—¿Qué ocurre?
La reina continuó mirando fijamente hacia la noche. Unos enormes nubarrones negros se desplazaban, veloces cual monstruos de presa, a través del cielo azotado por el viento. La noche envolvió Bakshaan con sus sonidos roncos y airados, llenándola de ominosos presagios.
Theleb K'aarna repitió su pregunta, y una vez más no recibió respuesta. Se puso en pie, enfadado, y se acercó a la ventana.
—Vámonos ahora, Yishana, antes de que sea demasiado tarde. Si Elric llegara a enterarse de que nos encontramos en Bakshaan, ambos sufriremos.
Ella no contestó, pero sus pechos se agitaron debajo de la fina tela y apretó los labios.
El hechicero lanzó un gruñido y la aferró del brazo.
—Olvida a ese saqueador renegado de Elric..., ¡ahora me tienes a mí, y puedo hacer por ti mucho más que cualquier curandero blandidor de espadas de un imperio senil y destrozado!
Yishana lanzó una risotada desagradable, se volvió hacia su amante y le dijo:
—Eres un tonto, Theleb K'aarna, y mucho menos hombre que Elric. Han pasado tres dolorosos años desde que me abandonara, para internarse en la noche y seguir tu rastro, dejándome con el corazón anhelante. Pero aún recuerdo el ardor de sus besos y su forma salvaje de hacerme el amor. ¡Dioses! Cómo deseo que tuviera un igual. Desde que se fue, no he encontrado uno que estuviese a su altura..., aunque muchos lo intentaron y resultaron mejores que tú..., hasta que volviste para ahuyentarlos o destruirlos con tus hechizos. —Le lanzó una sonrisa burlona y provocativa—. ¡Te has pasado demasiado tiempo entre tus pergaminos como para serme de alguna utilidad!
El brujo tensó los músculos de la cara bajo la piel bronceada y frunció el entrecejo.
—Entonces ¿por qué dejas que me quede? ¡Sabes bien que podría convertirte en mi esclava con una poción!
—Pero no lo harías..., y es por eso que eres mi esclavo, poderoso mago. Cuando Elric amenazó con ocupar tu sitio en mi corazón, conjuraste a aquel demonio y Elric se vio obligado a luchar con él. Como bien podrás recordar, ganó la batalla, pero su orgullo le impidió comprometerse. Tú huiste a buscar un escondrijo y él partió en tu búsqueda y me dejó sola. Eso es lo que hiciste. Estás enamorado, Theleb K'aarna... —Se le rió en la cara—. Y tu amor te impide usar tus artes en mi contra, viéndote obligado a emplearlas sólo contra mis otros amantes. Te he soportado sólo porque a veces me resultas útil, pero si Elric regresara...
Theleb K'aarna se apartó de su lado mientras se tironeaba displicentemente de la larga barba negra.
—¡En cierto modo odio a Elric! ¡Pero es mejor que amarte a ti en cierto modo!
—Entonces ¿para qué te reuniste conmigo en Bakshaan? —inquirió el mago con ira—. ¿Por qué cediste el trono al hijo de tu hermano y lo dejaste como regente para venir aquí? Te mandé llamar y viniste... has de sentir por mí algún afecto para haber hecho algo semejante.
Yishana lanzó otra carcajada y repuso:
—Oí decir que un hechicero de rostro pálido y ojos carmesíes, poseedor de una espada rúnica aulladora, viajaba por el noreste. Por eso vine, Theleb K'aarna.
Theleb K'aarna se inclinó hacia adelante con el rostro crispado por la rabia y aferró el hombro de la mujer con sus dedos agarrotados.
—No olvidarás que ese mismo hechicero de rostro pálido fue quien mató a tu propio hermano —le espetó—. Yaces con un hombre que destruyó a su pueblo y al tuyo. Abandonó la flota, a la cual había dirigido en el pillaje de su propia tierra, cuando los Amos de los Dragones tomaron represalias. Dharmit, tu hermano, iba a bordo de una de esas naves, y ahora se pudre en el fondo del mar.
—Siempre mencionas todo esto con la esperanza de avergonzarme —dijo Yishana meneando la cabeza con gesto cansado—. Sí, he tenido amoríos con alguien que prácticamente asesinó a mi hermano... pero sobre la conciencia de Elric pesaban crímenes más espantosos, y aun así, yo le amaba, a pesar de ellos o precisamente por ellos. Tus palabras no producen el efecto que deseas, Theleb K'aarna. Ahora déjame,, quiero dormir sola.
El hechicero continuaba clavando sus uñas en la fresca piel de Yishana. La soltó entonces y con voz quebrada le dijo:
—Lo siento, deja que me quede.
—Vete —le pidió ella en voz baja.
Torturado por su propia debilidad, Theleb K'aarna, hechicero de Pang Tang, se marchó.
Elric de Melniboné se encontraba en Bakshaan —y en varias ocasiones, había jurado vengarse de Theleb K'aama—, en Lormyr, Nadsokor y Taueloru, así como en Jharkor. En el fondo de su corazón, el mago de negra barba sabía quién saldría vencedor en cualquiera de los duelos que pudieran producirse.
Los cuatro mercaderes se habían marchado envueltos en negras capas. No les había parecido prudente que nadie estuviera al corriente de los tratos que tenían con Elric. En aquellos momentos, Elric reflexionaba mientras iba bebiendo una copa más de dorado vino. Sabía que iba a necesitar de una ayuda muy especial y poderosa, si quería capturar el castillo de Nikorn. Era prácticamente inexpugnable y, con la protección nigromántica de Theleb K'aarna, sería necesario utilizar un tipo de brujería particularmente poderosa. Sabía que era un rival digno de Theleb K'aarna y más cuando de magia se trataba, pero si dedicaba todas sus energías a luchar contra él, no le quedarían fuerzas para vencer a la aguerrida guardia de guerreros del desierto empleada por el príncipe mercante.
Necesitaba ayuda. En los bosques que se alzaban al sur de Bakshaan, sabía que hallaría hombres cuyo apoyo le resultaría útil. Pero ¿le ayudarían? Comentó el problema con Moonglum.
—He oído decir que una banda de compatriotas míos ha venido hacia el norte, procedente de Vilmir, donde ha saqueado varios poblados importantes —le informó al Oriental—. Desde hace cuatro años, cuando la gran batalla de Imrryr, los hombres de Melniboné se fueron marchando de la Isla del Dragón para convertirse en mercenarios y piratas. Imrryr cayó por mi culpa... y ellos lo saben, pero si les ofrezco un buen botín, quizá me secunden.
Moonglum sonrió, irónico, y repuso:
—Yo no contaría con ello, Elric. Un comportamiento como el tuyo difícilmente se olvida, y perdona mi franqueza. Tus compatriotas son ahora vagabundos muy a su pesar, ciudadanos de una ciudad arrasada..., la más antigua y la más poderosa jamás vista en el mundo. Cuando Imrryr la Hermosa cayó, muchos debieron de haberte deseado los peores sufrimientos.
Elric lanzó una breve carcajada y admitió:
—Es posible, pero ellos son mi pueblo, y los conozco. Los melniboneses forman una raza antigua y sofisticada; rara vez permitimos que las emociones impidan nuestro bienestar general.
Moonglum enarcó las cejas en una mueca irónica y Elric interpretó la expresión correctamente.
—Durante un tiempo breve, yo constituí una excepción. Pero ahora, Cymoril y mi primo yacen bajo las ruinas de Imrryr y mi propio tormento vengará cualquier maldad que pudiera haber cometido. Creo que mis compatriotas se darán cuenta de esto.
—Espero que estés en lo cierto, Elric —dijo Moonglum con un suspiro—. ¿Quién dirige esta banda?
—Un viejo amigo —respondió Elric—. Fue Amo de los Dragones y condujo el ataque sobre los barcos usurpadores cuando hubieron saqueado Imrryr. Se llama Dyvim Tvar, en otros tiempos Señor de las Cuevas de los Dragones.
—¿Qué me dices de sus bestias, dónde están?
—Otra vez dormidas en las cuevas. Sólo pueden ser despertadas en raras ocasiones; necesitan años para recuperar las energías y volver a destilar su veneno. Si no fuera por esto, los Amos de los Dragones dominarían el mundo.
—Es una suerte para ti que no lo hagan —comentó Moonglum.
—¿Quién sabe? —dijo Elric en voz baja—. Conmigo como jefe, todavía podrían lograrlo. Al menos así lograríamos forjar un nuevo imperio en este mundo, al igual que hicieran nuestros antepasados.
Moonglum no dijo palabra. Pensó, para sus adentros, que los Reinos Jóvenes no serían conquistados con tanta facilidad. Melniboné y su pueblo eran antiguos, crueles y sabios, pero hasta su crueldad se había visto templada por la lenta enfermedad que traen los años. Carecían de la vitalidad de la raza bárbara., antepasados de los fundadores de Imrryr y de sus ciudades hermanas, largo tiempo olvidadas. A menudo, la vitalidad era reemplazada por la tolerancia..., la tolerancia de los ancianos, los que habían conocido la gloria del pasado pero cuyo momento ha pasado.
—Por la mañana —dijo Elric—, nos pondremos en contacto con Dyvim Tvar, y esperemos que lo que hizo con la flota saqueadora, unido a los remordimientos de conciencia que he sufrido yo, baste para que tenga una actitud objetiva hacia mi plan.
—Y ahora, a dormir, espero —dijo Moonglum—. Necesito descansar, además..., la campesina que me espera podría impacientarse.
—Como tú quieras —replicó Elric encogiéndose de hombros—. Yo seguiré bebiendo un poco más de vino y me retiraré más tarde.
Los negros nubarrones que se habían acumulado sobre Bakshaan la noche anterior, seguían allí al amanecer. El sol se elevó tras ellos, pero los habitantes no se percataron de él. Se alzó sin ser anunciado, pero en la fresca alborada humedecida por la lluvia, Elric y Moonglum recorrieron las estrechas callejuelas de la ciudad, en dirección a la puerta sur y a los bosques que se extendían más allá de ella.
Elric había cambiado su atuendo habitual por un sencillo coleto de cuero verde que llevaba la insignia de la familia real de Melniboné: un dragón rampante de color carmesí sobre un campo dorado. En el dedo llevaba el Anillo de los Reyes, la única piedra Actorios engarzada en un anillo de plata con tallados rúnicos. Era el anillo que los poderosos antepasados de Elric habían llevado; tenía una antigüedad de varios siglos. De los hombros le colgaba una capa corta y llevaba unas calzas de color azul, remetidas dentro de altas botas de montar. De su costado pendía Tormentosa.
Entre hombre y espada existía una simbiosis. Sin la espada, el hombre se habría convertido en un lisiado, falto de destreza y energía; sin el hombre, la espada no podía beber la sangre y las almas que le eran necesarias para su existencia. Hombre y espada iban juntos, y no había nadie capaz de discernir cuál de los dos mandaba.
Mooglum, más conciente de lo inclemente del tiempo que su amigo, se subió el cuello de la capa y, de vez en cuando, maldecía a los elementos.
Hubieron de cabalgar una buena hora para llegar a las afueras del bosque. Por el momento, en Bakshaan, sólo se oían rumores sobre la llegada de los saqueadores imrryrianos. En una o dos ocasiones, cerca de la muralla sur, un forastero alto había sido visto en oscuras tabernas, hecho que había sido notado, pero los ciudadanos de Bakshaan se sentían seguros y protegidos por sus riquezas y su poder, y con una cierta verdad en su convicción, habían reflexionado que Bakshaan podía soportar una incursión mucho más feroz que las que habían asolado las aldeas más débiles de los vilmirianos. Elric no tenía idea de por qué sus compatriotas se habían dirigido hacia el norte, hacia Bakshaan. Probablemente, habían ido allí para descansar y a cambiar en los bazares el botín por vituallas.
El humo de varias fogatas del campamento indicó a Elric y a Moonglum dónde estaban atrincherados los melniboneses. Redujeron la marcha y guiaron a sus cabalgaduras en esa dirección, mientras las ramas húmedas les rozaban las caras y los aromas del bosque, liberados por la lluvia vivificante, embriagaban sus sentidos.
Con una sensación rayana en el alivio, Elric se encontró con el guardia de avanzada que, de pronto, surgió de entre la maleza para impedirles enfilar por el sendero.
El guardia imnyriano iba envuelto en pieles y acero. Escudriñó a Elric con ojos cansados por debajo de la visera de un yelmo de adornos intrincados. La visera y la lluvia que goteaba de ella le impedían ver con claridad, por lo cual tardó en reconocer a Elric.
—¡Alto! ¿Qué hacéis en estos parajes?
—¡Déjame pasar! —le ordenó Elric, impaciente—. Soy Elric, tu señor y Emperador.
El guardia se quedó boquiabierto y bajó la lanza que llevaba. Se echó hacia atrás el yelmo y miró fijamente al hombre que tenía delante mientras un sinfín de emociones se reflejaban en su rostro. Entre ellas estaba el asombro, el respeto y el odio.
—Éste no es lugar para ti, mi señor —le dijo con una torpe reverencia—. Hace cinco años, renunciaste a tu pueblo y lo traicionaste, y aunque reconozco la sangre de reyes que fluye en tus venas, no puedo obedecerte, ni rendirte los homenajes a los cuales, en otras circunstancias, tendrías derecho.
—Es verdad —dijo Elric, orgulloso, mientras se erguía en su cabalgadura—. Pero deja que tu jefe Dyvim Tvar, amigo de mi infancia, sea quien juzgue qué hacer conmigo. Llévame ante él y recuerda que mi compañero no os ha hecho ningún daño, por tanto, trátalo con el respeto que se merecen los amigos elegidos por un Emperador de Melniboné.
El guardia volvió a hacer una reverencia y aferró las riendas de la montura de Elric. Condujo a los dos hombres sendero abajo, hacia un amplio claro, donde se levantaban las tiendas de los hombres de Imrryr. En el centro de enormes pabellones circulares, llameaban las fogatas para la comida; los guerreros melniboneses, de finos rasgos, estaban sentados a su alrededor y conversaban en voz baja. Incluso a la luz lóbrega del amanecer, las telas de las tiendas aparecían brillantes y alegres. Las suaves tonalidades eran de una textura enteramente melnibonesa. Verdes oscuros y ahumados, azules, ocres, dorados, azures. Los colores no desentonaban en absoluto, su combinación era perfecta. Elric sintió una triste nostalgia por las separadas torres multicolores de Imrryr la Hermosa.
A medida que los dos compañeros y su guía se fueron acercando, los hombres levantaron la vista asombrados, y un murmullo generalizado se alzó por encima del rumor de la conversación.
—Por favor, quedaos aquí —le dijo el guardia a Elric—. Informaré a mi Señor Dyvim Tvar de vuestra llegada.
Elric asintió con un movimiento de cabeza y se sentó con firmeza en la silla, consciente de la mirada de los guerreros allí reunidos. Ninguno se le acercó, y algunos, a quienes Elric había conocido personalmente en los viejos tiempos, se mostraron abiertamente incómodos. Éstos eran quienes no le miraban fijamente, sino que apartaban la vista, se ocupaban del fuego o de pronto les entraba un inusitado interés por el brillo de sus espadas y puñales finamente labrados. Unos cuantos gruñeron enfadados, pero fueron una franca minoría. La mayoría de los hombres se mostraron sencillamente asombrados y, al mismo tiempo, inquisitivos. ¿Por qué aquel hombre, que había sido su rey y su traicionero, se había presentado en aquel campamento?