La Maestra de la Laguna (15 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Ña Lucía se puso de pie para acompañar a Elizabeth, pues no quería dejarla sola ni un segundo, pero la joven la detuvo con un gesto imperioso.

—Quédate, Lucía. Enseguida vuelvo. Mientras, puedes ir pidiendo algo para comer. Que sea liviano, por favor. Y ocúpate de que Eusebio reciba también lo suyo. Aquí tienes.

Tiró del cordón de su bolso y sacó dos monedas que dejó en la palma abierta de la negra. Luego siguió a la pulpera a través del mostrador y Lucía quedó sola, rumiando su descontento. Una sombra de preocupación cruzó su rostro de ébano. "Miselizabét" le iba a dar trabajo si insistía en comportarse tan independiente.

Tuvieron que sortear las mesas ocupadas por parroquianos antes de desaparecer hacia el interior del salón. En una de ellas, un gaucho desarreglado y sucio bebía un líquido ambarino que vertía en un manoseado vasito de vidrio. No pareció advertir que la joven pasó casi rozándolo, pues mantenía gacha la cabeza. Sus manos, morenas y callosas, descansaban a los lados del vaso y la botella, como si esos dos objetos constituyesen todo su universo y mereciesen su adoración. Un olor a grasa de potro se desprendía de las ropas del sujeto, que debía huirle al baño como a la peste. Elizabeth soportó estoicamente ese y otros olores que la acompañaron en su camino hacia el cuarto de atrás.

—¿Es usted extranjera? —inquirió la posadera, curiosa.

No se le había escapado el acento de Elizabeth, a pesar de que la joven se expresaba en correcto español. Intuía, por la compañía de la criada y las ropas, que se trataba de una dama "de calidad", aunque viajase de modo impropio, sin compañía masculina, por esos caminos.

—Vengo de Boston.

—Ah, pues... Donde quiera que quede eso, ha de ser bien lejos, pues por acá nadie habla ni parecido a usted. En Buenos Aires sí, dicen que hay mucha gente de afuera.

Elizabeth sonrió ante la candidez de la mujer.

—Mi lengua materna es el inglés, claro que aprendí español con un maestro muy bueno. Ahora tendré ocasión de practicar —dijo con simpatía.

La pulpera movió su cabeza trenzada, como si comprendiese. A la campaña llegaba a veces algún inglés loco que iba de paso buscando algo. La señorita esa no parecía loca.

—¿Y qué ha de hacer aquí, en Dolores?

—¿Dolores se llama este sitio? —se asombró Elizabeth, pues le vino a la memoria el nombre de la bella dama que conoció en casa de Aurelia.

—Ahí está.

La pulpera señaló una puerta entreabierta al final del patio.

Reuniendo valor, la joven cruzó el empedrado al descubierto hacia el cuarto de baño. La acompañó el gorjeo de un pájaro y el rayo de sol del mediodía, que embellecía la pobreza del lugar. Tras la puerta de madera sólo había una letrina. Paciencia. Se arreglaría lo mejor que pudiese.

En el salón de la pulpería, la guitarra había retomado su rasgueo y las notas, dulzonas y tristes, llenaban los rincones. Dos hombres jugaban a los dados y ese ruido acompañaba el ir y venir del pulpero atendiendo los pedidos, que se reducían a la ginebra, guardada en un estante también enrejado, en la pared del fondo. Las botellas circulaban y el entrechocar de los vasos y el arrastrar de las sillas sobre el ladrillo se mezclaban con una canción que el guitarrero desgranaba en tono bajo, si bien todos la escucharon.

—"Linda como una rosa..." —decía uno de los versos, y seguía— "para desgracia de un hombre... "

Lucía frunció el ceño. Aquella milonga le sonaba a improvisación oportuna. Ojalá "Miselizabét" se apurase. No quería permanecer en aquella pocilga un minuto más del necesario. ¿Cómo se le ocurrió al tal Eusebio llevarlas allí? ¿Acaso no existían comederos más decentes en el camino? ¿Y dónde estaba la escolta prometida? Un viejo y sus bueyes, eso era todo lo que tenían. Y la señorita maestra, a la que nada parecía incomodar, no había exigido el cumplimiento del contrato. La patroncita prometió que contarían con hombres armados hasta el final del viaje. Y allá, en Chascomús, no hubo nadie con trazas de soldado. Sólo un mozo muy apuesto que no se había dignado socorrerlas. Y eso que ella había armado un escandalete para atraer su atención, pero nada. No se dio por aludido. ¿Qué les pasaba a los jóvenes? ¿Rechazaban la oportunidad de conocer a una hermosa señorita? "Los tiempos cambian", se dijo, suspirando.

La milonga se alargaba y Elizabeth no volvía. Lucía decidió alcanzarle a Eusebio unos chorizos servidos por el pulpero. Después de todo, si el hombre no comía, no aguantaría llevarlas a destino. Tenía que pensar en su pellejo y el de "Miselizabét".

En el patio, Elizabeth acababa de componer su aspecto con ayuda del espejito y el agua del aljibe. Su bolsito descansaba en el brocal del pozo mientras ella desanudaba las cintas de la capota para peinarse. El sol reverberó en su cabello cobrizo cuando descubrió su cabeza y una cascada de rizos se deslizó por la espalda, hasta la cintura. Había perdido tantas horquillas durante el viaje que no sabía cómo domeñaría esa mata de pelo, que tanto trabajo le costaba.

Esa fue la imagen que vio el hombre que acechaba en la entrada del patio: una diosa pagana de cabellos rojos que alzaba sus brazos, irguiendo el busto y arqueando la cintura, de cara al sol. Se pasó el dorso de la mano por la boca, sediento de algo más que de la ginebra que había estado tomando. Los vapores etílicos lo envolvían, sosteniéndolo en un estado de ensoñación, como en un trance. Avanzó sin hacer ruido con las botas de potro y se detuvo a pocos pasos de Elizabeth. Sus ojos, pequeños y oscuros, recorrieron con lascivia el cuerpo exuberante de la muchacha. Hacía tiempo que no veía una tan linda. Y sólita. Algo raro, aunque él no iba a preguntar por qué. Tal vez era una de esas que iban por las tabernas. Quizá cantara o bailase. No le importaría hacerle un favor a un hombre solitario que volvía de un largo viaje. Una mueca le cruzó el rostro al pensar en su viaje. Más bien una "escapada", qué importaba, ella no tenía por qué saberlo. Las mujeres de su clase nunca preguntaban nada, hacían su oficio y se acabó.

Elizabeth se paralizó cuando vio la sombra de un hombre dibujarse sobre el aljibe, a su espalda. Por un momento pensó en Eusebio, que habría ido en su busca, y al mismo tiempo comprobó con horror que la figura que se cernía sobre ella era más corpulenta y alta que la del viejo carretero. Antes de que ella bajase los brazos, dos manos viciosas cubrieron sus pechos desde atrás, sobándolos con descaro, mientras un aliento aguardentoso murmuraba en su oído palabras que no entendía. Quiso gritar y el mismo terror ahogó su garganta, sólo emitió un sonido estrangulado que el hombre interpretó como un gemido.

—Así, linda, bonita... date vuelta, que estamos solos.

En un momento de inspiración, Elizabeth atinó a bajar los brazos con tanta fuerza y rapidez que pudo clavar los codos en las costillas del atacante, causándole un resoplido.

—Ah... brava la moza... —exclamó el hombre, al parecer complacido.

Y renovó su ataque, deslizando sus manos por las caderas de la muchacha, aprisionando su cuerpo de tal modo que entre ambos no cabía ni un soplo de aire.

—Me gustan las hembras salvajes, como los potros. Somos parecidos, amor mío.

Elizabeth sintió tal repugnancia al sentirse manoseada por aquel hombre desagradable y oler el alcohol que lo empapaba, que recobró la fuerza y lanzó un grito agudo que resonó en el patio. El sujeto la retuvo por las muñecas en cuanto vio que ella quería propinarle golpes. Al verlo de frente y comprobar que se encontraba borracho, la joven se desesperó. Había pensado que se trataba de un error al principio, ahora veía que era un ataque. ¿La escucharían desde el salón?

—Quieta, vamos, quieta, que no voy a hacerte nada malo.

—¡Suélteme, animal!

El siguiente grito no alcanzó a salir de su garganta, pues el mal entrazado le tapó la boca con su mano con tanta fuerza que le hizo sangrar el labio. Elizabeth sintió el sabor metálico corriendo por su lengua. Se encontraba en un peligro mayor que el imaginado, pues los acordes de la guitarra, que llegaban hasta el patio, de seguro sofocarían cualquier ruido del exterior y Lucía creería que ella tardaba porque estaba lavándose.

Cerró los ojos, aterrada, para no ver el rostro encendido del hombre que quería violarla, y dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas. ¡Qué destino para una de las maestras de Sarmiento, brutalmente vejada en su camino hacia la escuelita! Los abrió cuando se sintió liberada del peso del hombre. Vio entonces cómo el sujeto salía volando por sobre los malvones del patio, para aterrizar junto a los baldes que guardaban el grano de las gallinas. Gran alboroto produjo la caída, ruido de latas mezclado con el cacareo histérico de las aves. El hombre quedó despatarrado, tan sorprendido como ella del giro de la situación, y Elizabeth pudo contemplar de frente a su salvador.

Sus ojos, dorados como el río que había atravesado para arribar a puerto, la miraban con fijeza. Elizabeth se preguntó si reprobaría su conducta, si creería que ella había provocado al atacante. Lo contempló en silencio, respirando agitada después de la breve lucha, y ese tiempo le permitió evaluar que, pese a sus ropas sencillas, aquel hombre revelaba una condición elevada. Tenía buena estampa. El cabello algo alborotado, aunque también el suyo debía dar lástima. Los rasgos, tallados con rudeza, le conferían una expresión adusta. Lo más llamativo era el pliegue de los párpados, que atenuaba el brillo de los ojos. Era un hombre que rezumaba una sensualidad oscura e intimidante. Elizabeth sintió la inquietud trepando por su espalda. Le debía la vida y no podía articular palabras para agradecerle. Él tampoco parecía esperarlas, pues la recorrió con su mirada de arriba abajo, evaluando su integridad, y enseguida se ocupó del caído, que intentaba enderezarse a pesar de la borrachera.

El hombre que estaba en el suelo tenía, como los tahúres, una carta traicionera. En un solo movimiento se incorporó y saltó sobre el salvador de Elizabeth, empujándolo hasta el borde del aljibe, donde lo sostuvo por el cogote con su mano izquierda, al tiempo que la derecha extraía de la cintura el facón que la faja ocultaba. La hoja se acercó peligrosamente a la nuez de Adán del otro, cuya posición incómoda, de espaldas sobre el brocal, no le permitía ejercer la fuerza necesaria para sacarse de encima a su atacante. Elizabeth comenzó a temblar. ¡Todo eso estaba ocurriendo a plena luz del día, en el patio interior de una posada, y nadie podía evitarlo! Los contrincantes forcejeaban en silencio, sin emitir siquiera un gruñido. Parecían querer mantener esa contienda en secreto. Sus cuerpos fornidos se entrelazaban en una exhibición de fuerza bruta y control. Elizabeth veía las venas resaltar en los antebrazos, teñirse de oscuro los pómulos bajo el esfuerzo y los miembros tensarse por la furia contenida. Tenía que hacer algo. Ese hombre al que ella no conocía la había salvado y le debía el favor. ¿Qué haría en esa situación una maestra educada en la civilización y la templanza? Con pesar, reconoció que no estaba preparada para los avatares de la vida salvaje. Si por lo menos se hubiese entrenado acompañando a los maestros que iban al sur esclavista a lidiar con la pobreza y el desamparo... Un objeto llamó su atención: una pala colocada de canto sobre una montaña de piedras. En un santiamén se recompuso y, olvidando sus delicadas costumbres, tomó el instrumento por el mango y lo elevó, luchando contra el peso que la hizo tambalear, para descargarlo sobre la espalda del gaucho ebrio con toda su alma. Pensó que lo había matado, pues el hombre se irguió como alcanzado por un disparo y cayó hacia atrás, a sus pies. Lo contempló atontada, todavía sosteniendo el arma improvisada. No notó que unas manos la liberaban de ese peso ni tampoco que la tomaban por los hombros para obligarla a sentarse sobre el montón de piedras.

—¿Se encuentra bien?

La voz la sacó del ensimismamiento. Asintió, consternada por lo que había hecho. El hombre se acercó al pozo, ignorando al caído, y con facilidad izó el cubo rebosante de agua fresca. Empapó en ella su pañuelo y se volvió hacia Elizabeth. Con delicadeza comenzó a pasar el lienzo por la cara enrojecida de la joven. Sus dedos hábiles desabrocharon la blusa y arremangaron sus bordes, dejando al descubierto la piel suave, apenas sonrosada, y el nacimiento de los pechos. El pañuelo húmedo descendió hasta allí, rozó el valle tibio y subió luego hacia el cuello, rodeando la nuca, donde se detuvo unos momentos. Elizabeth fue saliendo del aturdimiento por obra del frescor y también por la sensación incómoda de que algo andaba mal.

—Estamos a mano —dijo la voz.

Los ojos de Elizabeth quedaron atrapados en la hipnótica mirada del hombre. ¿Qué estaba haciendo ahí, sentada sobre la piedra como una pastora, dejando que un extraño le tocase la piel?

—My God
—susurró, y con presteza ajustó su blusa sobre el cuello.

Francisco contempló divertido el cambio de humor de aquella muchacha. Acababa de enfrentarse a "un destino peor que la muerte", como solían decir las abuelas victorianas, y le horrorizaba que alguien tocase su ropa para ayudarla a reponerse. ¿De dónde habría salido? Recordaba haberla visto antes. ¿Dónde? Era extranjera, sin duda. Y le debía algo, ya que la había liberado de las garras del borracho. Maldito hombre, ya lo veía venir cuando la mujer pasó a su lado rumbo al patio. Pese a que mantenía la cabeza gacha, él había advertido que la miraba de soslayo, aun entre la bruma alcohólica. Esa muchacha no duraría ni un día en el rigor de la pampa. ¿Sería la esposa de alguien, iría a encontrarse con su marido? Bien podía ser una recién casada. Y no le sorprendería el gesto remilgado; las mujeres casadas tampoco sabían mucho de los placeres de la carne, tal vez menos que ninguna.

La sonrisa del hombre molestó a Elizabeth, creyó que se burlaba de ella.

—No veo la gracia, señor.

—Yo tampoco, se lo aseguro. Estaba almorzando tranquilo cuando decidí venir a... al patio, y descubrí todo este sórdido asunto.

—Ese "gaúsho"... ¿Usted lo conoce? —y miró reticente al hombre tendido en el suelo.

Roncaba con estrépito, de modo que no lo había matado ni herido de gravedad. Francisco también miró, con indiferencia.

—Éste no es un gaucho. Es un mal nacido que anda huyendo de algo, estoy seguro. Los de su calaña se huelen a la distancia, siempre borrachos y sucios. ¿Le hizo daño? —preguntó, recordando que el hombre la estaba sujetando con fuerza.

—No, usted fue muy oportuno, señor.

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