—Hay a montones, niña, y mejor que así sea, pues limpian de carne muerta los campos. Usted sabe que los gauchos no se cuidan de enterrar los restos de las vacas que carnean en las redadas.
—¿Los "gaushos"?
—Ay, mi niña, que no sabe quiénes son, ¿verdad?
Elizabeth se avergonzó de no estar enterada de la existencia de tales personajes, al parecer importantes en la pampa. Con su dominio de las aulas, pues no en vano había lidiado con niños impertinentes muchas veces, carraspeó y dijo, como si tal cosa:
—Hay mucho para aprender aquí, Lucía, como en todas partes. Cada tierra esconde sus secretos sólo para ser develados por el viajero interesado. Vamos a ver, ¿quiénes son esos "gaushos" de que me hablas? ¿Habré de encontrarme con algunos al llegar?
Lucía miró admirada a la señorita que tenía enfrente. En un santiamén se había convertido en una maestra firme y serena que, en lugar de preguntar, parecía que ordenaba, como para tomar examen.
"Virgen Santa, creo que el Presidente dio en la tecla con esta niña, sí señor", pensó la negra con deleite.
—Pues verá, "Miselizabét", el gaucho es el rey de la pampa y disputa con el indio ese privilegio. Nadie sabe como él sobrevivir en esta tierra salvaje. Claro que es medio indomable aunque, si se ve necesitado, puede trabajar bien en las chacras, "conchabarse", que le dicen. Lo que más lo pierde es dormir bajo las estrellas, sin más cama que el poncho y el recado bajo su cabeza. El es como un centauro, ¿vio? Esos mitad hombre, mitad caballo. La señorita Aurelia me explicó, porque una vez yo estaba sirviendo la mesa cuando escuché al señor Sarmiento despotricar contra los gauchos. Que son incivilizados, decía, que había que enseñarles a vivir con decencia, porque queriendo ser libres sin compromiso se están pareciendo a los indios, a los que odian igual que los blancos. Y los indios y los gauchos lo tienen a maltraer a Sarmiento. Dijo que la patria no crecía porque la tiraban desde atrás las costumbres viejas. Yo escuché todo eso sin querer, sabe usted, por estar dando vueltas para servir de la cocina a la mesa, pero después la señorita Aurelia, que es tan lista, se dio cuenta y me explicó lo de "centauros del Diablo" que había dicho Sarmiento.
Elizabeth sonrió al imaginar la escena: Sarmiento exaltado como cuando ella lo vio insultando a los que habían quitado el nido de la ventana y Aurelia, serena y dulce, oficiando de intérprete para la criada asustada.
—Allá en mi país tenemos problemas parecidos —le comentó a Lucía—. Ahora el presidente Grant está tratando de relacionarse mejor con los indios para que no suceda eso que me dice, de "retroceder". Va a intentar que los cuáqueros se ocupen, pues parece que tienen buena relación con ellos.
Ña Lucía no sabía qué eran los "cuáqueros" y, antes de que pudiese preguntar, una visión arrancó un gritito de entusiasmo de Elizabeth.
Una caballada. Diez o doce animales cabalgaban juntos hacia el cénit, envueltos en una bruma dorada que los volvía irreales. Levantaban nubes de polvo a su paso y casi no se veían las patas, flotaban entre el cielo y la tierra. La tropilla quebró la quietud del paisaje y una bandada de garzas blancas levantó vuelo entre gritos. Los pastizales, tiesos como púas, se abrieron para darles paso. Elizabeth siguió con los ojos las siluetas fantasmales hasta que fueron tragadas por el horizonte.
Sonrió, embelesada. La luz de la tarde encendía de rojo los pastos, mientras teñía de índigo el cielo. Los límites se fundían tras las nubes que desfilaban, perezosas. De manera imperceptible, la soledad se fue apoderando del corazón de Elizabeth y de Lucía, dejándolas sumidas en un silencio de oración. Intuyendo la necesidad de invocar cierto amparo, la negra se persignó, y Elizabeth entrelazó las manos sin darse cuenta. Tanta grandeza mostraba a las claras la pequeñez del hombre que se atrevía a cruzar esas tierras.
Francisco también había visto los caballos. Con ojo de conocedor, distinguió los rasgos de la raza criolla que se estaba convirtiendo en el instrumento de conquista de ese suelo bravío. Pensó en procurarse una buena montura cuando llegase a destino. Si iba a vivir solo, necesitaría un medio de movilización que no le exigiese recurrir a nadie. Cerró los ojos para meditar sobre su situación. Llevaba la dirección del posadero que lo alojaría en Chascomús. De allí a Dolores todavía no había rieles que lo llevaran, de modo que el tramo hasta la laguna de Mar Chiquita sólo podía ser salvado en carreta o a caballo. Su contacto en Buenos Aires le había asegurado que el lugar era aislado y que la casita se encontraba en condiciones, claro que con comodidades mínimas, nada más. Era todo lo que necesitaba. Poco a poco, el traqueteo del viaje le proporcionó un sueño liviano. En él se mezclaban imágenes serenas de su madre cosiendo junto al fuego, su labor extendida sobre el regazo y una expresión triste en el rostro amado, y otras turbulentas, ligadas al ceño de su padrastro y a cierta maledicencia que, ahora entendía, había acompañado siempre su presencia en fiestas y tertulias. ¡Qué ingenuo había sido! La gente murmuraba y él no lo sabía. Tan seguro de sí se sentía que no pensó que las miradas de soslayo y los carraspeos intencionados tuviesen algo que ver con su nacimiento. Antes de que él naciera, Dolores se había visto obligada a soportar la misma humillante condescendencia de aquellos que sospechaban o sabían que no llevaba en el vientre a un auténtico Peña y Balcarce sino a un Balcarce, vaya uno a saber de qué padre. Esto último torturaba el corazón de Francisco. Su madre no le había dicho de quién era hijo, sólo había aclarado las oscuras palabras que le escupió Rogelio en la acera aquella noche. "Es cierto, hijo, él no es tu verdadero padre", le había murmurado acongojada, obligada a reconocer su vergüenza. Si el muy hipócrita de Rogelio Peña no hubiese intervenido, si no hubiese acallado el ruego de su madre justo cuando ella parecía dispuesta a mencionar la paternidad... pero lo había hecho. En venganza por tantos años de tener que reprimir el rechazo hacia ese hijo impuesto, su padrastro había impedido que Francisco conociese de labios de su madre quién era el hombre que lo había engendrado. Ya no hubo otra oportunidad, pues el llanto de Dolores, la furia de Francisco, el pánico, la conmoción de Dante al descubrir la gran pelea familiar, todo se interpuso para impedir que él desentrañase aquel misterio.
El tren se sacudió y el movimiento cortó los lazos de la ensoñación. Francisco miró hacia afuera, donde el crepúsculo había devorado los campos. Un resplandor plateado revelaba la existencia de una charca en la que las aves se posaban, liberadas ya del diario sobrevivir. No muy lejos, una tapera iluminada por la luz de un candil garantizaba la presencia humana en medio del paisaje hostil. Algún pulpero, quizá. No muchos se atrevían a erigir sus casas en la soledad del campo, lejos de la civilización y muy cerca del peligro de los malones o de algún puma.
Alguien desde el tren hizo una señal y el candil osciló, en respuesta. Una figura se desprendió de la tapera y se acercó cabalgando a las vías, para volver grupas tal como había venido. El tren brindaba el servicio de aprovisionamiento de esas pobres almas que subsistían como podían en la pampa.
Francisco volvió a cerrar los ojos cuando el tren recuperó su ritmo, siempre rumbo al sur, hacia donde lo aguardaban la soledad y el retiro de la vida tal como la había conocido. Iba camino de convertirse en un paria, pero por nada del mundo aceptaría quedarse en Buenos Aires, la ciudad que lo conoció como el joven heredero orgulloso que se bebía los vientos en las parrandas nocturnas. Si antes los porteños eran parte de su cepa, ahora los arrancaría de cuajo. Mientras no supiese a qué tenía derecho, él permanecería oculto en la lejanía de su retiro, como un monje que busca ahondar en las verdades del alma. Y no sabía cuánto tiempo podría llevarle esa búsqueda.
Al caer la noche, una figura sacudió la aldaba de la casa de los Dickson.
La criada que abrió contempló sorprendida el rostro cetrino del hombre alto y bien vestido que le ofrecía una tarjeta de visita. Aunque no era hora de visitas, algo indefinible le dijo a Micaela que aquel hombre no era una visita corriente tampoco, sino un mensajero peligroso, pues la mirada de esos ojos oscuros le envió un escalofrío a lo largo de su espalda.
—¿Miss Elizabeth O'Connor se hospeda aquí? —dijo la voz profunda.
El tono resultó amenazante para la muchacha, que se apresuró a solicitar la presencia del señor de la casa.
Fred Dickson apareció en el marco de la puerta cancel, algo molesto por ver interrumpida su cena y, al igual que Micaela, se dejó invadir por la inquietud al contemplar la figura que se destacaba en la oscuridad de la calle.
—¿Busca usted a mi sobrina? —inquirió.
—En efecto. Permítame presentarme, soy Jim Morris, encargado de asuntos legales de Tennessee. ¿Es usted tío de Elizabeth?
La mención del nombre de pila con tanto desparpajo desconcertó a Fred, que replicó, indignado:
—Me temo que ha llegado usted demasiado tarde. Mi sobrina ya partió en tren en el día de hoy y no sabemos cuándo retornará.
A pesar de su actitud hierática, Jim no pudo ocultar un asomo de contrariedad al ver frustrados sus planes. Guardaba un as en la manga, sin embargo, no en vano había desempeñado el papel de tahúr tantas veces en los barcos del Mississippi.
—Quizá pueda decirme usted hacia dónde, ya que tengo una información importante para ella.
—¿Una información?
Fred dudó un instante. No conocía a ese hombre más que de oídas. Sabía que había intentado ver a Elizabeth la mañana que llevó hasta allí los baúles y, a pesar de no estar demasiado atento a las idas y venidas de la familia, no era ajeno al cortejo de los jóvenes en general. Le pareció que el tal Jim Morris se preocupaba demasiado por el bienestar de Elizabeth.
—Si me hace el favor de dármela, señor Morris, con gusto se la haré llegar cuando uno de nosotros viaje hasta allá aunque, si es urgente, se puede recurrir al telégrafo.
—Para eso necesitaría saber la dirección.
Qué molestia. ¿Cómo deshacerse de un candidato terco? Fred Dickson no tenía práctica en esos asuntos, que solía manejar su esposa. Fue ella la que lo sacó del atolladero, si bien no de la manera que él hubiera deseado.
—¿Qué pasa, querido? ¿Quién ha venido? Ah, pero si es el señor Morris. Lo recuerdo bien. ¿Pasa algo malo? —su semblante se tornó ceniciento—. Ay, no, no me diga que algo ha sucedido en el tren que lleva a Lizzie a Chascomús... Por Dios, no...
—Calla, mujer, que nada sucedió —replicó molesto Fred Dickson.
Ya estaba dicho. El día que Florence supiese cerrar a tiempo su bocota...
Jim Morris no demostró la satisfacción que le produjo conocer el paradero de Pequeña Brasa, sino que fingió preocupación, a fin de obtener más de lo que deseaba.
—Si ha ido a Chascomús, entonces... —comenzó, y dejó flotando el resto de la frase.
—¿Entonces qué? —exclamó Florence, congestionada—. ¿Qué pasa? ¡Díganos, señor! La pobre Lizzie tiene metida en la cabeza la idea de ser mujer independiente y yo le dije que puede enseñar a cualquier niño de la ciudad, no sólo los de la campaña.
—Florence... —intercedió el marido, turbado, sin poder impedir el torrente que siguió:
—Fíjese que va a instalarse en la laguna de Mar Chiquita, donde quiera que figure eso en el mapa. Por suerte no ha ido sola como ella pretendía, aun así... Mi hijo insistió para convencerla, pero nada. Los jóvenes son tan tercos. Usted, señor, ¿se dirige hacia allá, por casualidad? Si es así, no vendría mal que le transmitiera nuestra preocupación. La pobre prima Emily tan lejos, sin saber que su hija se interna en las pampas a merced de vaya a saber una qué...
—¡Florence!
Jim encontró su momento para intervenir.
—No se alarme, señora. Mis negocios me obligan a ir de acá para allá y no tendré problema en acercarme al lugar donde se encuentra su sobrina para asegurarme de que se halla en perfectas condiciones. Puedo pasar por aquí al regresar, hacérselo saber y traerle incluso mensajes de su parte.
—¿Y cuándo haría usted eso, señor?
—Apenas mis asuntos me lo permitan, señora —aseguró Jim, como si no pensase partir de inmediato—. Si no es molestia, quisiera poder visitarla en cuanto llegara, para informarle.
—¡Por supuesto que no es molestia! ¡Faltaba más! Honor que nos hace al ocuparse de nuestra tranquilidad. Y si no es abusar de su confianza, ¿podría encargarle que le llevara algo de mi parte?
A esa altura, el tío Fred desistió de hacer callar a su esposa.
—Lo que guste, señora, a su servicio —contestó con galantería Jim Morris. Todo lo que aquel hombre decía tenía un doble filo imperceptible.
—Aguarde aquí un segundo, señor —se apuró la tía Florence—. Fred, querido, haz pasar al señor a la salita mientras subo en busca del cuaderno de Lizzie. ¡Querrá morirse cuando vea que se fue sin él!
De mala gana, Fred Dickson hizo pasar al señor Morris a una habitación con molduras de yeso doradas y papel de seda color crema en las paredes. Allí, sobre una mesita francesa, dejó el caballero su tarjeta, en un cuenco de porcelana. Por fortuna, la señora Dickson no se demoró, ya que Fred no sabía de qué hablar con el desconocido y Jim tampoco tenía paciencia para sostener conversaciones intrascendentes. Lo único que quería era no perder de vista a Pequeña Brasa y aquella familia le estaba proporcionando los medios para cumplir su objetivo. Cual un águila certera, una vez vista la presa, sellaba su destino.
Florence llevaba un libro de tapas azules en cuyo lomo podía leerse "Mis días", pintado en tinta de oro.
—Por Dios, mujer, si esto es un diario personal... —comenzó el tío Fred.
—Nada de eso —interrumpió agitada Florence—. Es una especie de plan de trabajo de Lizzie, sin duda muy necesario en el aula. Ni sé cómo pudo olvidarlo.
Nadie dijo nada acerca de por qué la tía Florence sabía con exactitud qué contenía el libro. Jim Morris lo tomó y se inclinó hacia la señora Dickson, su mejor aliada. Convenía tenerla comiendo de su mano.
—Llevaré esto tan rápido como pueda, señora mía. Confíe en ello. No me desviaré tanto de mi camino si tuerzo el rumbo hacia la costa.
—Ah, ¿sabe usted dónde queda Mar Chiquita?
—El nombre del lugar me ha dado la idea, ya que soy extranjero aquí.
Florence miró por primera vez de modo calculado al hombre que tenía enfrente. Ya no estaba segura de haber obrado bien al encomendarle la misión, pues nada sabía de él, y la expresión ceñuda de su esposo le estaba diciendo precisamente eso. "Al mal tiempo buena cara" pensó. Después de todo, la propia Elizabeth había confiado en él al entregarle su equipaje. Y el hombre había cumplido. No podía ser un farsante.