los elfos evitaban aquella zona de la Factría—. No quiero terminar atrapado ahí abajo.

—Las luces azules nos condujeron a la salida —apuntó Jarre en un susurro, casi como si hablara consigo misma—. Unas luces azules que se parecían a ésas — añadió, señalando los tatuajes luminosos de la piel del patryn.

Haplo no hizo más comentarios y se alejó sigilosamente en busca de algo que utilizar como cuña. Regresó con un pedazo de tubería de sólido metal, indicó a Jarre y a Limbeck que se metieran en el hueco y siguió sus pasos. Tan pronto como hubo cruzado el umbral de la peana, la estatua empezó a deslizarse de nuevo a su lugar, lentamente y en silencio. Haplo colocó el tubo en la abertura. La estatua se cerró hasta presionar el obstáculo y éste resistió. El patryn probó a empujar y notó que la estatua cedía.

—Ya está. No es probable que los elfos se den cuenta, y así podremos abrir cuando regresemos. Y, ahora, veamos dónde estamos.

Jarre alzó el guingué, y la luz bañó el lugar.

Una angosta escalera de caracol de piedra conducía hacia el subsuelo en tinieblas. Unas tinieblas que, como había dicho Jarre, resultaban increíblemente silenciosas. El silencio daba la impresión de cubrirlo todo como una gruesa capa de polvo acumulada durante siglos sin la menor perturbación.

Jarre tragó saliva, la mano con que sostenía el guingué fue presa de un temblor y la luz se volvió vacilante. Limbeck sacó el pañuelo pero lo empleó para secarse la frente, no para limpiar las gafas. Bane, acurrucado al fondo de la escalera con la espalda apoyada en la pared de piedra, parecía alicaído e impresionado.

Haplo se frotó los signos mágicos que le escocían en el revés de las manos y reprimió con firmeza el impulso de marcharse de allí. El patryn había supuesto que, al bajar a aquellos túneles, eludirían el peligro invisible que los amenazaba, fuera cual fuese. Sin embargo, las runas de su cuerpo seguían emitiendo su leve resplandor azul, ni más intenso ni más apagado que minutos antes, en la Factría. Lo cual resultaba incomprensible pues, ¿cómo podía la amenaza estar a la vez arriba y abajo?

—¡Ahí! Esas cosas son las que hacen luz —dijo Jarre, e indicó una pared. Haplo bajó la mirada y vio una hilera de runas sartán que orlaba la parte inferior de la pared. Recordó haber visto la misma serie de runas en Abarrach, donde Alfred las había empleado como guía para salir de los túneles de la Cámara de los Condenados.

Bane se agachó a estudiarlas y sonrió para sí. Satisfecho de sus conocimientos, puso un dedo en uno de los signos mágicos y lo pronunció en voz alta.

Al principio, no sucedió nada. Haplo entendió las palabras en idioma sartán, aunque el acento le resultó desagradable y chirriante como el chillido de una rata.

—Lo has pronunciado mal —dijo.

Bane alzó la mirada hacia él con un destello de rabia, pues no le gustaba que lo corrigieran, pero procedió a repetir la runa tomándose tiempo para articular debidamente los sonidos, extraños y difíciles.

El signo mágico se encendió con un centelleo, y su luz prendió al signo contiguo. Una tras otra, las runas continuaron iluminándose. En la parte inferior de la pared se formó una estela azulada que indicaba el camino escaleras abajo.

—Sigámosla —dijo Haplo, pero no era necesario que lo hiciera porque Bane, Limbeck y el perro ya descendían los peldaños de piedra.

Sólo Jarre se quedó atrás con la cara pálida y una expresión solemne, retorciendo los dedos y manoseando entre ellos un pequeño pliegue de tela de su falda.

—Es tan triste... —murmuró. —Ya lo sé —respondió Haplo con un susurro.

CAPÍTULO 14

WONBE,

DREVLIN REINO INFERIOR

Limbeck hizo un alto al pie de la escalera.

—¿Y ahora, qué?

Desde el túnel en el que se encontraban, iluminado por las runas azules del zócalo, se abría un auténtico hormigueo de conductos. Los signos mágicos no iban más allá, casi como si aguardaran instrucciones.

—¿Qué camino tomamos?

El enano habló en un susurro. Todos hablaban en voz baja, aunque no había ninguna razón para que no lo hicieran en un tono normal. El silencio se cernía sobre ellos, estricto e imponente, cortando todo asomo de conversación. Hasta el menor cuchicheo los hacía sentirse inquietos y culpables.

—La vez que estuve aquí, las luces azules nos condujeron al mausoleo — murmuró Jarre—. No quiero volver allí. Haplo compartía sus deseos.

—¿Recuerdas dónde estaba? Jarre, agarrada con fuerza a la mano de Haplo como una vez había asido la de Alfred, cerró los ojos y se concentró. —Creo que era el tercero por la derecha —dijo, señalando el túnel correspondiente.

Al instante, los signos mágicos se iluminaron y se dirigieron hacia el lugar indicado. Jarre soltó una exclamación y se acercó más a Haplo, asiéndose a él con ambas manos.

—¡Vaya! —Bane emitió un leve silbido.

—Pensamientos —dijo Haplo, al tiempo que recordaba algo que Alfred le había contado mientras recorrían los túneles de Abarrach para ponerse a salvo—. Los pensamientos pueden afectar a las runas. Pensemos adonde queremos ir, y la magia nos conducirá hasta allí.

—Pero ¿cómo podemos pensar en un lugar si no sabemos cómo es ni dónde está?

Haplo seguía con el hormigueo y el escozor en la piel. Se frotó una mano con la pernera del pantalón y se obligó a mantener la paciencia y la calma.

—Tú y mi señor debéis de haber hablado de cómo funcionaría el control central de la máquina, ¿verdad, Alteza? ¿Qué idea tienes al respecto?

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