De pronto, todos se hicieron a un lado y apareció un hombre que, por su aspecto, no parecía pampa, aunque vestía como ellos. Era de tez blanca, cabellos entrecanos y barba, detalle que Elizabeth nunca había observado en ningún indio. El hombre se inclinó con ceremonia y les habló en perfecto castellano.
—Bienvenidos a la humilde casa de Catriel. El General espera que lo visiten en su rancho.
Eusebio se tragó su malhumor. Bien podría haber exclamado, como lo hacía a menudo ante su esposa, "te lo dije", frente a la negra Lucía. Ahora sí que estaban fritos. El protocolo del cacique no tendría fin y permanecerían ahí por varias horas, si no días.
Cipriano Catriel, tercer hijo del cacique Juan Catriel, aguardaba a los visitantes en la puerta de su toldo, que no era más grande que los de los capitanejos y demás indios. Sólo un pasillo formado por una enramada, en la parte delantera, evidenciaba que ése era el toldo de un cacique. Allí ardía una fogata. La figura del pampa se alzaba detrás, recibiendo el fulgor de las llamas en plena cara. Elizabeth apreció el porte arrogante del hombre, orgulloso de lucir su casaca militar.
Los catrileros habían demostrado en varias ocasiones su fidelidad al gobierno, y eso les valió gratificaciones y raciones de parte del ejército, aunque Cipriano Catriel, menos perspicaz que su padre, no estaba a la altura de las intrigas militares y la imprevista llegada de un carro lo desconcertó. Elizabeth y sus acompañantes llegaban, sin saberlo, en medio de una difícil situación: el coronel D'Elía, nuevo comandante del Azul, acababa de tener una reunión con "el cacique superior de todos los pampas" para tratar el tema de la seguridad en la frontera, y lo había convocado para otra donde pretendía, además, reunir a Calfuquir, Chipitruz y Manuel Grande. Catriel interpretó la llegada de la carreta como un anuncio de noticias sobre esa reunión y por ello estaba ansioso de recibir a los mensajeros. Al ver que se trataba de un viejo boyero acompañado de una negra fea y una hermosa joven dudó sobre la conveniencia de recibirlos, pero la proverbial hospitalidad del indio se impuso y decidió agasajar a los recién llegados.
Elizabeth no las tenía todas consigo. Una cosa era tratar a los niños de la escuela, o a sus padres, y otra muy distinta trabar relación con un poderoso señor del desierto que, en ese momento, se alzaba ante ella con la estampa de un guerrero. Sintió un escalofrío en su espalda y lamentó haber sido tan impulsiva. Ya el cacique le ofrecía asiento junto a él, mientras indicaba a su lenguaraz que procediera.
—Dice el Señor de la Pampa que ustedes vienen por cuenta del gobierno.
Era una afirmación, no una pregunta, y Elizabeth indujo a mayor confusión al no poder desmentirla del todo.
—En cierta forma sí, yo vengo por cuenta del gobierno. Soy la maestra de la laguna. El señor Eusebio Miranda me acompaña para hablar con el padre de uno de mis alumnos. No quisiera interrumpir los trabajos del señor Catriel. Mi única misión es ubicar al Calacha —Elizabeth temió que "Calacha" fuese un nombre despectivo y no el auténtico del padre de Eliseo, pero la expresión de Catriel se mantuvo inmutable mientras el hombre más viejo traducía el parlamento. Al terminar, sus ojos agudos recorrieron la figura de la joven, como evaluando si estaba a la altura de su misión.
—Dice el Señor de la Pampa que la laguna se encuentra lejos de aquí.
Ante observación tan obvia, la maestra no supo qué decir. A Eusebio y a Lucía se les había secado la lengua, al parecer.
—Dice el Cacique Mayor que dónde supo cómo ubicar Los Toldos.
El sesgo de desconfianza de las preguntas era evidente y Elizabeth entendió que debía sacar a relucir su ingenio para quitarle dureza a la situación. Le preocupaba no contar con regalos suficientes para endulzar los fieros semblantes que veía a su alrededor.
—El Gran Cacique es demasiado famoso como para que no se conozca dónde vive —repuso—. Su fama llega hasta los confines de la playa.
Eusebio y Lucía la miraron estupefactos. ¿Dónde había aprendido la maestrita el arte de parlamentar?
El rostro de Catriel evidenció satisfacción al escuchar esas palabras y se relajó al punto de pedir a las indias que lo rodeaban que trajesen bebida para todos. ¡Eran apenas las once de la mañana y ya iban a embriagarse!, pensó asustada Elizabeth. Venció su repugnancia cuando llevó a los labios el líquido que, por deferencia a su condición de mujer, le sirvieron en un vaso, en vez de ofrecérselo del pico de la damajuana. A Lucía casi le da un soponcio con el primer trago, aunque Eusebio se veía relajado, sobre todo cuando Catriel completó el agasajo con un cigarro del que fumó primero un poco. Las damas no tuvieron que pasar por esa prueba, si bien aguantaron con estoicismo la rueda del mate. Elizabeth sentía que las tripas se revolucionaban al mezclar tales mejunjes.
Al cabo de un rato, Catriel se levantó y descorrió la cortina de pellejo que tapaba la entrada a su rancho. El toldo era tan amplio que cabían hasta dos familias numerosas. El suelo estaba cubierto por cueros diseminados por doquier, a manera de alfombras. No había más muebles que unos catres, dos o tres bancos de madera y algunos arreos, en apariencia de plata, colgados de los techos. A Elizabeth le impresionó la simplicidad del lugar.
La voz del lenguaraz se dejó oír de nuevo:
—Dice el Cacique Mayor que lamenta no poder recibirlos en su casa del Arroyo o en la del Azul, pero ha debido venir para aguardar el parlamento con el ejército.
¿Dos casas? Los viajeros se guardaron la sorpresa por temor a causar alguna ofensa. Los Toldos de Catriel eran, entonces, un asentamiento transitorio. Ninguno sabía bien para qué los había hecho entrar el cacique, aunque mantuvieron una discreta cortesía mientras Catriel abría la puerta trasera del rancho y les indicaba que se acercasen.
A través de un pellejo recogido a medias, vieron que en la parte de atrás había un patio de tierra donde habían levantado un corral en el que pastaban varios caballos, a cuál más hermoso. Un joven los estaba cuidando y se movía entre ellos con suavidad, tocándolos y susurrándoles cosas que Elizabeth no alcanzaba a oír. Allá en su país, los indios tenían fama de ser buenos domadores de caballos, con un sistema mucho más eficaz que el de los blancos, basado en la paciencia y el entendimiento entre el hombre y el animal. Muchas historias corrían acerca de esta manera peculiar de los nativos de amansar un caballo salvaje. Al parecer, los de las pampas argentinas poseían una cualidad semejante.
En forma repentina, Catriel se volvió hacia ella y dijo en perfecto castellano:
—La mujer
huinca
puede elegir el que quiera.
La cara de estupor de Elizabeth satisfizo al cacique, que sonrió con los ojos antes de prorrumpir en una carcajada. Todos miraron al lenguaraz que, algo incómodo, se encogió de hombros, diciendo:
—No se me permite decir que el Gran Cacique habla en cristiano tan bien como yo.
Catriel hacía señas al caballerizo para que apartase una yegua de pelaje rojizo. El joven la condujo fuera del corral, rumbo al patio trasero, y allí se detuvo, apaciguando al animal con largas pasadas de la mano hasta que la yegüita bajó la cabeza y ramoneó entre los pastos duros.
—Es suya —dijo Catriel con llaneza.
—Pero —comenzó asustada Elizabeth—. Yo no puedo...
—Acepte —se escuchó decir con firmeza detrás de ellos. Todos giraron hacia la entrada, donde la figura de un hombre se dibujaba en las sombras. ¡Santos! ¿Cómo había sabido? A Elizabeth la asaltó una mezcla de confusión y de temor. Temía que la presencia de un hombre desconocido alimentase la fantasía del cacique de que alguien los había enviado para espiar. Sin embargo, Catriel no parecía sino intrigado. Caminó hacia donde la luz le permitió apreciar la fisonomía del recién llegado, y lo que vio no le produjo sospecha ni enojo, ya que se volvió de nuevo hacia la joven, repitiendo:
—Es suya.
Ante la insistencia, Elizabeth no pudo sino aceptar el inesperado regalo que se le ofrecía. El muchacho le colocó al animal sus arreos, que pendían de un gancho en el techo. Estaba claro que podía disponer de aquellas prendas, ya que se movía con total desparpajo frente a su jefe. Tal vez fuese un hijo de Catriel, pensó Elizabeth. En cuanto a Lucía, no salía de su estado de parálisis, tanto por ver el regalo que el indio le hacía a "Miselizabét" como por la presencia repentina de aquel hombre misterioso, que aparecía y desaparecía de sus vidas con tanta facilidad.
Salieron todos al patio para ver cómo la mujer
huinca
montaba. Elizabeth sentía los ojos de los presentes fijos en ella, sobre todo los de Santos. Montó con gracia pese a las enaguas, que se engancharon en los estribos de plata. Sabía cuánto significaban los caballos en aquella tierra y lo valiosos que eran para los indios, y éste llevaba el añadido de la montura, las bridas y el mandil, los estribos y los chapeados, una locura. Estaba a punto de negarse de nuevo cuando su mirada tropezó con una advertencia en los ojos de Santos. Ella percibió, además, una intención condenatoria. Se sintió de inmediato como una niña a la que descubren en una travesura. ¿Qué sucedía con ese hombre? ¿Por qué la había seguido? ¿Tendría tratos con Catriel? Sus preguntas quedaron sin respuesta porque el propio cacique alentó a todos a continuar los festejos con otra ronda de tragos. Parecía eufórico, tal vez porque las visitas no le habían traído noticias nefastas. El recién llegado tenía algo que le intrigaba. No era hombre de D'Elía, ni tampoco gringo. Jamás lo había visto y, sin embargo, le resultaba familiar. Francisco se acercó a la amazona.
—Bájese. Y encuentre cualquier excusa para salir de aquí —le dijo sin preámbulos.
La muchacha comenzó a apearse, turbada, y como su vestimenta no era la adecuada para montar, al tratar de pasar la pierna por sobre el lomo del animal, la tela quedó atrapada entre la montura y el mandil. Elizabeth tiró con tanta brusquedad que el impulso la deslizó por el costado de la yegua, dejándola caer justo en los brazos de Santos, que seguía firme al pie de la monta. Algunos indios sonrieron al ver los apuros de la mujer
huinca,
y Elizabeth enrojeció hasta la raíz del cabello. El ceño de Francisco, tan cerca de su rostro, acabó por desmoralizarla del todo.
—Bájeme, señor Santos —murmuró, segura de que su posición sería indecorosa a los ojos de los demás.
—Creo que no lo haré, así me aseguro de que saldrá de aquí conmigo.
—No puedo, todavía no —se empecinó Elizabeth.
—¿Por qué no? —Santos no se cuidaba demasiado de que le oyeran.
—Debo ver al Calacha.
—¿Quién?
—Por favor, no llame tanto la atención. Es el padre de Eliseo. A eso venía, cuando al cacique se le antojó invitarnos.
—Sólo a una mojigata como usted se le ocurriría entrar en los dominios de un cacique y hacer una visita como si tal cosa —gruñó Francisco, cada vez más enojado—. ¿Cómo sabe que ese hombre está aquí?
—Lo sé. Y tengo que hablarle.
—Es muy tozuda, señorita O'Connor. ¿Lo sabía? Mal ejemplo para sus alumnos. Poca sensatez en esa cabecita pelirroja.
—¡No soy pelirroja! —exclamó de pronto Elizabeth, olvidando su discreción anterior.
Francisco la miró unos segundos, evaluando el aspecto que tenía la muchacha. El conocía algunas debilidades y complejos femeninos a causa de su hermana menor, y adivinó que a la maestrita le disgustaba que su cabello se alborotase con lujuria, pues desmentía la imagen pulcra y modesta que ella quería transmitir. Sonrió, pensando que había encontrado un punto para hostigarla cuando quisiera. No era pelirroja, por cierto, su pelo tenía un matiz oscuro con reflejos cobrizos. Y sus ojos... Francisco se puso serio al ver que titilaban, humedecidos por unas lágrimas de impotencia que ella pugnaba por retener. Advirtió en ellos unos puntitos dorados, causantes de aquella mirada radiante. La maestra no era bella sino apetitosa, moldeada con las redondeces que gustan a un hombre.
Francisco sintió un latido desacompasado en la cabeza y se alarmó. Debían salir de allí cuanto antes. La tensión nerviosa que lo había acompañado todo el camino estaba a punto de traicionarlo. Se llevaría a la señorita O'Connor, a Eusebio y a Lucía y, cuando los viese encaminados, desaparecería él también. Un ataque se aproximaba, lo sabía. Bajó a Elizabeth y la tomó del brazo con rudeza.
—Escúcheme. No podemos quedarnos más tiempo. Si bien esta gente es amiga de los cristianos, cualquier mal paso en la conversación puede darlos vuelta, ¿me entiende? Fue insensato venir aquí. Tratemos de solucionar este enredo lo mejor posible. Debe aceptar la yegua —agregó, sin esperar respuesta—. Los indios se ofenden con facilidad. Ya veremos qué se hace con ella después. Que Eusebio la ate al carro, mientras yo trato de encauzar la despedida de Catriel.
—Oiga —comenzó Elizabeth, y Francisco la empujó hacia Lucía, confiando en que la negra, de puro miedo, estaría de su parte.
En efecto, Lucía se apresuró a organizar la partida.
—Vamos, mi niña, que por ahora están sobrios. No sabemos qué puede pasar más tarde. Jesús, María y José, hay historias que se cuentan de las orgías de esta gente... ¡horrorosas! —mientras hablaba, ella también empujaba a Elizabeth, con tanto ahínco que la hizo tropezar dos veces.
—Un momento, Lucía, no podemos irnos así.
—¿Por qué no? Deje que el señorito resuelva el protocolo de despedida, que sabrá hacerlo mejor que nosotras. Y que Eusebio, ya que estamos. El muy ladino no dijo nada, cualquiera diría que nos trajo a propósito.
—No puedo irme sin saber si aquí vive el Calacha.
—¡Por Dios, "Miselizabét"! Que no se da cuenta del peligro que corre en medio de estos salvajes, que a lo mejor están pensando en hacerla cautiva. ¡Virgen Santa, protégenos!
—Pero si Catriel es amigo...
—Amigo de quién, digo yo. Del que le conviene. Hoy de unos, mañana de otros.
—Eso mismo dijo Julián Zaldívar, pero de los cristianos.
—Ya ve, no se puede confiar en nadie. Vamos, mi niña, por lo que más quiera, apúrese. Que yo todavía quiero mover mis huesos un poco más, ver a mi patroncita y, si Dios me deja, comprarme un pedacito de tierra allá, de donde vino mi madre, para descansar cuando me lleven los ángeles.
La cháchara de Lucía iba empujando a Elizabeth hasta la carreta de Eusebio. El viejo ya estaba atando la yegua, tal como Santos le encomendó. En cuanto a éste, su conversación debía de ser convincente, pues Catriel lo miraba tranquilo, asintiendo cada vez que el lenguaraz le transmitía lo que decía. A Catriel le gustaba fingir que no entendía el castellano, era un rastro de orgullo que no podía negársele.