Existía un vínculo interesante entre un doctorando y un director de tesis: establecían una relación paternal, filial y de camaradería a partes iguales. Aunque no siempre funcionaba así. Algunos profesores eran distantes. Algunos estudiantes eran inmaduros. Pero Jeremy y Pierre eran buenos estudiantes y buenos amigos; Luc estaba convencido de que jamás volvería a recuperarse de su asesinato.
Esa mañana, con la cabeza embotada, la boca seca y unas punzadas en el pecho, cogió uno de los pocos vuelos directos que había de Burdeos a Manchester.
El funeral de Jeremy fue una ceremonia de la Iglesia anglicana sin demasiada emotividad. La familia y los feligreses adoptaron una actitud estoica. No parecía que el pastor, un irlandés de voz aguda, hubiera conocido a Jeremy, a juzgar por las vaguedades y los tópicos que dijo cuando se lamentó de que hubieran arrancado al joven del rebaño a una edad tan temprana.
Fuera de la iglesia, situada en un barrio del centro de Manchester, caía una lluvia fría y nadie quiso permanecer a la intemperie más tiempo del necesario. Luc esperó su turno y se presentó a la familia de Jeremy, un matrimonio mayor que había concebido a su hijo al límite de la edad fértil femenina. Parecían confundidos por todo lo sucedido, un claro caso de estrés postraumático, y Luc decidió no importunarlos más. Le dijeron que Jeremy les había hablado de él y el padre le dio las gracias por haber venido desde Francia. Entonces la madre preguntó:
—¿Estaba usted ahí, profesor Simard?
—No, señora. Me encontraba en Inglaterra.
—¿Qué demonios sucedió? —preguntó. A juzgar por su mirada vidriosa, no estaba claro que de verdad quisiera saber la respuesta.
—La policía opina que fue un robo. Es lo único que me han dicho. Creen que no sufrió.
—Era un buen chico. Me alegro de que fuera así. Ahora descansa en paz.
—Sí, estoy convencido.
—Le gustaba mucho la arqueología —dijo su padre, que salió de su aturdimiento y rompió a llorar.
En lugar de volar directamente a París, tomó un vuelo a Heathrow y cogió un taxi. Sara seguía ilocalizable, pero Luc no podía dejar pasar la oportunidad. Estaba en Inglaterra. Iba a esforzarse para intentar reparar el daño que le había causado.
Sara vivía en St Pancras, a tiro de piedra de la Biblioteca Británica y a poca distancia del Instituto de Arqueología, donde trabajaba en la actualidad.
Al llegar a Ossulston Street bajó del taxi. El cielo se había teñido de un gris plomizo y llovía a cántaros. No tenía paraguas y la americana se le empapó en el breve lapso de tiempo que tardó en averiguar cuál de las entradas del edificio era la del piso de Sara. Según el servicio de atención telefónica, el piso 21 estaba en la tercera planta. La entrada se encontraba en una especie de hueco, protegida de la lluvia, lo cual fue una suerte porque no obtuvo respuesta alguna tras llamar con insistencia.
Estaba a punto de rendirse cuando llegó una chica que no era Sara. Sin embargo debía de tener su misma edad, el pelo lacio y no llevaba maquillaje. Un jersey largo y holgado ocultaba su figura.
—Disculpa, ¿estás llamando al piso de Sara Mallory?
Luc asintió.
—Soy su vecina, Victoria. Es que las paredes son muy finas. De hecho, estoy algo preocupada por ella. ¿Sabes dónde está?
—No, por eso estoy aquí.
—Eres francés, ¿verdad? —preguntó la chica.
—Sí.
Ella lo miró como un petirrojo a punto de arrancar un gusano de su agujero.
—¿Eres Luc?
Lo hizo subir al piso 22, le dio una toalla y preparó té. Era escritora y trabajaba en casa. Según le dijo, ambas se habían hecho amigas desde el día en que Sara llegó al piso. Cuando no estaba fuera, cenaban en casa de alguna de las dos o en un restaurante hindú una o dos veces a la semana. Durante la excavación en Ruac habían intercambiado algún que otro mensaje de correo electrónico y de texto. Sin duda, estaba al día de todo lo relacionado con la vida de Sara y le lanzó una mirada de complicidad a Luc, como dando a entender: ¡Este es el famoso Luc! ¡El causante de todo el jaleo!
Victoria sirvió el té y dijo:
—El sábado por la noche me envió un mensaje de texto desde Francia. Me dijo que iba a volver a Londres el lunes por la noche. Hoy es miércoles. Vi lo que sucedió en Ruac en las noticias. Estoy desesperada, pero nadie ha podido decirme nada. Por favor, dime que no se vio involucrada en nada de eso.
—No, no estaba ahí cuando sucedió, gracias a Dios. El lunes por la mañana estaba conmigo en Cambridge —le explicó Luc—. Habíamos ido a ver a un hombre al hospital cuando me llamaron para informarme de la tragedia, de modo que tuve que regresar a Francia y la dejé en Cambridge. No he tenido noticias suyas desde entonces.
—Oh, Dios mío —dijo Victoria, asustada.
—¿Estás segura de que no puede haber vuelto a Londres sin que lo sepas?
Le confesó que no podía saberlo con certeza, pero le dijo que tenía una copia de la llave del piso de Sara. Quizá podían ir a echar un vistazo juntos.
El piso de Sara era idéntico en tamaño y forma al de Victoria, pero parecía un mundo aparte debido al ambiente que imperaba. A diferencia de la decoración monótona de su vecina, de muebles grises y blancos, el de Sara rebosaba color y energía y lo reconoció de inmediato como una especie de recreación de su antiguo apartamento de París, que él había llegado a conocer tan bien. Habían hecho el amor en ese sofá rojo. Habían dormido bajo esa colcha azul eléctrico.
Victoria echó un vistazo por el piso.
—No ha vuelto. Estoy convencida —dijo.
Luc tenía en la cartera otra tarjeta de los agentes de policía de Cambridge.
—Voy a llamar a la policía.
Jueves por la mañana
P
arís tenía un aspecto prístino bajo la luz fría y sin contraste de la mañana otoñal. Mientras el taxi de Luc avanzaba en dirección este, para llevarlo del hotel, situado en el centro, hacia el Périphérique, los barrios eran cada vez más deprimentes, hasta que llegaron a las afueras, a Montreuil, donde si entornabas los ojos podías atisbar la Torre Eiffel, que se alzaba refulgente en el horizonte, al oeste.
Cuando dejaron atrás el boulevard Rouget de Lisle llegaron a un barrio en el que había tantas caras negras como blancas y, frente a una vieja iglesia católica situada en un edificio abarrotado de gente, varios feligreses negros subían los escalones.
Luc no conocía al padre de Pierre, pero era obvio que Philippe Berewa lo estaba esperando porque el hombre bajó corriendo la escalera en cuanto lo vio salir del taxi.
Se abrazaron. A pesar de lo alto que era Luc, Philippe le sacaba una cabeza y tenía el mismo físico atlético que su hijo. Tenía la cara surcada de arrugas por la edad. Llevaba un terno con un reloj de cadena de oro, una elegante curiosidad que remitía a otra época y otro lugar. Luc sabía que había sido médico en Sierra Leona y que no había podido obtener el título en Francia, lo que le había obligado a aceptar trabajos más humildes como el de técnico sanitario. A pesar de todo, Luc lo llamó doctor.
La iglesia ya estaba llena a rebosar. Condujeron a Luc hasta la primera fila, donde le habían reservado un lugar de honor, junto a la madre de Pierre, una mujer corpulenta que llevaba un vestido oscuro y un pequeño gorro negro, y que lloraba desconsoladamente.
A medida que avanzaba el funeral, los contrastes con el de Jeremy se fueron haciendo cada vez más evidentes. Aquí los dolientes no estaban sometidos a las limitaciones emocionales de los parientes y amigos de Jeremy. La gente lloraba sin esconderse, y cuando el cura roció el ataúd con agua bendita y entonó el
De Profundis
, un tsunami de pena y dolor arrasó la iglesia.
Después no hubo preguntas sobre lo que había sucedido, como si la voluntad de Dios fuera una explicación universal, un bálsamo calmante. Lo que los padres y hermanos querían que Luc supiera era que Pierre había muerto haciendo algo que amaba más que cualquier otra cosa en el mundo, y que para él había sido un honor ser estudiante del famoso profesor Simard.
Lo único que Luc pudo hacer fue abrazarlos, pronunciar unas palabras sobre lo especial que era Pierre y decirles que se pondría una placa con su nombre junto a la entrada de la cueva de Ruac.
Luc estaba de nuevo en un taxi; regresaba a la ciudad, sin fuerzas tras el funeral. Comprobó el buzón de voz; no tenía ningún mensaje, de modo que llamó al inspector de policía de Cambridge con el que había hablado la noche anterior sobre Sara. El inspector le había prometido que repasaría los informes del accidente o de cualquier otro tipo de la policía, así como los ingresos de las urgencias hospitalarias para comprobar si aparecía alguna Sara Mallory.
Llamó al inspector Chambers al móvil. El hombre parecía distraído, como si tuviera prisa u otro asunto entre manos. Le dijo que no había encontrado ninguna mención a la profesora Mallory en los registros de la policía, las ambulancias y los hospitales, pero que si la situación cambiaba lo avisaría. Luc no estaba seguro de que hubiera hecho algo. Quizá le estaba mintiendo. Cuando le preguntó si había alguna novedad sobre la explosión del parque científico, el detective lo remitió con frialdad a la página web de la policía de Cambridge. Eso fue todo.
Luc había visto a los empleados de Hugo en el funeral, de modo que cuando regresó a la oficina de Restauraciones H. Pineau en la rue Beaujon no tuvo que repetir las palabras de pésame. La tristeza se reflejaba en el rostro de todo el mundo, no fue necesario que lo expresaran verbalmente.
Incluso Margot, que acostumbraba a rebosar vitalidad, tan solo fue capaz de esbozar una leve sonrisa. Luc y ella pasaron frente al despacho de Hugo, sellado como un mausoleo, y se dirigieron al de Isaak Mansion, que se encontraba al final del pasillo. Isaak estaba a punto de llegar, le informó ella, y le ofreció un café.
Cuando Margot regresó con una bandeja, Luc le preguntó qué tal les iban las cosas.
—No muy bien. Isaak te lo contará.
Margot tenía algo en la mano y la abrió para enseñárselo, como si fuera una joya o una reliquia. Era el móvil de Hugo. Pequeño, fino y moderno, como él.
—Nos lo devolvió la policía. Quizá no debería haberlo hecho, pero le eché un vistazo. Había unas fotos muy bonitas de Hugo y tú con unas mujeres.
—Ah —dijo Luc con un hilo de voz—, son de la cena en Domme. Su última noche.
—Parecíais muy felices. ¿Las quieres?
Meditó la respuesta, en lo triste que era todo aquello, y al final dijo que sí.
—Te las enviaré por correo electrónico, si te parece bien. —Y se fue llorando.
Isaak llegó al cabo de unos minutos. Entró dando grandes zancadas y con mirada de preocupación. Tras el intercambio de las cortesías de rigor, Isaak justificó su mal humor.
—Tú eras su amigo, Luc, de modo que a ti sí puedo contarte que esto se va al cuerno. He tenido que ocuparme de la contabilidad, claro, y resulta que el negocio no iba tan bien como decía Hugo. Había pedido grandes préstamos y había ofrecido los activos como garantía, para que se los concedieran. No podía bajar su nivel de vida. La empresa apenas daba beneficios, y ahora, sin él, el negocio ha bajado aún más. Estamos en números rojos. Esto no es sostenible.
—Lo siento. ¿Puedo hacer algo?
—¿Aparte de echarme una mano y pasarte al negocio de la restauración? No, solo quería desahogarme. Tendremos que vender la empresa para salvar sus propiedades. Estoy hablando con los bancos. Ese es mi problema. Tú ya tienes los tuyos. Siento comparar los míos con los tuyos.
—No te disculpes —le dijo Luc—. Ambos estaríamos mejor si Hugo siguiera aquí. En fin, gracias por dedicarme unos minutos. ¿Qué tienes para mí?
—Tal y como te dije en el mensaje de voz, ha llegado otra parte del manuscrito. El contacto belga de Hugo ha descifrado otro fragmento.
—¿Ha dicho cuál era la clave?
El escritorio de Isaak era un caos, había carpetas y papeles por todas partes. Se puso a hurgar en el desorden y maldijo durante un minuto antes de encontrar la carpeta.
—ELOÍSA.
—No me sorprende —dijo Luc—. Está en latín, ¿no?
—Eso no es ningún problema. Sé latín, griego, incluso un poco de hebreo y arameo. Hugo me contrató por mi formación. No quería a un tipo que solo supiera manejar hojas de cálculo.
—¿Tienes tiempo para traducirlo ahora?
—¡Por un amigo de Hugo, por supuesto! —Se rascó la barba—. Además, también me pica la curiosidad, y esto es más divertido que poner orden en las cuentas.
Sonó el teléfono de Luc, que se disculpó cuando vio el número.
—Luc, soy el padre Menaud —dijo este con voz temblorosa.
—Hola, dom Menaud. ¿Se encuentra bien?
—Sé que es una tontería preocuparse por algo así teniendo en cuenta la horrible tragedia de los asesinatos, pero… —Dejó la frase a medias.
—¿Pero qué, padre?
—¡Acabo de descubrir que el manuscrito ha desaparecido! Estaba en la caja de mi escritorio. ¿Lo recuerda?
—Por supuesto.
—¡Esta mañana he abierto la caja para hojearlo y ya no estaba! No sabrá nada al respecto, ¿verdad?
—No, nada. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Hace una semana, tal vez. Antes de la tragedia.
—¿Podría haber entrado alguien en su celda el domingo por la noche y robarlo?
—Sí. Aquí no cerramos nada con llave. Los hermanos y yo estábamos rezando cuando se perpetraron los asesinatos.
—Lo siento, padre. No sé qué decir. Tenemos una copia muy fiel, en color, del manuscrito, pero no puede considerarse un sustituto. Debería llamar al coronel Toucas y comunicárselo. Y, escuche, tengo una buena noticia, supongo. Hemos descifrado otro fragmento. Le enviaré la información en cuanto la tenga.
Luc se guardó el teléfono en el bolsillo y vio que Isaak lo estaba mirando fijamente.
—Además de todo lo sucedido, han robado el manuscrito de Ruac. Quizá la noche de los asesinatos. Ya no me creo que todo esto sea una coincidencia. Ni hablar. Ahora, más que nunca, es importante que sepamos qué dice el manuscrito. Tiene que ser la clave, así que empecemos.
Isaak había impreso el largo mensaje de correo electrónico procedente de Bélgica. Se puso las gafas para leer y empezó a traducir el texto en latín deprisa y corriendo. Cada vez que se atascaba, se disculpaba alegando que Hugo poseía un mayor dominio del latín.