Dos inmensos arietes, montados el día anterior, fueron llevados a la vanguardia de los guerreros que avanzaban. El estrecho sendero resultaba de peligroso acceso, pero era el único medio de cruzar el foso. Cada uno de los arietes con cabeza de hierro era transportado por veinte hombres que en ese momento echaron a correr, mientras una lluvia de flechas caía desde lo alto. Protegidos de las lanzas por sus escudos, los guerreros alcanzaron el sendero y lo recorrieron a la carrera. El primer ariete golpeó contra la puerta del castillo. Mientras Elric observaba todo esto, tuvo la impresión de que ninguna barrera de hierro y madera sería capaz de soportar el tremendo impacto del ariete, pero las puertas se sacudieron de modo imperceptible... ¡y resistieron!
Cual vampiros sedientos de sangre, los hombres aullaron y se apartaron para dar paso al tronco que sujetaban sus camaradas. Una vez más, las puertas temblaron de forma más perceptible, pero no cedieron.
Dyvim Tvar animó a gritos a quienes empezaban a subir por las escaleras de asedio. Eran hombres valientes, casi desesperados, pues muy pocos de los primeros escaladores alcanzarían lo alto, y si lo lograban, les costaría un enorme esfuerzo mantenerse con vida hasta que llegasen sus compañeros.
De enormes calderas sujetas de unos pernos que permitían vaciarlas y llenarlas velozmente comenzó a caer el plomo hirviente. Más de un bravo guerrero imrryriano se precipitó a tierra, muerto por el metal incandescente antes de alcanzar las rocas afiladas del suelo. De unas bolsas de cuero colgadas de poleas giratorias que se proyectaban hacia afuera, más allá de las almenas, salió una lluvia de voluminosas piedras que aplastaron a los sitiadores. Pero los invasores continuaron avanzando, al tiempo que proferían medio centenar de gritos de guerra, y escalaban sin pausa sus largas escaleras, mientras sus compañeros, valiéndose de una barrera de escudos para proteger sus cabezas, se concentraron en romper las puertas.
Elric y sus dos compañeros poco podían hacer para ayudar a los escaladores o a los encargados de los arietes. Los tres eran luchadores cuerpo a cuerpo, e incluso dejaban el ataque con arco a los soldados de la retaguardia que, formados en filas, lanzaban sus flechas a los defensores del castillo.
Las puertas comenzaban a ceder. En ellas aparecieron grietas y hendeduras que fueron haciéndose cada vez más profundas. Después, de repente, cuando nadie se lo esperaba, la puerta derecha chirrió sobre sus torturados goznes y cayó. Un rugido triunfal escapó de las gargantas de los invasores que soltaron los troncos y condujeron a sus compañeros por la abertura; las hachas y los mazos se agitaron ante ellos como guadañas y maya—les; las cabezas del enemigo comenzaron a caer como el trigo de la espiga.
—¡El castillo es nuestro! —gritó Moonglum avanzando a la carrera hacia la abertura del pasaje abovedado—. ¡Hemos tomado el castillo!
—No te precipites en cantar victoria —repuso Dyvim Tvar, pero luego se echó a reír y a correr tan deprisa como los demás para alcanzar el castillo.
—¿Dónde está tu fin? —le preguntó Elric a su compañero melnibonés, y se interrumpió al ver que a Dyvim Tvar se le nublaba el rostro y contraía los labios en una mueca sombría.
Por un momento se alzó entre ambos una cierta tensión, pero después, Dyvim Tvar lanzó una sonora carcajada y se lo tomó a broma:
—En alguna parte, Elric, en alguna parte..., pero no nos preocupemos por esas cosas, porque si mi fin pende sobre mi cabeza, cuando llegue la hora, no impediré que descienda.
Le dio una palmada en el hombro tratando de provocar en el albino una cierta confusión.
Llegaron al amplio pasaje abovedado; en el patio del castillo la lucha salvaje había dado paso a encarnizados duelos de hombre contra hombre.
Tormentosa fue la primera de las espadas de los tres hombres en probar la sangre y enviar al Infierno el alma del guerrero del desierto. La canción que cantaba al ser enarbolada en el aire para caer asestando potentes mandobles era de una naturaleza maligna y triunfal.
Los morenos guerreros del desierto eran famosos por su coraje y su habilidad con las espadas. Las hojas curvadas de sus armas causaron estragos entre las tropas imrryrianas, pues a esas alturas, los hombres del desierto superaban numéricamente a las fuerzas melnibonesas.
Allá en lo alto, los inspirados escaladores habían dado ya con un firme punto de apoyo en las almenas y, después de abalanzarse sobre los hombres de Nikorn, los obligaron a retroceder y en muchos casos acababan lanzándolos por encima de los parapetos desprovistos de barandilla. Un guerrero se precipitó gritando y a punto estuvo de aterrizar sobre Elric; lo golpeó en un hombro y lo hizo caer pesadamente sobre los adoquines, resbaladizos a causa de la sangre y la lluvia. Un hombre del desierto, cubierto de graves heridas, no tardó en percatarse de tan magnífica oportunidad, y avanzó con una expresión regodeante en el rostro demudado. Su cimitarra se elevó en el aire dispuesta a segar la cabeza de Elric, pero en ese mismo instante, el yelmo del guerrero se partió en dos y de la frente le saltó un chorro de sangre.
Dyvim Tvar arrancó el hacha clavada en el cráneo de un guerrero muerto, se puso en pie y sonrió al albino.
—Ambos viviremos para ver la victoria —le gritó por encima del fragor de los espíritus en guerra allá en lo alto, y del chocar de las armas—. Escaparé a mi destino hasta que... —Se interrumpió con el rostro inmovilizado en un gesto de sorpresa; a Elric se le revolvió el estómago cuando vio una punta de acero aparecer en el costado derecho de Dyvin Tvar. Detrás del Amo de los Dragones, un hombre del desierto, con una sonrisa maligna en los labios, extrajo la espada del cuerpo de Dyvim Tvar. Elric avanzó lanzando una maldición. El hombre levantó la espada para defenderse al tiempo que se alejaba apresuradamente del albino enfurecido. Tormentosa se elevó y aullando una canción de muerte, atravesó la espada curvada del contrincante de Elric, se enterró en el hombro del guerrero, siguió hacia abajo y lo partió en dos. Elric regresó junto a Dyvim Tvar, que continuaba en pie, pero aparecía pálido y sin fuerzas. La sangre le manaba de la herida y empapaba sus vestiduras.
—¿Qué gravedad tiene la herida? —inquirió Elric, ansioso—. ¿Sabes precisarlo?
—La espada de ese engendro de los demonios me ha traspasado las costillas, creo que..., que no me ha dañado ninguna parte vital. —Dyvim Tvar contuvo el aliento e intentó sonreír—. Estoy seguro de que si me hubiera hecho más daño, lo sabría.
Entonces se desplomó. Cuando Elric le dio la vuelta, se encontró ante un rostro muerto, de ojos desmesuradamente abiertos. El Amo de los Dragones, Señor de las Cuevas de los Dragones, jamás volvería a cuidar de sus bestias.
Cuando se incorporó junto al cadáver de su deudo, Elric se sintió enfermo y abrumado. Pensó que por su culpa había muerto otro magnífico hombre. Pero aquél fue el único pensamiento consciente que se permitió, pues se vio obligado a defenderse de las espadas de un par de hombres del desierto que se dirigían hacia él precipitadamente.
Una vez concluida su tarea en el exterior, los arqueros entraron corriendo por la abertura de la puerta y sus flechas llovieron sobre las filas enemigas.
— ¡Un guerrero del desierto ha matado por la espalda a Dyvim Tvar, mi deudo! —gritó Elric—. ¡Vengadle, hermanos! ¡Vengad al Amo de los Dragones de Imrryr!
Los melniboneses dejaron escapar un gemido quedo, y se lanzaron a un ataque más feroz que el anterior. Elric llamó a un grupo de hacheros que bajaban de las almenas, una vez asegurada la victoria.
—Seguidme. ¡Vengaremos la sangre que Theleb K'aarna se ha cobrado! — Conocía bastante bien la distribución del castillo.
—Un momento, Elric —gritó Moonglum desde alguna parte—. ¡Iré con vosotros!
Un guerrero del desierto colocado de espaldas a Elric cayó al suelo, y detrás de él apareció Moonglum sonriente, con la espada ensangrentada desde la punta hasta el pomo.
Elric los dirigió hasta una puertecita ubicada en la torre principal del castillo. La señaló, y dirigiéndose a los hacheros les dijo:
—¡Derribadla a hachazos, amigos, deprisa!
Los hacheros comenzaron a asestar golpes a la dura madera. Impaciente, Elric observaba cómo empezaban a volar astillas por todas partes.
El enfrentamiento había sido asombroso. Theleb K'aarna sollozaba de frustración. Kakatal, el Señor del Fuego, y sus esbirros ejercían muy poco efecto sobre los Gigantes del Viento. Al parecer, su fuerza parecía aumentar. El hechicero se mordía los nudillos y temblaba en sus aposentos, mientras allá abajo, los guerreros humanos luchaban, sangraban y morían. Theleb K'aarna se obligó a concentrarse en una sola cosa: la completa destrucción de las fuerzas del Lasshaar. Pero de alguna manera sabía que, tarde o temprano, de un modo u otro, su fin estaba cercano.
Las hachas se hundieron cada vez más en la dura madera hasta que por fin la puerta cedió.
—Hemos pasado, mi señor —dijo uno de los hacheros indicando el agujero que habían hecho.
Elric introdujo el brazo por el hueco y levantó la barra que aseguraba la puerta. La barra subió para caer con estrépito sobre el suelo de piedra. Elric apoyó el hombro sobre la puerta y empujó.
En lo alto del cielo, aparecieron dos enormes figuras casi humanas que quedaron recortadas contra la noche. Una de ellas era dorada y brillante como el sol y parecía esgrimir una gran espada de fuego. La otra era plateada y azul oscura, serpenteaba y humeaba, y en la mano empuñaba una inquieta lanza anaranjada.
Misha y Kakatal trabaron combate. El resultado de su asombrosa lucha podía muy bien decidir el destino de Theleb K'aarna.
—Deprisa —ordenó Elric—. ¡Arriba!
Corrieron escalera arriba, hacia los aposentos de Theleb K'aarna.
De repente, los hombres se vieron obligados a detenerse ante una puerta negra como el azabache, tachonada de hierro rojo. No tenía cerradura, ni pestillos, ni barras, pero era bastante segura. Elric ordenó a sus hacheros que comenzaran su tarea. Los seis golpearon la puerta al unísono.
Y al unísono gritaron y desaparecieron. Ni siquiera se elevó una columna de humo que indicase el sitio donde se habían esfumado.
Moonglum retrocedió tambaleándose y con los ojos desmesuradamente abiertos por el terror. Se alejó de Elric, quien permaneció firme junto a la puerta, mientras Tormentosa se agitaba en su mano.
—Sal, Elric..., eso que has visto es un hechizo de increíble poder. ¡Deja que tus amigos del aire acaben con el mago!
—¡La mejor arma contra la magia es la magia misma! —rugió Elric fuera de sí. Aplicó todo el peso de su cuerpo al mandoble que asestó a la puerta negra. Tormentosa gimió al hundirse en ella, gritó como si de una victoria se tratase y aulló como un demonio hambriento de almas. Se produjo un resplandor enceguecedor; Elric sintió un rugido en los oídos y notó una sensación de ingravidez; entonces la puerta cedió. Moonglum presenció todo aquello, pues se había quedado contra su voluntad.
—Tormentosa me ha fallado en muy raras ocasiones, Moonglum —gritó Elric al tiempo que saltaba por la abertura—. Andando, hemos llegado a la guarida de Theleb K'aarna...
Se interrumpió al encontrarse ante la cosa balbuceante tendida en el suelo. Había sido un hombre. Había sido Theleb K'aarna. En ese momento yacía encogido y temeroso, sentado en el centro de la rota estrella de cinco puntas, mientras reía disimuladamente.
Un repentino destello de inteligencia le iluminó los ojos.
—Demasiado tarde para la venganza, señor Elric —dijo la cosa—. He ganado..., tu venganza me pertenece.
Mudo y con expresión sombría, Elric avanzó, levantó a Tormentosa y descargó la gimiente espada rúnica sobre el cráneo del hechicero. Allí la dejó durante unos instantes.
—Sáciate cuanto quieras, acero infernal —murmuró—. Tú y yo nos lo hemos ganado.
En el cielo se produjo un repentino silencio.
—¡No es verdad! ¡Mientes! —chilló el hombre, aterrado—. No tuvimos la
culpa.
Pilarme se encontraba ante el grupo de ciudadanos ilustres. Detrás del mercader ricamente vestido estaban sus tres colegas, los que habían conocido a Elric y a Moonglum en la taberna.
Uno de los ciudadanos acusadores levantó un dedo regordete y señaló hacia el norte, donde se encontraba el palacio de Nikorn.
—De modo que Nikorn era enemigo de todos los mercaderes de Bakshaan. Eso es aceptable. Pero en estos momentos una horda de ladrones con las manos manchadas de sangre atacan su castillo, auxiliados por los demonios... ¡y Elric de Melniboné es su jefe! Sabéis que sois culpables de todo esto..., en la ciudad no se comenta otra cosa. Empleasteis a Elric... ¡y mirad lo que ha sucedido!
—¡No sabíamos que llegaría al extremo de matar a Nikorn! —El gordo de Tormiel se estrujaba las manos con el rostro contraído por el temor y la preocupación—. Nos estáis ofendiendo. Sólo pretendíamos...
—¡Que os estamos ofendiendo! —Faratt, portavoz de sus conciudadanos, era un hombre de tez encarnada y labios gruesos. Agitando las manos con indignada exasperación, añadió—: Cuando Elric y sus chacales hayan acabado con Nikorn... vendrán a la ciudad. ¡Estúpidos! Es lo que el hechicero albino planeaba hacer desde un principio. No hizo más que burlarse de vosotros..., pues le habéis dado una excusa. ¡Contra hombres armados podemos luchar..., pero contra la magia, no!
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Bakshaal será arrasada antes de que acabe el día de hoy! —Tormiel se volvió hacia Pilarmo—. ¡La idea fue tuya..., piensa ahora en un plan!
—Podríamos pagar un rescate —tartamudeó Pilarmo—, o sobornarlos... o darles dinero suficiente como para satisfacerlos.
—¿Y quién va a pagar ese dinero? —inquirió Faratt. Y la discusión volvió a empezar.
Elric miró con asco el cuerpo destrozado de Theleb K'aarna. Se apartó y quedó ante un Moonglum de rostro pálido que le dijo con voz ronca:
—Vámonos ya, Elric. Yishana te espera en Bakshaan, tal como prometió. Has de cumplir con el trato que hice en tu nombre.
—Sí —asintió Elric, preocupado—. Por el ruido, parece ser que los imrryrianos han tomado el castillo. Dejaremos que lo saqueen a sus anchas y saldremos de aquí mientras aún estemos a tiempo. ¿Quieres dejarme unos momentos a solas? La espada rechaza su alma.
—Nos reuniremos en el patio dentro de un cuarto de hora —dijo Moonglum suspirando agradecido—. Deseo reclamar parte del botín. —Bajó la escalera estrepitosamente mientras Elric se quedaba de pie junto al cuerpo de su enemigo. Extendió los brazos, con la espada chorreando sangre todavía en la mano.