No había nada.
Se preguntó por un instante qué había esperado encontrar. ¿Quizá un objeto en forma de llave? La idea se le antojó ridícula. ¿Acaso no podía ser todo un cúmulo grotesco de coincidencias? Lo único que él había hecho en el desván del laboratorio de Kushiro había sido repetir frases relacionadas con lo que le había ocurrido.
Trampilla. Escalera de metal. Ángulo en el techo...
¿O no? Se volvió hacia Yilane.
—¿Qué hay? —preguntó Yilane.
Daniel iba a responder cuando se fijó en la expresión esperanzada, casi desbordante de entusiasmo, de su compañero. El brillo de sus ojos le recordaba a Klaus Siegel.
¿Qué es la creencia? Buscar en un agujero, no hallar nada y no darnos por vencidos...
Con un escalofrío, alzó la mano y la introdujo de nuevo en la hendidura.
Decirnos: «Hay algo», y volver a buscar, sabiendo que encontraremos lo que buscamos...
Se le secó la boca al tocarlo.
Se hallaba al fondo, en uno de los lados. Sin duda, antes lo había confundido con una piedra. Era un objeto elíptico y oscuro de superficie tersa, como un huevo al que se le hubieran cortado los extremos. De pie semejaba una especie de pequeño barril. Daniel lo sopesó, sopló el polvo acumulado sobre él, y vio el pequeño cristal en uno de sus lados planos.
Temblando, bajó de la escalera con el objeto en la mano. Yilane lo miraba, el semblante tan crispado como el suyo.
Tenía que saberlo. Tenía que comprender por qué se hallaba allí, por qué él precisamente, entre todos.
Por qué somos elegidos los elegidos.
Llevó el dedo índice a aquel cristal redondo. Aunque el pequeño objeto se abrió lentamente tras emitir un zumbido, el ruido no procedía de él. Las paredes se estremecieron y varias herramientas colocadas en los rebordes cayeron al suelo. Yilane cerró los ojos y pareció murmurar una plegaria, ladeando el rostro.
—¡Viene de abajo! —gritó Daniel.
Descendieron por la abertura. El terror los paralizó.
El ruido, cada vez más titánico, provenía de las aguas.
Pero no lo producían las aguas, sino lo que
emergía
de ellas.
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12.6
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Por suerte, se dijo Anjali Sen, la japonesa funcionaba a poca velocidad: no solo se movía, sino que era obvio que también pensaba a un ritmo muy lento. Pero las dos pistolas que sostenía podían disparar de manera considerablemente rápida.
Mitsuko los había sorprendido cerca de la entrada de la cueva, mientras trepaban, por lo que no pudieron echar mano de las armas.
Sin embargo, no era Mitsuko en realidad. Quizá lo había sido, pero ya no lo era, y probablemente no lo sería nunca más. Su semblante, rígido, semejaba el inútil intento de un artista por dotar de expresión a una masa de cera. Todo en ella tenía aires de muñeco torpe.
Fue esta última circunstancia la que Anjali intentó aprovechar a su favor: cuando Mitsuko les ordenó arrojar las armas, agachó la cabeza y se apartó ágilmente de la invisible línea de tiro. Oyó varias detonaciones y escuchó el gemido de Rowen a su espalda. Casi sintió la tentación de retroceder y arrojarse contra Mitsuko.
Meldon,
pensó. No estaba preparada para la muerte de Rowen, con quien mantenía una relación de «amor», pero comprendió que lo ayudaría mucho más si lograba escapar con vida.
Rodeó la cima buscando una superficie sobre la que correr. Solo encontró un borde de roca y unos treinta o cuarenta metros de vacío en vertical. El acantilado acababa en ese extremo. No lograría escalarlo con la suficiente rapidez como para eludir las balas de la japonesa.
Le quedaba una posibilidad.
Había un poder, entre los no muy numerosos del Duodécimo Capítulo, que proporcionaba la capacidad que en aquel momento necesitaba. A fin de cuentas, el Duodécimo era la Transición de la Tierra, y en sus páginas el Autor revelaba, por medio de conocidas metáforas, la fuerza oculta en las montañas. Si se equivocaba, se estrellaría desde treinta metros de altura contra los escollos. ¿Era preferible eso a una bala? Quizá no, pero al menos tendría más oportunidades.
Afirmó los pies en el borde del precipicio, separó las piernas enfundadas en unos llamativos pantalones de rayas rojas y respiró hondo. Se concentró en la metáfora del «avión radicalmente aligerado» en el que vuelan los protagonistas sobre los nevados picos de la Antártida simbólica. Su formación en la Escuela Sagrada de Bombay y sus viajes de peregrinación a las tierras de hielo del sur regresaron a su memoria.
Ella también podía moverse así. Ella también flotaría sobre los nevados picos.
El viento pareció barrer todas sus percepciones y el espacio se convirtió en una pared gris sin fisuras y un suelo terso. Solo tenía que caminar por allí. Solo caminar.
Caminar por un suelo terso como si lo hicieras sobre un escenario...
—Feliz viaje —oyó a su espalda.
Giró la cabeza y vio que Mitsuko le disparaba.
Contempló la bala que podía matarla acercándose a inconcebible velocidad mientras adelantaba el pie derecho y pisaba el aire.
Un viaje, sí. Voy a viajar por este pasillo gris.
Sintió que una fuerza majestuosa la arrebataba. Aunque no hacía otra cosa que caminar, consiguió eludir el proyectil con la misma facilidad con que hubiese esquivado una pelota lanzada por un niño.
Entonces miró a su alrededor y reprimió un grito.
Se hallaba a varios metros de distancia del borde del acantilado. En el aire.
O no en el aire: caminando sobre el suelo gris.
Pero aquello no tenía nada que ver con caminar. Cuando deseó subir, se encontró de repente a una altura de unos quince o veinte metros por encima del punto anterior, lo cual le produjo un vértigo que casi le impidió concentrarse. Deseó bajar, y apareció de improviso tan cerca de las olas que podía tocarlas si extendía los brazos.
No tardó en controlar aquella nueva forma de desplazamiento. Todo consistía en tomarse las cosas con calma. No podía jugar con las dimensiones: tenía que seguir manteniéndose de pie sin apartarse demasiado de la montaña.
En un parpadeo se situó a espaldas de Mitsuko. El disparo, la bala y sus movimientos parecían haber ocurrido a la misma velocidad, y el sonido del arma aún perduraba, así como el humo que rasgaba el aire.
—Feliz viaje, Mitsuko —dijo.
Le bastó una patada. La mujer biológica salió despedida hacia delante. Cayó como caería un objeto, sin gritos, sin defensas. Golpeó dos, tres veces las rocas antes del golpe final, en los mortales escollos. Anjali deseó descender para seguir su trayecto y ver su conclusión, y apenas acababa de pensarlo cuando se encontró junto al cuerpo de Mitsuko en el instante en que este se estrellaba contra la rompiente.
Apoyándose en las rocas contra las que había chocado, Mitsuko irguió el tronco, despatarrada sobre las olas. Su pelo era más rojo que antes y le cubría casi por completo el rostro. Pero no era pelo, observó Anjali, sino espesos colgajos de sangre. Sin embargo, aun con la cabeza destrozada, se movía.
Hasta cierto punto. Si antes lo hacía con lentitud, ahora parecía casi inválida. De pronto se paralizó, y las olas la embistieron como un escollo más. Anjali supo que, fuera lo que fuese lo que habían hecho con ella, negándole la muerte liberadora, ya no iba a moverse de nuevo.
No podía perder más tiempo. Había creído ver a otro enemigo al pie del acantilado capturando a Darby y Maya. Regresó a la cima con demasiada rapidez y quedó flotando a decenas de metros por encima del cuerpo caído de Meldon Rowen. Ver a Rowen le dolió más de lo que había esperado. El aire a su alrededor pareció pasar por un cedazo hasta convertirse en finas y puras moléculas. Anjali notó con pánico que había perdido la concentración, cerró los ojos y al abrirlos descubrió que descendía hacia la cúspide abierta del acantilado, tras la abertura de la entrada, frente a unas escalinatas de piedra que conducían a otra abertura mayor.
Al pie de las escalinatas, junto a Svenkov y Darby, estaba la Rubia.
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12.7
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A Anjali le bastó una mirada para saber que Svenkov los había traicionado. Su llegada desde los aires había impresionado tanto al curtido guía que parecía haber perdido el control de sí mismo y de su rehén. Darby aprovechó para escapar y se alejó escaleras arriba. Svenkov dudó entre Anjali y Darby, y al final lo único que hizo fue retroceder buscando la protección del fabuloso diseño anatómico de Turmaline.
La Rubia, en cambio, no parecía impresionada, como si ver mujeres volando formara parte de su rutina. Sus ojos le dijeron a Anjali que estaba deseosa de matar, y que aquel momento era tan bueno como cualquier otro.
—De modo que ya has aterrizado —dijo Turmaline y disparó dos ráfagas de balas con sus armas gemelas. Anjali ya se había dejado caer hacia un lado y la piedra tras ella saltó en pedazos—. Y veo que se te rompieron las alas —añadió Turmaline, y volvió a apuntar.
En efecto, Anjali ya no iba a volver a volar. Pero percibió el error de la Rubia: después de los disparos había dejado a Svenkov al descubierto, sin duda pensando que no necesitaba ayuda. Svenkov, nervioso, tardó más de lo necesario en alzar los cañones de su pistola. No mucho. Lo suficiente.
Anjali bajó la cabeza de modo que el disparo de Svenkov y los de Turmaline se cruzaron en diagonal. Al mismo tiempo, se arrojó sobre el torso de Svenkov golpeándolo y haciéndolo estrellarse contra un árbol. Sabía que no tenía tiempo que perder.
Porque Cabellos Dorados...
Hizo girar a Svenkov, desenfundó su propia arma, usó a Svenkov de escudo, puso el cañón en la sien del polinesio...
...va a disparar de nuevo.
—¡Si te mueves, lo mato! —gritó.
—Me muevo —dijo Turmaline, y volvió a disparar.
Los bellos ojos de Svenkov se pusieron bizcos, como si hubiesen podido contemplar su muerte reflejada en el chorro de proyectiles. Una fracción de segundo después, su cuerpo era una bonita alfombra de piel a los pies de Anjali. La india quiso contraatacar, pero se dio cuenta de que ya no había obstáculos entre los humeantes cañones de Turmaline y ella. Soltó el arma y alzó los brazos.
—No existía demasiada amistad entre vosotros dos, ¿me equivoco? —dijo Anjali.
—Ninguna, a decir verdad. —En el extremo final entre los dos túneles que le apuntaban, la Rubia sonrió—. Curiosas facciones, ¿dónde te diseñaron?
—En la India —dijo Anjali Sen. Le pareció que decir el nombre de su país en el instante de morir era todo lo que deseaba.
—He estado un par de veces en la India —repuso Turmaline y disparó. Las balas, sin embargo, no brotaron en la dirección deseada a causa de la piedra que había golpeado su brazo izquierdo.
Imperturbable, Turmaline miró hacia atrás. El hombre biológico intentaba coger otra piedra. Fue ese el instante que Anjali decidió aprovechar.
—¡Héctor, vete de aquí! —gritó mientras se lanzaba de cabeza al vientre de la Rubia. Era una muralla de músculo de diseño, fina pero indeformable. Pese a todo, consiguió desequilibrarla. Completó el ataque elevando los puños desde abajo para golpear en la mandíbula de su oponente. Sin embargo, esa vez no alcanzó su objetivo. No solo eso: sintió un dolor atroz, como si millares de agujas perforaran sus manos. Entonces se dio cuenta de que Turmaline había girado la cabeza dejando que su golpe se estrellara contra su cabello. Desconcertada, se contempló las manos sangrantes.
La Rubia imprimió un giro en sentido opuesto a su cabeza y, con un ruido de enjambre acorazado, un millón de agujas de oro volvieron a abalanzarse sobre Anjali. La creyente apartó la cara, pero no con la suficiente presteza. Trozos de piel saltaron por los aires y Anjali Sen cayó hacia atrás, dio varias vueltas por las escalinatas de piedra arrastrando un velo de sangre y se estrelló contra un árbol quedando inmóvil.
Pese a haber sido frenados por el golpe a Anjali, los cabellos de la Rubia siguieron girando y azotaron su propio brazo, que empezó a sangrar. Luego oscilaron un poco más, por último dejaron de moverse. Gotas rojas humedecían las puntas de oro y resbalaban por su deltoides.
A Turmaline no le importaba. Herirse con su pelo le resultaba fascinante.
Miró a su alrededor y se percató de que Darby había logrado ocultarse. Pero ya lo encontraría.
Hizo un rápido resumen de la situación. Había pensado en usar a Darby como rehén para capturar a Daniel con la ayuda de Svenkov, pero ahora Svenkov había muerto, Mitsuko también (lo percibía) y Darby había huido hacia la playa, con lo cual era preciso cambiar de planes.
Las expectativas, sin embargo, no eran malas. Anjali Sen y Rowen habían sido eliminados. Solo quedaban Darby y la muchacha ciega, y esta última no iba a poder luchar con una pierna inútil. No obstante, la ciega era la más peligrosa de todos: resultaba necesario acabar con ella cuanto antes.
Mataría a la ciega y luego a Darby. No le sería difícil después encontrar a Daniel y Yilane. El Amo quedaría satisfecho.
Recargó las armas y se dirigió hacia la abertura de salida.
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12.8
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La cosa emergió de las profundidades con un eco ensordecedor, desplazando una ingente masa de agua. Ojos parpadeantes y móviles observaban en todas direcciones desde una enorme cabeza cilíndrica y rugosa que se alzaba soltando chorros de espuma desde sus infinitos rebordes, como una gran bestia anfibia que se sacudiera las gotas antes de dar los primeros pasos por tierra.
Yilane creía saber qué era. Un terror absoluto lo anonadaba y pensaba que, frente a lo que Daniel había despertado en aquella sala subterránea de los Antiguos, nada podía hacerse salvo pedir un fin rápido y misericordioso. Para ello se había vuelto de espaldas e inclinado hacia delante mientras miraba por encima del hombro, reproduciendo así el gesto sagrado de los personajes del Duodécimo Capítulo, que, al huir de la ciudad de hielo, se vuelven un instante y contemplan aquello que les persigue.
Para Daniel Kean fue como seguir consciente después de muerto. De forma atávica, sin saber si era correcto o no, había hecho igual que Yilane y girado con la cabeza inclinada, como si deseara hundirla en el cuerpo. Permaneció abrazado a sí mismo mientras a su alrededor la tierra retumbaba y se estremecía con aquella fuerza que buscaba su sitio en el nuevo espacio al que ascendía.
El nacimiento de la bestia cesó de repente con otro violento seísmo. En el aire quedaron rizos de humo, olor a herrumbre y ligeros chisporroteos. El agua hervía de espuma. Daniel y Yilane no modificaron su postura durante ese intervalo, cada uno abandonado a su propia angustia.