—Dyvim Tvar —gritó—. Tú y tus compatriotas habéis sido vengados. Que el ser malvado que tenga en su poder el alma de Dyvim Tvar la libere ya mismo y tome el alma de Theleb K'aarna.
Algo invisible e intangible, aunque de todos modos perceptible, fluyó hacia la estancia y flotó sobre el cuerpo despatarrado de Theleb K'aarna. Elric se asomó a la ventana y creyó oír el batir de alas de un dragón, olió el aliento acre de las bestias, vio que una cruzaba al vuelo el cielo amanecido y se llevaba a Dyvim Tvar, el Amo de los Dragones.
Elric esbozó una sonrisa y dijo en voz baja:
—Que los Dioses de Melniboné te protejan, dondequiera que estés. —Luego se alejó de aquella carnicería y abandonó la estancia.
En la escalera se encontró con Nikorn de limar.
El rostro vigoroso del mercader estaba lleno de ira. Temblaba de rabia. Empuñaba una enorme espada.
—Por fin te he encontrado, lobo —dijo—. ¡Te he perdonado la vida y mira cómo me pagas!
—Así tenía que ser —le dijo Elric con voz cansada—. Pero he dado mi palabra de que no te quitaría la vida, créeme, no lo haría, Nikorn, aunque no hubiera empeñado mi palabra.
Nikorn se encontraba a un par de pasos de la puerta, bloqueando la
salida.
—Entonces tomaré la tuya. ¡Vamos..., pelea!
Salió al patio, y a punto estuvo de caer al tropezar con el cadáver de un imrryriano; recobró el equilibrio y esperó, con gesto amenazante, que Elric saliera. Elric salió con la espada envainada.
—No.
—¡Defiéndete, lobo!
Automáticamente, la diestra del albino aferró la empuñadura de su acero, pero el melnibonés no desenvainó. Nikorn lanzó una maldición y le asestó un golpe bien calculado que a punto estuvo de cruzarle la cara al pálido hechicero. Éste retrocedió de un salto y, con renuencia, desenvainó a Tormentosa, y se mantuvo en guardia, esperando que el bakshaanita se moviera.
Elric sólo pretendía desarmar a Nikorn. No quería matar ni mutilar a aquel valiente que le había perdonado la vida cuando se había encontrado a su merced.
Nikorn lanzó otra estocada a Elric, y el albino la paró. Tormentosa gemía y se estremecía suavemente. Se oyó el entrechocar de los metales y la lucha adquirió mayor ritmo cuando la ira de Nikorn se transformó en una furia contenida. Elric se vio obligado a defenderse con todas sus artes y sus fuerzas. Aunque mayor que el albino, y a pesar de ser un mercader, Nikom era un soberbio espadachín. Poseía una velocidad fantástica, y en ocasiones, Elric no se ponía a la defensiva sólo porque así lo deseara.
Pero algo le ocurría a la espada rúnica. Se revolvía en la mano de Elric obligándole a contraatacar. Nikorn retrocedió; un destello de miedo le iluminó los ojos cuando notó la potencia del acero forjado en el infierno que empuñaba Elric. El mercader luchó denodadamente..., y Elric se limitó a seguir los designios de su espada. Se sintió completamente dominado por su acero, que lanzaba mandobles que quebraban la guardia de Nikorn.
De pronto, Tormentosa se movió en la mano de Elric. Nikorn gritó. La espada rúnica abandonó espontáneamente la mano de Elric con la intención de ir a clavarse en el corazón de su oponente.
— ¡No! —gritó Elric tratando inútilmente de sujetar su acero. Tormentosa se hundió en el corazón de Nikorn lanzando un infernal grito de triunfo—. ¡No! — Elric asió la empuñadura e intentó arrancar la espada del cuerpo de Nikorn. El mercader aulló de dolor. Tenía que haber muerto. Pero conservaba un hilo de vida.
—¡Me está llevando..., la muy maldita me está llevando! —Nikorn se atragantaba con su propia sangre y aferraba el negro acero con las manos crispadas—, ¡Detenía, Elric..., te lo suplico, detenía! ¡Por favor!
Elric volvió a intentar sacar la espada del corazón de Nikorn. Pero fue inútil. Era como si hubiera echado raíces en su carne. Gemía vorazmente al tiempo que absorbía el alma de Nikorn de limar. Se tragó la fuerza vital del hombre moribundo y, mientras lo hacía, su voz sonaba suave y asquerosamente sensual. Elric continuó luchando por arrancar la espada. Fue imposible.
—¡Maldita seas! —gimió—. Este hombre era casi un amigo..., le di mi palabra de que no lo mataría. —Pero aunque Tormentosa era capaz de sentir, no podía oír a su amo.
Nikorn lanzó otro grito que se fue apagando hasta convertirse en un sollozo perdido. Entonces, su cuerpo se quedó inerte.
Murió..., y el alma de Nikorn fue a unirse a las almas de incontables víctimas, amigos, familiares y enemigos que habían servido de alimento a aquello que mantenía vivo a Elric de Melniboné.
Elric rompió en sollozos.
—¿Por qué me persigue esta maldición? ¿Por qué?
Cayó al suelo, sobre la tierra y la sangre. Minutos después, Moonglum se acercó a su amigo, que yacía boca abajo. Aferró a Elric por los hombros y le dio la vuelta. Al ver el rostro del albino, estragado por la agonía, se estremeció.
—¿Qué ha ocurrido?
Elric se incorporó, se apoyó sobre un codo, señaló hacia donde yacía el cuerpo de Nikom, y repuso:
—Otro más, Moonglum. ¡Maldita espada! ¡Maldita, maldita!
—Nikom te habría matado — dijo Moonglum, incómodo—. No pienses más en ello. Más de una vez se ha faltado a la palabra empeñada sin que quien la empeñara tuviera culpa de ello. Vamos, amigo, Yishana te espera en la Taberna de la Paloma Púrpura.
Elric se puso en pie con dificultad y comenzó a andar despacio hacia las puertas destrozadas del palacio donde les esperaban unos caballos.
Mientras cabalgaban hacia Bakshaan, ignorantes de los problemas que afectaban a sus habitantes, Elric dio unos golpecitos a Tormentosa, que colgaba, una vez más, a su costado. Sus ojos aparecían duros y taciturnos, como perdidos en sus propios sentimientos.
—Ten cuidado con esta espada del diablo, Moonglum. Mata a los enemigos, pero lo que más le gusta es saborear la sangre de amigos y compatriotas.
Moonglum sacudió la cabeza rápidamente, como para despejarse, y apartó la vista sin decir palabra.
Elric abrió la boca para agregar algo más, pero después cambió de parecer. Necesitaba imperiosamente hablar, pero no tenía nada que decir.
Pilarmo frunció el ceño. Contemplaba con gesto agraviado como sus esclavos se afanaban por transportar sus baúles llenos de tesoros y apilarlos en la calle, junto a su enorme mansión. En otros puntos de la ciudad, los tres colegas de Pilarmo experimentaban distintos grados de angustia. Sus tesoros eran transportados de igual modo. Los burgueses de Bakshaan habían decidido quiénes iban a pagar el posible rescate.
En aquel momento, un ciudadano harapiento bajaba la calle a paso lento señalando tras él y dando voces.
—¡El albino y su amigo están en la puerta norte! Los burgueses que se encontraban junto a Pilarmo se miraron. Faratt tragó saliva.
—Elric viene a negociar —dijo—. Deprisa. Abrid los arcones con los tesoros y ordenad al guardia de la ciudad que le deje pasar. —Uno de los ciudadanos partió a toda prisa.
Al cabo de pocos minutos, mientras Faratt y los demás se afanaban por dejar expuesto el tesoro de Pilarmo a la mirada del albino, Elric enfiló la calle al galope, con Moonglum a su lado. Los dos hombres se mostraban impasibles. Se cuidaron muy bien de no delatar su sorpresa.
—¿Qué es esto? —inquirió Elric lanzándole una mirada a Pilarmo.
—Un tesoro —contestó Faratt retrocediendo servilmente—. Es tuyo, mi Señor Elric..., para ti y para tus hombres. Y hay más. No es necesario que emplees tu magia. Ni que tus hombres nos ataquen. El tesoro que aquí ves es fabuloso..., de un valor enorme. ¿Lo aceptarás y dejarás en paz a esta ciudad?
Moonglum estuvo a punto de sonreír, pero se controló.
—Ya me basta —dijo Elric fríamente—. Lo acepto. Y asegúrate de que el resto le sea entregado a mis hombres en el castillo de Nikorn, de lo contrario, tú y tus amigos arderéis mañana en la hoguera.
A Faratt le dio un repentino ataque de tos que lo hizo temblar, y repuso:
—Como ordenes, mi Señor Elric. Se hará lo que tú digas.
Los dos hombres dirigieron sus caballerías en dirección de la Taberna de la Paloma Púrpura. Cuando se encontraron a prudente distancia, Moonglum dijo:
—Por lo que he podido entender, son maese Pilarme y sus amigos quienes están pagando ese tributo no pedido.
Elric, que carecía de todo sentido del humor, lanzó una risa ahogada y repuso:
—Es verdad. Desde un principio tenía planeado robarles, pero fueron sus propios conciudadanos quienes lo han hecho por nosotros. Cuando regresemos, recogeremos nuestra parte del botín.
Continuaron cabalgando y llegaron a la taberna. Yishana les esperaba, nerviosa, y vestida para viajar.
Al ver el rostro de Elric, suspiró, satisfecha, y en sus labios se formó una sonrisa tersa como la seda.
—De modo que Theleb K'aarna ha muerto —dijo—. Ahora podremos reanudar nuestra relación, Elric.
—Era mi parte del trato —asintió el albino—. Has cumplido con la tuya al ayudar a Moonglum a recuperar mi espada—, añadió sin rastros de emoción.
Ella lo abrazó, pero él se apartó murmurando:
—Luego, ahora no. Y ésa es una promesa que cumpliré, Yishana.
Ayudó a la mujer a montar en el caballo que esperaba. Y regresaron a la casa de Pilarme.
—¿Qué ha pasado con Nikorn..., está a salvo? —inquirió Yishana—. Me gustaba ese hombre.
—Ha muerto —repuso Elric con tono forzado.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Al igual que todos los mercaderes —repuso Elric—, se excedió en el regateo.
Sumidos en un silencio poco natural, los tres continuaron al galope en dirección a las Puertas de Bakshaan; Elric no se detuvo cuando los otros lo hicieron, para recoger su parte de las riquezas de Pilarmo. Continuó cabalgando, con la mirada perdida, y cuando se hallaba ya a dos leguas de la ciudad, sus acompañantes tuvieron que azuzar a sus corceles para poder darle alcance.
Sobre Bakshaan, en los jardines de los ricos, no soplaba la brisa. Los vientos no llegaron para refrescar las caras sudorosas de los pobres. En el cielo, sólo el sol brillaba ardiente, redondo y rojo, y una sombra con forma de dragón lo surcó una sola vez para desaparecer después.
Tres Reyes en la Oscuridad
yacen, Gutheran de Orgyyo, bajo
un cielo sombrío y sin sol. El
tercero bajo la Colina.
James Cawthorn
Canción de Veerkad
Elric, Señor del Imperio perdido y destrozado de Melniboné, cabalgaba cual lobo que huyera de una trampa, dominado por la locura babeante y el regocijo. Se alejaba de Nadsokor, Ciudad de los Pordioseros, dejando tras de sí un reguero de odio, pues habían descubierto en él al antiguo enemigo antes de que lograse conseguir el secreto que había ido a buscar. Los perseguían a él y al grotesco hombrecito que cabalgaba riendo al costado de Elric: Moonglum, el Extranjero de Elwher y del este desconocido.
Las llamas de las antorchas, portadas por una multitud vociferante y andrajosa que se había lanzado en persecución de los intrusos, devoraban el terciopelo de la noche.
A pesar de tratarse de una manada de chacales maltrechos y famélicos, su número les otorgaba una fuerza considerable, y sus largos cuchillos y sus arcos de hueso brillaban a la luz de las , antorchas. Eran demasiado fuertes como para que dos hombres solos les hicieran frente, y demasiado pocos como para representar un serio peligro en una persecución, de modo que Elric y Moonglum habían decidido abandonar la ciudad sin disputas, y en aquellos momentos avanzaban a galope tendido hacia la luna llena, que con sus rayos pálidos traspasaba la oscuridad para revelarles las inquietantes aguas del río Varkalk, el medio de huir de la multitud iracunda.
No les faltaron ganas de detenerse y enfrentarse a la turba, puesto que el Varkalk era su única salida. Pero sabían muy bien lo que los pordioseros harían con ellos, mientras que no estaban seguros de cuál sería su destino una vez se hubieran zambullido en las aguas del río. Los caballos alcanzaron las orillas inclinadas del Varkalk y se encabritaron.
Blasfemando, los dos hombres azuzaron a sus corceles y los obligaron a bajar hacia el agua. Los caballos se lanzaron al río, resoplando y chapoteando. Era un río de aguas caudalosas que conducían al Bosque de Troos, engendro del infierno, situado en las fronteras de Org, país de nigromantes y de una maldad antigua y corrupta.
Elric escupió el agua que había tragado y tosió.
—Creo que no nos seguirán hasta Troos —le gritó a su compañero.
Moonglum no respondió. Se limitó a esbozar una sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes y el temor no disimulado reflejado en sus ojos. Los caballos nadaron vigorosamente con la corriente, dejando atrás a la turba de pordioseros que aullaban enardecidos y sedientos de sangre, mientras algunos de sus miembros reían y entre befas gritaban:
—¡Dejad que el bosque acabe con ellos!
Elric les contestó con una salvaje carcajada, mientras los caballos continuaban nadando corriente abajo, por el río ancho y profundo, hacia la mañana hambrienta de sol, fría y cubierta de escarcha. Esparcidos a ambos lados de la planicie, se alzaban unos riscos delgados, entre los cuales el río fluía raudo. Unas masas negras y pardas, con ligeros toques de verde, surgían aquí y allá dando color a las rocas; en la planicie, la hierba ondulaba como impulsada por algún fin. La multitud de pordioseros continuó persiguiendo a sus presas a lo largo de las orillas a la luz del amanecer, pero acabó cansándose y abandonó la persecución para volver, temblorosa, a Nadsokor.
Cuando se hubieron marchado, Elric y Moonglum obligaron a sus caballerías a regresar a la ribera; una vez allí, subieron con dificultad hasta la cima de la pendiente, donde las rocas y la hierba ya dejaban paso a las lindes del bosque, que más allá se alzaba por todas partes, manchando la tierra con sus negras sombras. El follaje se agitaba espasmódicamente, como si estuviera dotado de vida.
En aquel bosque de tonos sangrientos y abigarrados, las flores surgían cual erupciones malignas. Los árboles, de troncos inclinados y sinuosos, aparecían cual sombras negras y brillantes; era aquel un bosque de hojas punzantes, de oscuros tonos purpúreos, de verdes brillantes; era, sin duda, un lugar insalubre a juzgar por el insoportable hedor que manaba de la vegetación en proceso de putrefacción; un hedor que ofendía los sentidos de Elric y Moonglum.