La Maestra de la Laguna (46 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Miró al hombre que yacía con descuido y apartó con pudor los ojos de la parte baja de su cuerpo, expuesta sin disimulo. Francisco era un espléndido ejemplar masculino: la tez bronceada que ella había atribuido a la vida rural se extendía también por el resto del cuerpo, casi carente de vello; la expresión cerril de su rostro se veía atenuada por el sueño y lo hacía más apuesto; notó los labios bien formados y los pómulos marcados; el cabello salvaje reposaba sobre los hombros y cubría un lado de la cara. El "señor Santos" poseía todo lo que un seductor necesitaba, quizá de manera algo tosca, aunque Elizabeth estaba segura de que esa rusticidad lo volvería aún más atractivo ante las damas, El pensamiento de otras mujeres corriendo detrás de las atenciones del señor Peña y Balcarce le causó indignación.

Ofuscada, salió al fresco de la mañana, olvidando el estado en que se hallaba. Avanzó de espaldas al mar y, con los pies descalzos, atravesó la arena tibia en dirección a los médanos bajos que separaban la casita de la laguna de Mar Chiquita, a la que Eusebio y Zoraida llamaban "la Grande".

Mar Chiquita era una extensión de agua impresionante, capaz de formar olas si el viento quería. Julián le había explicado que se trataba de una "albúfera". "Está comunicada con el mar, separada de él sólo por los médanos", le había dicho. A esas horas tempranas, ofrecía un aspecto apacible, con la superficie rizándose apenas y las gaviotas sobrevolándola a baja altura. La otra orilla se divisaba en la lejanía. Elizabeth caminó hasta donde la arena se humedecía con el vaivén del agua y dejaba ver los cangrejos apiñados en el fondo. Recordó con nostalgia el entusiasmo de Luis ante la idea de pescarlos con un hilo y una piedra. ¿Qué haría el muchachito cuando la escuela no funcionara? ¿Adónde irían a parar su espíritu inquieto y su temperamento alegre? Apretó los labios para no llorar ante tantos recuerdos queridos. ¡Cuánto extrañaría a esos niños que había aprendido a amar en poco tiempo!

Un chillido la distrajo: un pájaro negro surcó el cielo como una saeta. ¿Cómo lo había llamado Marina? "Biguá", sí, eso era. Elizabeth conservaría siempre aquel dibujo infantil. Siguió con la mirada el vuelo rasante de unas gaviotas pequeñas con capucha gris. Sabía poco de las criaturas de aquella región y, dadas las circunstancias, no tendría oportunidad de saber más. El viento marino le removió el cabello del mismo modo que removía los juncos que crecían entre las dunas. Todo era tan desmesurado en aquella tierra... Un estremecimiento la sacudió. Entusiasmarse con la perspectiva de partir para enseñar en países lejanos había resultado fácil allá, en su casa, mientras tomaba té con pasteles y escuchaba los relatos de la señora Mann, que le leía las cartas de Sarmiento en voz alta. Distinto era palpar la realidad. Esa tierra cerril, esa extensión sobrecogedora que la gente de ahí llamaba "pampa", atizaba los espíritus más débiles y ponía a prueba el coraje de cualquiera. Una mujer como ella, sola en aquel desierto plagado de peligros, era una empresa disparatada que jamás debió aceptar. Si su querida madre supiera...

Un coro de graznidos seguido de aleteos interrumpió esos pensamientos. Sobre las aguas habían descendido unos patos de aspecto curioso: blancos en su vientre, plomizos en el dorso y con un ridículo penacho amarillo que los hacía parecer espantados. Pese a la tristeza que la embargaba, la muchacha sonrió. Le gustaba el entorno de la casita de Santos.

Francisco Peña y Balcarce. El hombre al que había entregado su virtud sin pensar. ¿Qué había hecho? ¿Qué hechizo había caído sobre ella, una maestra de Boston, tan segura de sus principios, para sucumbir ante el primer hombre que la pretendía? Aunque el señor Peña y Balcarce no la pretendía, la había seducido. Esa era la palabra, la horrible conclusión a la que llegarían todos los que supiesen lo ocurrido. ¿Tan endeble era la moral inculcada que se derrumbaba ante la primera prueba? La culpa era de la pampa, pensó con desesperación. Allí no existían convenciones como en Buenos Aires, allí la gente se aferraba a la supervivencia, nada más. Sin embargo, cuando ella volviese, esas convenciones se erigirían de nuevo en torno suyo y la marcarían como una mala mujer, por haberse entregado a un desconocido. Porque, ¿quién era en verdad Francisco Peña y Balcarce? Sólo un nombre y un apellido, ilustres tal vez, que no significaban nada en su vida. No conocía a su familia, no habían conversado bajo los árboles, no habían cabalgado por los parques como hacían dos jóvenes que intimaban, allá en su país. Elizabeth sorbió una lágrima inoportuna. Estaba perdida. Aun si nadie se enteraba de lo sucedido, estaba perdida en su corazón. Porque no podía negar que, si hubiese querido, lo de la noche anterior no habría ocurrido. Algo malvado tendría ella, sin duda, para haber tomado la decisión errada.

—Aquí estás.

La voz cortante la sobresaltó como si la hubiesen descubierto en una mala acción. Francisco se encontraba parado sobre un médano, igual que la primera vez que lo vio, vestido sólo con sus pantalones y con el mismo aire beligerante de entonces. Elizabeth fue consciente de su propio estado: la ropa deshecha, el cabello al viento y los pies desnudos. Una piltrafa. Peor aún, una desvergonzada.

Francisco se había asustado al encontrarse solo en la casita. Creyó que la muchacha había huido y toda clase de temores acudieron a su mente. Por suerte, la joven no era tan alocada como para correr sin rumbo a través del desierto. Estuvo observándola un buen rato antes de interrumpirla. El había saciado su apetito, alimentado a lo largo de todos sus encuentros anteriores, y ahora sentía algo parecido al remordimiento. La monstruosa tormenta, seguida del ataque de dolor, los había echado uno en brazos del otro, pero para la maestra de Boston aquella noche de amor podía tener consecuencias y él no estaba en condiciones de compensarla.

—¿Qué haces aquí, sola? —dijo, mientras descendía hacia la orilla.

Elizabeth se encogió de hombros. No estaba preparada para enfrentar a su amante cara a cara.

—Pudiste decirme que saldrías —siguió diciendo Francisco—. Me preocupé.

Al llegar junto a la muchacha, notó que ella miraba empecinada hacia la laguna. Contempló su perfil delicado y su cabello encrespado, y una ternura desconocida se apoderó de él. La joven había pasado su primera experiencia de amor y, sin duda, se sentía vulnerable. Nunca había iniciado a una mujer, se imaginó que no sería fácil consolarla.

Llenó de aire salobre sus pulmones, antes de continuar.

—Elizabeth.

Silencio.

—Mírame.

El perfil seguía recortándose, nítido, sobre el fondo del paisaje.

Francisco extendió una mano que posó sobre el hombro de la muchacha. Ella se encogió.

—De nada vale que no me mires. Lo hecho, hecho está.

Esas palabras tuvieron el poder de provocar una reacción. Elizabeth se volvió, rígida, y lo taladró con sus ojos, más verdes aún en la proximidad del agua.

—Gracias por recordármelo, "señor Santos". Soy tan torpe, que no me doy cuenta.

—No me llames así. Sabes cuál es mi nombre ahora.

—¿En serio? ¿Hay una pizca de verdad en algo de lo que usted dice, señor? ¿Cómo puedo saberlo? Se presentó ante todos con una identidad falsa, amenazándonos, luego finge no conocer a los Zaldívar y, por último... —la voz de la joven se quebró.

—Por último —completó él—, me aprovecho de una muchacha inocente.

Elizabeth pareció arrepentirse de su estallido.

—No, no fue así. Reconozco mi culpa en lo que pasó.

Francisco suspiró.

—No hay culpables en esto, Elizabeth, y si los hay, soy yo quien debe asumir la culpa. Soy un hombre grande y conozco adonde llevan los escarceos amorosos.

"Escarceos amorosos", eso era lo que había existido entre ellos. La palabra "amor" no figuraba en nada de lo que habían hecho ambos la noche anterior. Elizabeth sintió estrujársele el corazón.

—Descuide, no me moriré por esto. Como bien dijo, lo hecho, hecho está. Es una sabiduría sencilla y muy útil.

Francisco se erizó ante el reproche velado.

—No la dejaré desamparada, señorita O'Connor —respondió, volviendo al trato distante a propósito—. ¿Qué clase de hombre cree que soy?

De pronto, la dimensión de lo que acababa de decir le quitó el aliento: tenía una responsabilidad con aquella joven, algo que él había tratado de evitar a toda costa. Se había aislado en aquel sitio para borrar la personalidad de Francisco Peña y Balcarce de la faz de la tierra, hasta que la enfermedad hiciera estragos en él. Ahora, todo cambiaba. La señorita O'Connor podía necesitarlo y, si bien descartaba la idea de contraer matrimonio, no podía abandonarla a su suerte.

—Escuche, por ahora nos ocuparemos de lo primero, regresar al rancho de Miranda. Después, cuando retorne a Buenos Aires, le conseguiré un sitio donde vivir. Tengo relaciones que no me negarán un favor y son discretos. Podrá continuar con sus clases y la visitaré cuando pueda, de incógnito. Por el momento...

La enormidad de lo que escuchaba paralizó a Elizabeth. ¡Ese hombre le proponía la indecencia de convertirse en una mantenida! Le colocaría una casa y la visitaría cuando pudiese, haciéndola fingir ante los demás una decencia que ya no tenía. Era demasiado.

—¡Cállese, cómo se atreve! No soy una mala mujer, pese a lo que usted piense, señor como se llame. Si algo puede decirse de mí es que soy una estúpida. No saque sus propias conclusiones. Me iré de aquí, por supuesto, pero no será para continuar viéndolo cuando usted "pueda", como amablemente me ofrece, ¡sino para no verlo nunca más! —y, dicho esto, Elizabeth le volvió la espalda y arremetió contra el médano, subiendo a tropezones y cayendo con las rodillas en la arena cada tanto, hasta desaparecer de la vista de Francisco.

Este quedó callado, sumido en una profunda concentración. Las palabras despechadas le habían dolido; no obstante, se imponía una cabeza fría para resolver las cuestiones pendientes. Tendría que hablar con Julián para que lo mantuviese al tanto de la situación de la maestra. Confiaba en su amigo. Sin embargo, lo preocupaba no poseer bienes suficientes para heredárselos a la señorita O'Connor cuando él muriese pues, al saber su condición de bastardo, había renunciado a cuanto pudiese recibir de su padrastro. Y la fortuna de su madre era administrada por Rogelio Peña, de modo que no existía manera de resolver esa cuestión sin enterar a todos. Debía pensar en algo y pronto, sin importar si la muchacha lo aceptaba o no. Se trataba de un asunto de honor y lo resolvería como correspondía.

Enfiló hacia el médano también, dejando a su espalda la laguna, donde una brisa marina encrespó las aguas, ahuyentando a los macá plateados, los mismos que habían sorprendido a Elizabeth con sus penachos amarillos.

—¿Te vas, Misely?

Elizabeth contempló sus manos en el regazo, apretando el pañuelito. ¿Cuántas veces se había enjugado el rostro? Ya ni sabía. Miró el cuadradito de encaje como si en él hallase la respuesta a su angustia. Ña Lucía le había enseñado cómo planchar los pañuelos en cualquier circunstancia: "Los lava y los extiende bien tirantes, mi niña, sobre la mesa o la pared, hasta que se sostienen solitos. ¡Verá cómo quedan, almidonados parecen!". Y eso hacía Elizabeth con los innumerables pañuelos que gastaba en esos días de despedida.

Marina había pronunciado las palabras que todos temían. La maestra los había convocado para comentar los sucesos de Nochebuena y comunicarles su partida. Un mensaje de El Duraznillo, de parte de Inés Durand, decía que el carruaje pasaría por el rancho para que ella no se fatigara viajando en el carro de Eusebio. Su mente era un torbellino. En apenas dos días, su vida se había trastocado, no era la misma joven ansiosa que pisó las márgenes del Plata, meses atrás. Su "debilidad", como llamaba ella a su noche de pasión, la había transformado, haciéndola sentir vulgar e indigna de su puesto de maestra. ¿Cómo iba a enseñar conducta a los pequeños si no podía mantenerla ella misma? Pensar que se sintió preocupada por Juana al hacerse mujer... Más valdría que rezara por su alma, porque se encontraba más perdida que las de aquellos inocentes.

El día de su regreso buscó la paz de la confesión en el Padre Miguel, y como no tuvo coraje de contarle lo ocurrido la noche de la tormenta, fue una confesión a medias que no le devolvió la serenidad. Tampoco halló consuelo en el alborozo con que la recibieron Ña Lucía y los Miranda. Los tres habían aguardado noticias de "Miselizabét" a la luz del candil hasta el amanecer. La tormenta golpeó el rancho y destruyó el tinglado donde dormían los bueyes, aunque la buena noticia fue encontrar a Zoraida restablecida de la indigestión. La pobre mujer, sin embargo, no podía disfrutar de su recuperada salud mientras no volviese la "señorita maestra" de la estancia. "Con esos rayos...", balbuceaba, "¿qué dirán los señores de mi Eusebio, que no fue a buscarla?". Cada vez que Eusebio intentaba salir en busca de Elizabeth, era detenido por los accesos de un nuevo ataque de su esposa. El pobre hombre, alarmado al verla sacudida por espasmos, pensaba que aquél sería el último aliento de su mujer. Después, la tormenta impidió el viaje de modo definitivo. Elizabeth los tranquilizó, fingiendo naturalidad, aunque la mirada penetrante de Lucía al verla llegar en compañía del señor Santos le hizo flaquear las rodillas. ¡Cómo pesaba la conciencia del que no se reconocía limpio!

—Sí, Marina, me voy. El gobierno me envía a otro puesto, donde otros niños me necesitan.

—¿Más que nosotros? —terció Luis, ofendido.

Elizabeth suspiró. No era fácil aceptar lo inevitable. Esos niños nada tenían antes de que ella llegara, y sin nada quedarían al partir. ¿Cuánto bien podría haberles hecho en tan poco tiempo? Sus lecciones serían olvidadas en cuanto la vida rústica los devorase. Ya no viajarían hasta la capilla para recitar las palabras que los acercaban a la civilización. No habría desayunos en la cocinita del Padre Miguel, ni dibujos sorpresa en la pizarra, ni horas silenciosas de lucha con una letra o un cálculo, ni ejercicios en el patio, ni paseos a la laguna.

La laguna. Aquella excursión primera, la del encuentro belicoso con el señor Santos, había sido su perdición. Reconocía, con una sinceridad que era su sello personal, que no le había resultado indiferente aquel hombre desde que lo vio en la pulpería del camino. No se trataba de que fuera apuesto, sino de una marca que ella leía en su rostro, algo indefinible de dolor y condena que la atraía, como la madre que busca proteger al hijo que sufre, o el médico que dedica su vida al enfermo que se siente vencido. Sin embargo, esa atracción fatal hacia el señor Santos no era tan abnegada. Lo había deseado, dejó que él se enseñoreara de su cuerpo y de sus sentidos porque quería saber cómo eran sus manos sobre su piel, su boca en su cuello y, Dios la perdonara, creyó que su entrega lo salvaría. ¡Qué ingenua! Una mujer instruida como ella, que había ahuyentado a cuanto pretendiente se cruzara en su camino para mantenerse firme en su propósito de enseñar, sin trabas, caía presa del demonio de la seducción de un hombre casi desconocido que, además, sufría una extraña enfermedad.

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