—Debéis hacerlo..., es por vuestro propio bien.
—Y ése —dijo Rackhir señalando a uno de los hombres con cara adusta—, ¿disfruta ése del baile?
—Es por su propio bien.
Yerleroo batió palmas y de inmediato, los aldeanos rubios comenzaron una danza frenética. Algunos de ellos cantaban. Los aldeanos de rostro adusto no cantaban. Después de vacilar un momento, comenzaron a realizar unos movimientos sin gracia, sus caras ceñudas contrastaban con sus cuerpos desgarbados. Al cabo de un rato, toda la aldea estaba bailando, dando vueltas y cantando una monótona canción.
Yerleroo pasó girando al lado de los forasteros y les ordenó:
—Vamos, unios a nosotros.
—Será mejor que nos marchemos —dijo Lamsar con una leve sonrisa, y se alejaron.
—No debéis marcharos..., debéis bailar—les dijo Yerleroo.
Se dieron media vuelta y echaron a correr tan deprisa como lo permitía el ritmo del anciano. Los aldeanos cambiaron la dirección de su danza y comenzaron a girar amenazadoramente hacia ellos en una horrible imitación de la alegría.
—No hay nada que hacer —dijo Lamsar deteniéndose y observándolos con ojos irónicos—. Habrá que invocar a los dioses de la montaña. Es una lástima, pues la brujería me fatiga. Esperemos que su magia, se extienda a este plano. ¡Gordar!
De la boca de Lamsar salieron palabras en una lengua increíblemente ruda. Los aldeanos bailarines seguían avanzando.
Lamsar señaló hacia ellos.
Los aldeanos quedaron paralizados donde se encontraban y, de forma gradual e inquietante, sus cuerpos fueron adoptando cientos de formas distintas en basalto negro.
—Fue por su propio bien —dijo Lamsar con una sonrisa sombría—. Andando, vayamos al lugar donde confluyen los vientos —le ordenó a Rackhir y hacia allá partieron velozmente.
En el lugar donde confluían los vientos encontraron el segundo portal; una columna de llamas color ámbar con pinceladas de verde pasaban por el hueco. Traspusieron el portal y de inmediato se encontraron en un mundo de colores oscuros y desbordantes. En lo alto, el cielo aparecía de un rojo sucio mezclado con otros colores cambiantes. A lo lejos se alzaba un bosque oscuro, azul, negro, pesado, veteado de verde; las copas de sus árboles se movían como una marea enfurecida. Se trataba de una tierra plagada de fenómenos sobrenaturales.
Lamsar frunció los labios y dijo:
—En este plano impera el Caos. Hemos de llegar al portal siguiente lo antes posible, porque como es natural, los Señores del Caos intentarán detenernos.
—¿Siempre es así? —inquirió Rackhir con un hilo de voz.
—Sí, aquí siempre es medianoche y todo bulle de este modo...
pero el resto cambia según el humor de los Señores. No hay regla alguna.
Se abrieron paso entre aquel panorama floreciente a medida que hacía erupción y cambiaba a su alrededor. En un momento dado, vieron en el cielo una enorme figura alada, con una forma vagamente humana, que despedía un humo amarillo.
—Es Vezhan —anunció Lamsar—, ojalá no nos haya visto.
— ¡Vezhan! —exclamó Rackhir en voz baja..., pues en otros tiempos era a él a quien le había sido fiel.
Avanzaron arrastrándose por aquella tierra inquietante, sin saber adonde iban, ni a qué velocidad lo hacían.
Finalmente, llegaron á las orillas de un océano peculiar.
Se trataba de un océano gris, eterno, un océano misterioso que se extendía hasta el infinito. Tras aquella llanura de agua ondulante no podía haber costas. Ni tierras, ni ríos, ni bosques umbríos y frescos, ni hombres ni mujeres ni naves. Era un océano que no conducía a ninguna parte. Se bastaba a sí mismo.
Sobre aquel océano eterno pendía un sol ocre y deslustrado que proyectaba sobre las aguas unas sombras tristes de color negro y verde, con lo cual el paisaje adquiría todo el aspecto de estar encerrado en una enorme caverna, pues el cielo aparecía poblado de nubarrones negros y retorcidos. Y siempre presente estaba el rugir de las olas, la solitaria monotonía de las rompientes coronadas de espuma, el sonido que no presagiaba ni la muerte ni la vida, ni la guerra ni la paz, sino sólo la existencia y una discordia cambiante. Y ya no pudieron seguir avanzando.
—Esto me huele a muerte —dijo Rackhir temblando.
El mar rugía proyectando bien alto sus olas, su sonido aumentaba enfurecido retándolos a adentrarse en las aguas, incitándolos, ofreciéndoles nada más que el logro de la muerte.
—No es mi destino perecer del todo —dijo Lamsar.
Los dos echaron entonces a correr hacia el bosque, y sintieron que el mar lanzaba hacia ellos sus playas. Miraron por encima del hombro y advirtieron que no se había movido, que las olas parecían menos salvajes y el mar más calmo. Lamsar se encontraba un poco más rezagado que Rackhir.
El Arquero Rojo lo agarró de la mano y tiró de él como si acabara de rescatar al anciano de un vórtice. Permanecieron donde estaban durante largo tiempo, como hechizados, mientras el mar los llamaba y el viento los rozaba con su fría caricia.
En el brillo desolado de aquella costa extraña, bajo un sol que no daba calor, sus cuerpos brillaron cual estrellas en la noche mientras se dirigían en silencio hacia el bosque.
—¿Estamos atrapados, pues, en este Reino del Caos? —inquirió Rackhir finalmente—. Si nos cruzáramos con alguien, seguramente ese alguien querría hacernos daño..., ¿cómo vamos a formular nuestra pregunta?
En ese momento, salió del bosque una enorme figura desnuda y retorcida como el tronco de un árbol; era verde como una lima y tenía un rostro jovial.
—Salve, infelices renegados —dijo.
—¿Dónde está el siguiente portal? —preguntó Lamsar sin perder tiempo.
—A punto estuvisteis de trasponerlo, pero os alejasteis —repuso el gigante con una carcajada—. Ese mar no existe... está ahí para impedir que los viajeros traspongan el portal.
—Existe aquí, en el Reino del Caos —adujo Rackhir con voz apagada.
—Podríamos decir que sí..., pero ¿qué es lo que existe en el Caos aparte de los desórdenes de las mentes de los dioses que se han vuelto locos?
Rackhir había tensado su arco de hueso y colocado una flecha, pero lo hizo más que nada impulsado por su propia desesperanza.
—No dispares esa flecha —le pidió Lamsar en voz baja—. No todavía.
Se quedó mirando la flecha y mascullando entre dientes.
El gigante avanzó despreocupadamente hacia ellos y les dijo:
—Será un placer cobraros por vuestros crímenes. Porque soy Hionhurn, el Verdugo. Vuestra muerte os resultará placentera, e insoportable vuestro destino.
Se acercó a ellos con las garras tendidas.
—¡Dispara! —gruñó Lamsar, y Rackhir acercó la cuerda del arco a su mejilla, tiró con fuerza y soltó la flecha, que fue a clavarse en el corazón del gigante—. ¡Corre! —gritó Lamsar, y a pesar de sus presentimientos, corrieron de vuelta hacia el gigantesco rugido del que acababan de huir y, al llegar al borde del mar, en lugar de correr hacia el agua, se encontraron en una cadena de montañas desnudas.
—No había flechas humanas capaces de detenerle —dijo Rackhir—. ¿Cómo lograste acabar con él?
—Utilicé un antiguo hechizo..., el Hechizo de la Justicia, que aplicado a cualquier arma, hace que ésta golpee a los injustos.
—¿Cómo pudo herir a Hionhurn, un inmortal? —inquirió Rackhir.
—En el mundo del Caos no existe la justicia..., algo constante e inflexible, sea cual fuera su naturaleza, debe dañar a cualquier siervo de los Señores del Caos.
—Hemos logrado trasponer el tercer Portal —dijo Rackhir quitándole la cuerda a su arco—, pero aún hemos de dar con el cuarto y el quinto. Hemos evitado dos peligros, pero ¿cuáles nos encontraremos ahora?
—¿Quién sabe? —dijo Lamsar, y continuaron caminado por el rocoso paso de montaña para adentrarse en un bosque fresco, a pesar de que el sol se encontraba en el cénit y brillaba con fuerza entre el espeso follaje. En aquel lugar se respiraba una tranquilidad antigua. Oyeron el canto de pájaros desconocidos y vieron unas avecillas doradas que también les resultaron nuevas.
—En este lugar se nota algo tranquilo y pacífico..., me inspira desconfianza —dijo Rackhir, pero Lamsar señaló al frente sin decir palabra.
Rackhir vio un edificio amplio con una cúpula, construido de mármol y mosaico azul. Se levantaba en un claro de hierba amarilla y el mármol brillaba como si estuviera en llamas al recibir la luz del sol.
Se acercaron al edificio y vieron que estaba sostenido por unas recias columnas de mármol, que se elevaban sobre una plataforma de jade blanco como la leche. En el centro de la plataforma, una escalera de piedra azul se alzaba en el aire para desaparecer en una abertura circular. En los costados del edificio había amplias ventanas, pero no lograron ver en el interior. Al parecer no había habitantes, y a los dos hombres les habría resultado extraño si los hubiera habido. Atravesaron el claro amarillo y subieron a la plataforma de jade. Era cálida, como si hubiera estado expuesta al sol. La piedra era tan lisa que a punto estuvieron de resbalar.
Llegaron a la escalera azul y comenzaron a ascender mirando hacia lo alto, pero no lograron ver nada. Ni siquiera intentaron preguntarse por qué invadían aquel edificio con tanta seguridad, pero actuaban de aquella manera porque les parecía lo más natural. No tenían otra salida. Aquel lugar les resultaba conocido. Rackhir lo notó, pero no supo precisar por qué. En el interior, encontraron un vestíbulo fresco y umbrío; una mezcla de oscuridad suave y de sol brillante entraba por las ventanas. El suelo era rosa perlado y el techo de un tono escarlata subido. El vestíbulo le recordó a Rackhir el seno materno.
Parcialmente oculto por las profundas sombras apareció un umbral y, más allá, otra escalera. Rackhir miró a Lamsar y le preguntó:
—¿Continuamos explorando?
—Es preciso que alguien responda a nuestra pregunta, si es posible.
Ascendieron la escalera y se encontraron en un vestíbulo más pequeño, similar al que habían visto abajo. Sin embargo, ese vestíbulo estaba amueblado con doce anchos tronos colocados en el centro y dispuestos en semicírculo. Contra la pared, junto a la puerta, había varias sillas tapizadas en tela púrpura. Los tronos eran de oro y estaban decorados con plata fina y cubiertos con una tela blanca.
Una puerta se abrió detrás de los tronos, y apareció un hombre alto de aspecto frágil, seguido de otros cuyas caras eran casi idénticas. Sólo sus túnicas eran notablemente diferentes. Tenían el rostro pálido, casi blanco, la nariz recta y los labios finos, aunque no crueles. Sus ojos eran inhumanos, unos ojos moteados de verde que miraban fijamente con triste serenidad. El jefe de los hombres altos miró a Rackhir y a Lamsar. Hizo un movimiento con la cabeza y un gracioso ademán con su mano pálida, de largos dedos.
—Bienvenidos —dijo. Su voz era aguda y débil, como la de una muchacha, pero de hermosas modulaciones. Los once hombres restantes ocuparon los tronos, salvo el primero, el que había hablado, que permaneció de pie—. Sentaos, por favor —dijo.
Rackhir y Lamsar se sentaron en dos de las sillas color púrpura.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —inquirió el hombre.
—A través de los Portales del Caos —repuso Lamsar.
—¿Buscabais nuestro reino?
—No..., viajamos hacia el Dominio de los Señores Grises.
—Me lo imaginaba, pues los tuyos nos visitan muy rara vez y sólo por accidente.
—¿Dónde estamos? —preguntó Rackhir mientras el hombre se sentaba en el trono que quedaba libre.
—En un lugar más allá del tiempo. Nuestro país formó parte de la Tierra, pero en el pasado lejano se separó de ella. Nuestros cuerpos, a diferencia de los vuestros, son inmortales. Así lo hemos elegido, pero no estamos atados a nuestra carne, como vosotros.
—No te entiendo —dijo Rackhir frunciendo el ceño—. ¿Qué es lo que dices?
—Digo lo que puedo en los términos más sencillos para que tú me entiendas. Si no comprendes lo que digo, no puedo darte más explicaciones. Nos llaman los Guardianes, aunque no vigilamos nada. Somos guerreros, pero no luchamos contra nada.
—¿Qué más hacéis? —inquirió Rackhir.
—Existimos. Supongo que querréis saber dónde se encuentra el siguiente
Portal.
—Sí.
—Reponed fuerzas aquí, y luego os enseñaremos el Portal.
—¿Cuál es vuestra función? —preguntó Rackhir.
—Funcionar —respondió el hombre.
—¡No sois humanos!
—Somos humanos. Vosotros os pasáis la vida persiguiendo lo que lleváis dentro y lo que podéis encontrar en cualquier otro ser humano, pero no lo buscáis allí, sino que os sentís impulsados a seguir senderos más atrayentes, perdéis el tiempo en descubrir que habéis perdido el tiempo. Me alegro de que ya no nos parezcamos a vosotros, aunque desearía que fuese legítimo ayudaros un poco más. Por desgracia, no podemos.
—La nuestra no es una búsqueda sin sentido —dijo Lamsar con tono respetuoso—. Vamos a rescatar a Tanelorn.
—¿Tanelorn? —repitió el hombre con suavidad—. ¿Sigue existiendo Tanelorn?
—Sí —repuso Rackhir—, da cobijo a hombres cansados que se muestran agradecidos por el descanso que les ofrece. —En ese momento se dio cuenta de por qué el edificio le había resultado conocido, pues poseía la misma cualidad que Tanelorn, aunque intensificada.
—Tanelorn fue la última de nuestras ciudades —dijo el Guardián—. Perdónanos por juzgaros... Pero la mayoría de los viajeros que pasan por este plano son exploradores intrépidos que carecen de un objetivo real, sólo viajan impulsados por excusas y razones imaginarias. Debéis de amar a Tanelorn para arriesgaros a afrontar los peligros de los Portales.
—La amamos mucho —dijo Rackhir—, y os estoy agradecido por haberla construido.
—La construimos para nosotros, pero es bueno saber que otros la han utilizado bien..., y ella a ellos.
—¿Nos ayudaréis? —preguntó Rackhir—. ¿Por Tanelorn?
—No podemos..., no es legal. Y ahora, reponed energía y sed bienvenidos.
Los dos viajeros recibieron alimentos, a la vez blandos y crujientes, dulces y agrios, y bebidas que parecían entrarles por los poros de la piel al tragarlas. Y cuando hubieron comido y bebido, el Guardián les dijo:
—Hemos provocado la construcción de un camino. Seguidlo y entrad en el mundo siguiente. Pero os advertimos que se trata del más peligroso de todos.