Antes de partir, en un momento de debilidad, Francisco le preguntó si sabía dónde vivía un hombre llamado el Calacha, al que la maestra necesitaba ver con urgencia. Catriel miró hacia un extremo del campamento y le indicó al viejo lenguaraz que acompañase a la mujer
huinca
hasta un toldo alejado de los otros. Fran se disponía a partir cuando Catriel lo detuvo:
—¿Günuna-Kén?
—dijo.
Francisco alzó una ceja, extrañado. No conocía de la lengua pampa más que algunas palabras. Había mucha mezcla de idiomas en la manera de hablar de los indios de la llanura y a veces resultaba difícil distinguir el origen de los vocablos. No había oído jamás pronunciar aquél. Iba a aclarárselo cuando Catriel pareció perder de pronto todo interés en los invitados y, dándose vuelta, entró en su toldo con parsimonia. No volvió a salir hasta que el carro de Eusebio se alejó de allí, rumbo al oeste. Entonces reapareció en su puerta y murmuró:
—Huinca
zonzo.
Llegaron al toldo del Calacha en medio de los lamentos de Lucía y la gritería de los chiquillos del campamento, que los siguieron durante todo el recorrido. La toldería de la familia de Eliseo se alzaba sobre un promontorio rocoso resguardado por una cerca de espinos. Esa gente parecía querer distinguirse del resto del asentamiento, pues conservaban la distancia y no vestían como los otros. El propio Calacha, inconfundible por su parecido con Eliseo, los aguardaba de pie en la puerta de su toldo, imponente con su quillango de piel de guanaco vuelto hacia adentro y pintado por afuera con dibujos rojos. Sobre su sombrero campeaba una pluma de ñandú también teñida de rojo. Alto y bien proporcionado, el padre de Eliseo se erguía como una estampa de dignidad en medio de aquellas viviendas pobres. "Un tehuelche de pura cepa", pensó Francisco, reconociendo en el hombre los rasgos distintivos de los pobladores del sur, los "gigantes" que describieron los cronistas españoles.
Un par de mujeres, casi tan altas como el Calacha, salieron a recibirlos. Ambas ostentaban capotes de piel semejantes al del hombre, sujetos por alfileres de plata y ceñidos por una faja de lana en la cintura. Sus cabellos no eran tan largos como los del Calacha, que los llevaba hasta la mitad de la espalda. A Elizabeth le pareció que aquellos indios estaban junto a los demás por necesidad o conveniencia, sin ser parte de ellos.
Eusebio detuvo los bueyes y se volvió hacia la maestra:
—Déjeme hablarle, señorita. El Calacha es mi compadre y cualquier cosa que le diga será atendida.
Elizabeth asintió, agotada por la jornada vivida, y el viejo se dirigió con familiaridad al hombre que aguardaba. Hubo un intercambio de saludos y gestos protocolares, tras lo cual Eusebio fue invitado a sentarse a la puerta del toldo, como habían hecho con Catriel. Las mujeres le ofrecieron bebida y también trozos de carne de un animal que se estaba asando en un espetón. A Elizabeth le rugió el estómago, pues era avanzado el mediodía y no tenía en su cuerpo más que el pan del desayuno. En un momento de la conversación, el Calacha miró fijo a la joven e hizo un gesto que ella interpretó como una invitación. Estaba a punto de descender también cuando Francisco la detuvo.
—Aguarde —dijo con sequedad—. Deje que Eusebio decida.
A Elizabeth le molestaba que ese hombre se tomase atribuciones. Si bien se preocupaba por ellos, la irritaba su tono dominante. ¿No podía ser cortés? Cualquiera habría dicho que estaba a punto de estallar de furia. Lo encaró, dispuesta a demostrarle que su malhumor no le hacía mella, cuando la visión del rostro de Santos la enmudeció. Lucía pálido y desencajado. Apretaba las riendas de su caballo con fuerza y la mandíbula también, dejando ver un músculo que palpitaba en su cara. Los ojos, entrecerrados, no podían ocultar la expresión de tormento. Elizabeth se llevó una mano al pecho, asustada.
—Señor Santos...
Francisco volvió los ojos hacia la voz, sin ver el rostro del que provenía. Las sienes le martilleaban al punto de ensordecerlo, no oía nada y estaba quedándose ciego. Ya la niebla oscurecía su visión. Podía ver más lejos, donde Eusebio y el Calacha hablaban, pero el carro, la maestra y Lucía habían desaparecido, eran borrones que se confundían con el paisaje. Comprobó con horror que el ataque estaba en su apogeo, nada podía salvarlo esa vez de la humillación. Pensó que si alcanzaba a espolear a Gitano quizá pudiese huir antes de quedar en evidencia por completo.
—¡Santos, espere! —gritó Elizabeth al ver partir raudo al jinete, dejando una nube de tierra tras de sí.
El grito alertó a los hombres que parlamentaban y a las mujeres. Todos se pusieron de pie y observaron atónitos cómo aquel hombre cabalgaba descontrolado hacia un bañado que, de modo traicionero, simulaba ser un prado de hierba inofensivo.
—¡Eh! —gritó, a su vez, Eusebio.
Gitano encontró el agua cuando ya era demasiado tarde. El envión de la carrera lo catapultó al bañado. Chapoteó enloquecido, hasta que el suelo cedió bajo sus patas y se hundió, junto con su jinete. Las gotas de agua reverberaron como pepitas de oro, mientras que la figura del caballo emergía, despojada de la silla y del hombre que lo montaba.
—¡Santos! —exclamó, horrorizada, Elizabeth.
—¡Válgame! —dijo Lucía, persignándose.
Si bien el bañado no era profundo, la caída había sido espectacular. Ese hombre podía haber perecido bajo el peso de su caballo. Eusebio y el Calacha corrieron hasta el lugar del accidente, seguidos por los niños de la toldería y una agitada Elizabeth, que casi se había arrojado de cabeza del carro para acudir en auxilio de Santos. Qué podía haberlo impulsado a zambullirse de ese modo, nadie lo sabía. Francisco se hallaba boca abajo, las manos crispadas sobre los hierbajos del agua pantanosa. Su mente estaba lúcida y comprendió que se abalanzarían sobre él para socorrerlo. No sentía dolor sino embotamiento, como si no pudiese gobernar sus miembros. Ciego y embarrado, percibió que unas manos fuertes lo arrastraban hacia la orilla. La luz solar penetraba en sus pupilas, hiriéndole, sin permitirle ver nada. Otras manos, más suaves, recorrieron su cara con rapidez, tanteando en busca de alguna herida.
—Señor Santos, ¿me oye?
La maestra. Buen Dios, no había podido evitar que lo viese. Un nuevo latido lo enfrentó al horror de vivir otro ataque a continuación, sin intervalo.
—Eusebio, vamos a llevarlo a casa, pronto. El Padre Miguel sabe curar algunas cosas.
Otra voz, hueca y extraña, objetó:
—Mi mujer tiene medicina tan buena como la del
huinca.
Francisco se aterró al pensar que sería atendido por aquella gente rústica.
—Es cierto, señorita. Huenec es buena curandera. A mis hijos les salvó más de una vez las cabezas partidas.
No hubo oposición, al parecer, pues las manos fuertes volvieron a arrastrarlo. ¡Su caballo! ¿Cómo estaría Gitano? Quiso preguntar y no encontró la voz.
—Tranquilo, señor Santos. Vamos a llevarlo al rancho del Calacha. Parece que su esposa sabe curar. Sólo para ver si está usted herido.
La dulce señorita O'Connor caminaba a su lado, aunque no podía verla. Había dejado una mano apoyada sobre su pecho mientras él era conducido por el cacique tehuelche hacia el toldo. Reconoció el olor a humo y a carne asada, así como el de las hierbas colgadas adentro del rancho. Lo depositaron sobre uno de los cueros del piso. Una persona que hasta ese momento no reconocía se arrodilló a su lado y murmuró palabras alentadoras en una lengua que nunca había escuchado.
—Shoyo.
Sintió la frescura de una compresa en la frente y un cosquilleo bajo la nariz. La mujer que lo atendía debía de estar practicando medicina ancestral.
—
¿Waiguinsh?
—Shoyo
—repitió la voz femenina.
Aquel diálogo incomprensible generó un silencio extraño. Elizabeth estaba cerca, podía oler su fragancia de lilas y, sin duda, estaría sobre ascuas como él acerca del significado de las palabras. Eusebio, en cambio, se oyó conmocionado cuando indagó:
—
¿Shoyo?
Incómodo al sentirse observado, Francisco se sacudió, intentando incorporarse.
—¡Aulo m'on, yateshk!
—dijo la voz hueca de antes, y todos rieron, salvo Elizabeth.
—No se enoje, don Santos —explicó entonces Eusebio—. Esta gente quiere ayudarlo. La esposa de mi compadre dice que está usted enfermo y que debe curarse con un sanador indio. Sabemos que no es propio de un cristiano, pero... —y dejó en el aire la alternativa.
Francisco no respondió. Las palabras de Eusebio calaron hondo, porque bien sabía él que estaba enfermo, aunque no creía tener posibilidad de curarse, ni siquiera con un indio. Había rechazado la ayuda de Julián porque se sentía desahuciado. ¿Cómo decir todo esto estando ciego y delante de tanta gente? Guardó silencio un momento más, hasta que se oyó la voz de Elizabeth:
—¿El señor Santos se cayó del caballo porque está enfermo? ¿O se lastimó al caer? Eusebio, será mejor que acudamos al pueblo más cercano. No quisiera ofender a la señora, pero la medicina tribal no es confiable. Dígaselo lo más educadamente que pueda, por favor.
Hubo un murmullo a la derecha mientras se deliberaba sobre qué hacer con él. Al cabo de un rato, Eusebio dijo:
—Dice mi compadre que la enfermedad de este hombre no tiene nada que ver con la caída de hoy, que está mal desde hace tiempo y que no es para medicina de blancos, que es cosa del espíritu.
Francisco sintió que un frío recorría su columna. ¿Acaso se veían señales de locura en él? ¿Qué estaba viendo toda esa gente en su rostro? Volvió a sacudirse, pero esta vez fue Elizabeth la que lo contuvo.
—Cuidado, señor Santos, o va a quitarse la compresa que la esposa del Calacha puso en su cabeza. ¿Se siente mejor ya? ¿Quiere que lo llevemos al pueblo? —esto último lo susurró cerca de su oído, quizá porque tampoco confiaba en los dichos de los tehuelche.
Francisco alcanzó a negar y alzó una mano para tocarse allí donde todavía le latía. En el camino, rozó la mejilla de la señorita O'Connor y se detuvo, palpando la suavidad de la piel. Ella contuvo el aliento mientras Francisco seguía con las yemas la curva de la mandíbula, la línea del mentón y después sus labios temblorosos. Dejó que los dedos se detuvieran en la plenitud de los labios, dibujando su contorno. Sintió la respiración de la señorita O'Connor al pasar bajo su nariz, que él sabía cubierta de pecas. Dudó un instante antes de continuar hasta las cejas, que recorrió con la misma meticulosidad. De pronto, toda la cara de la maestra descansaba en la palma de su mano. Ella había apoyado allí la mejilla derecha.
—Señor Santos, no se preocupe, está en buena compañía. Apenas salgamos de aquí lo llevaré a El Duraznillo. Julián sabrá qué hacer, estoy segura.
La confianza de Elizabeth en su mejor amigo le taladró las sienes de nuevo. Retiró la mano con brusquedad y se incorporó sobre los codos. Había recuperado el habla, no la vista, aunque para eso faltaba poco, lo intuía.
—Vámonos —dijo, intentando no ser descortés—. Tengo que volver a mi casa.
Los demás parecían confusos. En el momento en que Francisco empezaba a distinguir las formas adentro del toldo, la voz hueca del Calacha dijo claro y fuerte:
—Ikérnoshk.
—Dice mi compadre que lo dejemos. Nada se puede hacer ahora, señorita.
—Pero Eusebio, este hombre está débil. Ha sufrido un fuerte golpe.
—Créame, señorita, que la gente de mi compadre es medio bruja. Si dicen que ya puede irse, es que puede irse. Ya verá este hombre si se cura o no más adelante. Por ahora, no hay nada que hacer.
—¿Y cómo se supone que lo llevaremos?
—En el carro —dijo con simpleza Eusebio, dando por sentado que Gitano no podría ser montado después de la caída.
Francisco seguía preocupado por su caballo y se lo hizo saber a Elizabeth en un murmullo.
—Está bien, lo está esperando ahí afuera, algo sucio pero entero. El único inconveniente es que perdió la silla en la rodada. Pero mire —agregó, sin darse cuenta de que Francisco todavía no veía—. Puede montar a mi nueva yegua.
Francisco hizo un gesto de horror y Eusebio se echó a reír.
—Un gaucho jamás monta una yegua, señorita, al menos no una de veras.
El hombre se sonrojó de inmediato aunque Elizabeth no había comprendido la doble intención en sus palabras. El Calacha, en cambio, rió con estrépito, mientras que el propio Francisco torcía su boca en una mueca. Eusebio se mostró contrito. Al menos, la bruja de Lucía no lo había escuchado.
Con ayuda de Eusebio, Francisco se puso en pie, aliviado al comprobar que la visión estaba volviendo con rapidez. Vio a Elizabeth despedirse de la mujer alta que lo había atendido y al cacique recoger algunos objetos para ofrecerles.
—
Nákel
—contestó Eusebio y cargó los regalos en el carro.
Antes de partir, el Calacha miró fijo a Francisco y, poniéndole los dedos sobre los párpados, dijo:
—Imejh.
Consternado, Eusebio contempló a Francisco con detenimiento, como si quisiese corroborar lo dicho, y sacudió la cabeza, al tiempo que azuzaba a los bueyes para partir rumbo al rancho, según lo convenido en secreto con la señorita Elizabeth.
Atrás quedaron los parientes de Eliseo, quietos como estatuas, observándolos partir sin un solo gesto en sus rostros atezados.
El viaje transcurrió a través de guadales y huellas, hasta que la planicie quedó atrapada entre la serranía y la cinta azul que brillaba a lo lejos. El resto del camino era tierra conocida, de modo que los bueyes se orientaban solos y los pasajeros pudieron relajarse, cada uno sumido en sus pensamientos. Lucía rumiaba lo que le diría a Eusebio ni bien plantase un pie en la casa, por haberlos puesto en ese peligro sin avisarles; Francisco pensaba en un modo amable de rechazar la invitación de los Miranda, ya que adivinaba que ése sería el final del viaje, y Eusebio mascaba su cigarro apagado, regalo del Calacha, mientras revolvía en su mente el significado de las últimas palabras de su compadre:
"imejh".
¿Qué le pasaría al indio por la cabeza?
Al fin, cuando la luz de la tarde agonizaba, el grito del chajá saludó la llegada del carretón, al tiempo que el perro de los Miranda se sacudía las pulgas para ir al encuentro de su dueño.
"¡Por fin en casa!", pensó Elizabeth, sin advertir qué significativo era ese pensamiento para alguien venido de tan lejos y tan ajeno a la realidad de aquella tierra.