La llamada de los muertos (9 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: La llamada de los muertos
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—Increíble, increíble -murmuró Jonás, cerrando los ojos, algo mareado-. Me está dando lecciones un aprendiz de primer grado. ¿Cómo sabes todo eso?

—Lo sé porque debo saberlo, Jonás. Igual que tú sabes que la profecía debe cumplirse.

—¡Basta ya! -gritó el mago-. ¿Quién te crees que eres? Escúchame bien; me das muy mala espina, tú, y la única razón que tengo para no echarte de la Torre es que Dana decidió que te quedases. No me importa que no quieras colaborar: la encontraré, con o sin tu ayuda. Y evitaremos el cumplimiento de la profecía -añadió, echando chispas por los ojos-, con o sin tu ayuda.

—Jonás.

El joven dio un respingo y se volvió. Por la ventana asomaba la cabeza de Kai.

—Enseguida voy -murmuró; echando una última mirada furibunda a Saevin, salió de la habitación para reunirse con el dragón en el jardín.

Kai se había sentado sobre sus cuartos traseros y examinaba su ala derecha con aire crítico.

—¿Todo listo? -preguntó Jonás, muy nervioso.

—Sí, eso parece.

—Es un viaje muy largo. ¿No quieres que te ayude mediante la magia?

—No, porque yo no soy mago, y no sabría qué hacer si algo saliese mal. No te preocupes; no tardaré tanto en sobrevolar el mar. Soy un dragón, ¿recuerdas? Los vientos soplan en mi favor.

Jonás sonrió, algo preocupado.

—¿Crees que hacemos bien?

—No lo sé, ni me importa, Jonás. Yo solo quiero encontrar a Dana y asegurarme de que está bien. Y si alguien puede darme una pista, ese es Fenris.

—He intentado avisar a Salamandra, pero tiene todos los canales de comunicación cerrados. Supongo que eso, en su caso, es una norma elemental de precaución: no lleva una vida fácil y no quiere que nadie la localice.

—No importa, yo encontraré a Fenris de todas formas. Con las indicaciones que me has dado no será difícil.

Jonás se frotó la sien, preocupado.

—Siento dejarte solo -dijo Kai.

—Da igual. Tendría muy bajo concepto de mí mismo si no me creyera capaz de controlar a un aprendiz de primer grado, por muy «Elegido» que sea.

Kai sonrió.

—Hasta pronto, amigo -dijo solamente.

Agitó las alas, levantando una fuerte ventolera a su alrededor. Jonás se protegió el rostro con un brazo.

Cuando volvió a mirar, el dragón ya había alzado el vuelo. Momentos más tarde, era tan solo una llama dorada recortada contra el cielo.

—Suerte, Kai -murmuró el joven mago.

Fenris permaneció callado largo rato. Salamandra, a su lado, aguardaba, expectante, mientras le miraba con cierta curiosidad.

El elfo no había cambiado desde su último encuentro. De hecho, ni siquiera había cambiado desde la primera vez que se vieron, siete años atrás. Entonces ella era poco más que una niña.

Ahora ya era una mujer. Deseaba decírselo, pero no encontraba las palabras, quizá porque sabía de antemano la respuesta de él. Aunque ahora pareciesen de la misma edad, el elfo tenía más de doscientos años, y continuaría siendo joven durante un par de siglos más, mientras que ella envejecería y moriría.

Y, en el fondo de su corazón, Salamandra sabía que Fenris le diría aquello por no decirle la verdad: que siempre la había querido como a una amiga, como a una hermana, pero nada más.

Salamandra no estaba acostumbrada a que hubiese cosas en el mundo que ella no pudiese cambiar. Le gustaba ser dueña de su vida y de su destino. Odiaba pensar que ella, que era una poderosa hechicera, no tenía el más mínimo control sobre los sentimientos de Fenris.

El elfo seguía igual en apariencia, pero algo en él era diferente. Llevaba el cabello, de color cobre, más largo y revuelto, y sus ojos tenían un cierto brillo salvaje. Sus movimientos eran algo más bruscos que de costumbre. Su voz sonaba más ronca de lo que ella recordaba.

—Tenías amigos en la Torre -susurró ella-. ¿Por qué elegiste venir aquí, por qué te decidiste por la otra opción?

Fenris le dirigió una dura mirada, pero ella no se acobardó.

—Dime, ¿por qué prefieres ser un lobo?

—Creía que habías venido a hablar de la profecía, Salamandra -dijo él.

—Bueno, ya te he contado lo que sé -respondió ella-. ¿Qué opinas tú? -añadió de mala gana.

—Parece un asunto grave -admitió el elfo, frunciendo el ceño-. Por un lado, creo que debería volver a la Torre por si Dana me necesita, pero, por otro...

—¡No debes hacerlo! -exclamó Salamandra, preocupada-. La profecía...

—En determinadas circunstancias, Salamandra, me preocupa más la seguridad de Dana que la mía propia -cortó Fenris.

Ella no respondió. Pensaba que las cosas habían cambiado, pero de nuevo volvía a sentirse como una niña reprendida por su Maestro. Porque Fenris, a pesar de que parecía muy cómodo con su nueva vida con los elfos-lobo, seguía siendo un mago poderoso, y había sido su tutor.

Algunas cosas nunca cambiaban.

—Me pondré en contacto con Dana esta misma noche -murmuró Fenris pensativo; en un movimiento reflejo se rascó la cabeza tras una de sus largas y puntiagudas orejas, y Salamandra pensó, inquieta, que parecía más lobo que elfo-. Le prometí que me tendría a su lado si alguna vez me necesitaba y, a pesar de todo, no quiero faltar a esa promesa.

Salamandra no dijo nada; entonces él se volvió para mirarla, y sonrió como si la viese por vez primera.

—Por cierto, has crecido mucho, Salamandra.

—Has tardado en darte cuenta. Creo que deberías adoptar esta forma más a menudo. Ser lobo te hace olvidarte de tu educación, por no hablar de tus amigos.

La sonrisa de Fenris se hizo más amplia. Salamandra se sintió algo mejor al comprobar, aliviada, que cuanto más tiempo pasaba Fenris transformado en elfo más volvía a parecerse a la persona que había conocido.

—Te echo de menos -logró decir por fin.

Fenris le dirigió una mirada pensativa.

—Ya veo -dijo solamente-. No funcionó lo tuyo con Jonás, ¿eh?

—¿Qué insinúas? -saltó ella, ofendida.

—He visto a tus compañeros -dijo él, señalando con el mentón hacia el lugar donde habían dejado a Hugo y los demás-. Me he podido hacer una idea de cómo es tu nueva vida. No podía ser de otra forma. No estabas hecha para quedarte encerrada en la Torre.

—¿Y tú? -preguntó Salamandra, estremeciéndose.

—Yo os echo de menos a todos, pero esta es mi vida. Tú deberías comprenderlo mejor que nadie. Todos hemos seguido nuestro camino... yo pensé que me quedaría en la Torre para siempre, pero ya ves... Encontré esta opción, y no me arrepiento.

—La verdad, todos nos hemos ido de la Torre después de pasar la Prueba del Fuego. Hasta Conrado se ha marchado. De mi grupo solo queda Jonás...

De pronto, Fenris alzó la cabeza y husmeó en el aire. Se le escapó un breve ladrido, y Salamandra lo miró con inquietud.

Frente a ellos había un lobo de pelaje gris claro, que miraba a Fenris con cierto aire de reproche.

—Ah, Gaya -dijo él; se volvió hacia Salamandra-. Dejad que os presente. Gaya, esta es Salamandra, una amiga de la Torre.

La joven maga vio, no sin cierto desasosiego, cómo el lobo gris se transformaba en una elfa de salvaje belleza y de larguísimos y despeinados cabellos color rubio ceniza. Igual que Fenris, iba desnuda, y parecía recién salida de lo más profundo del bosque.

—Encantada -dijo con voz ronca.

Fenris miró de nuevo a Salamandra, algo inquieto.

—Salamandra, ella es Gaya, mi compañera -explicó.

La joven lo había estado temiendo, pero ello no impidió que las palabras del elfo sonasen en sus oídos como una sentencia de muerte.

VII. DE VUELTA A CASA

Dana se detuvo en un recodo del camino, y su caballo relinchó con impaciencia. La Señora de la Torre echó de menos, una vez más, a Lunaestrella, su fiel yegua, que había muerto dos años atrás. Calmó al animal y paseó su mirada por la campiña.

Se hallaba en una comarca de suaves colinas y verdes valles, salpicados de granjas y peinados por campos de cultivo y caminos para carros.

Hacía veinticinco años que no pasaba por allí, pero nada parecía haber cambiado.

Nada, salvo ella misma.

La última vez que pasara por aquel camino era una niña de diez años que trataba de mantenerse erguida sobre su nuevo caballo, tras el hombre que la llevaría lejos de su hogar hasta un remoto valle perdido entre montañas.

Ahora era una mujer madura, una poderosa Archimaga, la Señora de la Torre.

«¿Por qué no regresé nunca?», se preguntó entonces, mientras espoleaba de nuevo a su caballo. «¿Qué me lo impedía?»

Cuando detuvo su caballo frente a la valla de una granja de tejados rojos, entre el bosque y la explanada, todavía no había encontrado la respuesta a aquellas preguntas.

Un hombre acudió a recibirla.

—¿Puedo ayudaros, señora? -pregunto.

Dana lo miró con atención y sonrió.

—Me gustaría ver a los dueños de la granja, si es posible -dijo suavemente.

El hombre negó con la cabeza.

-Mi padre ha ido al pueblo. Si puedo hacer alguna cosa por vos…

Dana bajó del caballo ágilmente y se quedó mirándole un momento. Él le devolvió una mirada inquieta.

—¿Señora...?

—Oh, deja de llamarme así. Cuando éramos niños me tirabas de las trenzas. ¿Tanto he cambiado?

El granjero la miro con algo más de atención, frunciendo el ceño. De pronto, pareció reconocerla.

—Tu...

—¿Qué es lo que pasa?

Los dos se volvieron hacia la persona que acababa de hablar, una mujer pequeña de cabello cano y gesto enérgico. Dana avanzo hacia ella, algo vacilante, y la miro a los ojos.

La mujer la reconoció al punto, pero la sorpresa le impidió hablar durante un momento.

La Señora de la Torre tuvo que tragar saliva antes de poder decir, en un susurro:

—Madre.

Hugo se sintió considerablemente aliviado cuando vió regresar a Salamandra, saltando de roca en roca. La joven presentaba un gesto bastante adusto, pero el aventurero no lo consideró una gran novedad.

—Nos vamos -dijo ella en cuanto llegó junto a sus compañeros.

Hugo no resistió la tentación de hacerse el valiente.

—Lástima de pieles -suspiró, echando un vistazo resignado a los lobos que los rodeaban-. Habríamos sacado mucho por ellas.

Salamandra lo miró casi con odio.

—Cierra la boca. Ya te dije que no íbamos de caza.

Hugo se encogió de hombros en un gesto burlón, pero nadie más dijo nada. Aunque no se atrevieron a confesarlo, ninguno de ellos respiró tranquilo hasta que dejaron muy atrás la hondonada donde se habían encontrado con aquellos extraordinarios lobos.

Salamandra tampoco pronunció palabra durante el viaje de regreso. Parecía sumida en sus propios pensamientos, y no respondió a ninguna de las bromas de sus compañeros.

En realidad, estaba pensando en su próximo movimiento.

Fenris había abandonado la Torre apenas un par de meses antes de que ella se presentase a la Prueba del Fuego. Desde aquel momento, Salamandra solo había tenido un único pensamiento: superar la prueba para ser reconocida como maga de primer nivel y poder abandonar la Torre para ir en su busca.

Habían pasado tres años desde entonces, tres años a lo largo de los cuales Salamandra había vivido muchas aventuras, pero jamás había olvidado su objetivo de encontrar a Fenris.

Ahora que lo había logrado y que el encuentro no había resultado como ella habría deseado, se sentía desorientada y, sobre todo, vacía. Muy vacía.

Mientras Hugo proponía entusiasmado abandonar el Reino de los Elfos y buscar aventuras en las agrestes tierras del sur, Salamandra se preguntaba si iría con ellos una vez más o, por el contrario, había llegado el momento de buscar su propio camino y seguir adelante... sola.

Iris volvía a su cuarto silenciosamente, deslizándose por los rincones en sombras. Estaba preocupada. Saevin le había contado que Dana y Kai se habían marchado, y que Jonás había quedado como responsable de la Torre. Aunque Jonás le infundía confianza, Iris sospechaba que la súbita partida de la Señora de la Torre era un indicio de que algo muy grave estaba ocurriendo. Ya no sabía si había hecho bien en quedarse allí. Algo le decía que debía hablar con Jonás y decirle que había desobedecido y se había escondido para no tener que abandonar la Torre con los demás, pero sabía que, en cuanto lo hiciera, el mago la enviaría a reunirse con ellos. Y eso también la asustaba.

«Mira, es ella...»

Iris se detuvo de pronto en el pasillo. Estaba segura de haber oído una voz.

«¿Qué estará haciendo aquí?»

Iris dio un respingo y comenzó a temblar.

—Na... nada -susurró-. Yo...

«Debería esconderse, ¿verdad?»

«Oh, sí, debería hacerlo. Los magos tienen mil ojos.»

Iris se volvió hacia todos lados, con los ojos desorbitados de terror.

—¿Qui... quién es? ¿Quién habla?

Escuchó atentamente, con el corazón latiéndole con fuerza, pero no oyó nada más. Muy asustada, se deslizó escaleras arriba, todavía temblando.

No vio la sombra de Saevin que la observaba desde un rincón, con un brillo calculador en sus impasibles ojos azules.

Anochecía ya cuando Dana entró en el granero de la granja. Había pasado la tarde hablando con su familia, aunque solo su madre parecía alegrarse de veras de su regreso. Para su padre y todos sus hermanos y hermanas era ya una extraña. Habían transcurrido veinticinco años. La vida en la comarca había continuado sin ella. Sus hermanos mayores tenían ya hijos adolescentes, y sus hermanos pequeños no la recordaban.

Pese a todo, la habían invitado a cenar con cariño y cortesía. Sobre todo los más jóvenes ansiaban escuchar historias de lugares lejanos, aunque Dana poco podía contarles. Todos ellos sabían que se había ido lejos, "a estudiar", pero desconocían la naturaleza de tales estudios. Dana no se lo explicó. Había pasado mucho tiempo, y ella no era capaz de recordar qué actitud tenían hacia la magia los habitantes de la comarca. Pero por experiencia sabía que la gente sencilla temía a los hechiceros y no confiaba en ellos.

—¿Qué haces ahora, Dana? -había preguntado su madre.

—Dirijo una escuela -simplificó ella.

—¡Una escuela! -exclamó una de las niñas, una sobrina a la que Dana acababa de conocer-. A mí me gustaría aprender en tu escuela.

Dana sonrió, pero una de sus hermanas, la madre de la pequeña, replicó:

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