—Bienvenidos a mi castillo. —El apuesto joven sonrió. Su sonrisa, sin embargo, parecía peligrosa—. ¿Y ustedes son?
—Colton. Tom Colton —mintió Schofield—. Esta es Jane Watson. Estamos con Aloysius Knight. Hemos venido a ver a
monsieur
Delacroix.
—Oh, comprendo… —dijo el joven.
Extendió su mano.
—Killian. Jonathan Killian. Parecen haber vivido un día lleno de acción. ¿Puedo ofrecerles una bebida o algo para comer? O quizá quieran que mi médico personal les ponga vendajes limpios en sus heridas.
Schofield miró hacia el túnel, buscando a Knight.
—Por favor… —Killian los guió por las escaleras. Puesto que no querían atraer una atención innecesaria, lo siguieron.
—Lo he visto antes —dijo Schofield mientras subían por las escaleras—. En la televisión…
—De vez en cuando hago alguna aparición televisiva.
—En África —dijo Schofield—. Usted estuvo en África. El año pasado. Inaugurando fábricas. Fábricas de comida. En Nigeria…
Era cierto. Schofield recordaba las imágenes de las noticias: Killian estrechándole la mano a sonrientes líderes africanos entre multitudes de trabajadores felices.
Llegaron al garaje de coches.
—Tiene usted buena memoria —dijo Killian—. También fui a Eritrea, Chad, Angola y Libia para abrir nuevas fábricas de productos alimenticios. Aunque muchos no lo sepan aún, el futuro del mundo se encuentra en África.
—Me gusta su colección de coches —dijo Gant.
—Juguetes —respondió Killian—. Meros juguetes.
Los llevó a un pasillo por el que se salía del garaje. Tenía tarima y paredes prístinas de color blanco.
—Pero me gusta jugar con juguetes —dijo Killian—. Casi tanto como me gusta jugar con la gente. Me gusta ver sus reacciones en situaciones de estrés.
Se detuvo delante de una puerta de madera. Schofield oyó risas tras la puerta. Risas estentóreas de hombres. Parecía como si estuviera celebrando una fiesta.
—¿Situaciones de estrés? —dijo Schofield—. ¿A qué se refiere?
—Bueno… Tomemos como ejemplo la incapacidad de la media occidental para comprender a los terroristas suicidas islamistas. A los occidentales se nos enseña desde nuestro nacimiento a luchar de un modo justo: los duelos franceses, con diez pasos de separación; las justas de caballeros inglesas; los pistoleros estadounidenses, cara a cara en una calle del salvaje Oeste. En el mundo occidental, luchar es justo porque se da por sentado que ambas partes quieren ganar la batalla.
—Pero el terrorista suicida no lo ve de esa manera —continuó Schofield.
—Exacto —dijo Killian—. No quiere ganar la batalla, porque la batalla para un terrorista suicida es algo insignificante. Él quiere ganar una guerra mayor, una guerra psicológica en la que el hombre que muere en contra de su voluntad, en un estado de angustia, terror y miedo, pierde; mientras que el que muere cuando está emocional y espiritualmente preparado, gana.
»Así, cuando un occidental se las ve con un terrorista suicida se viene abajo. Créanme, lo he visto. Al igual que he visto las reacciones de la gente en otras situaciones de estrés: criminales en la silla eléctrica, personas en el agua rodeadas de tiburones. Oh, sí, me encanta ver el gesto de puro horror que se forma en el rostro de un hombre cuando es consciente de que va a morir.
Tras decir eso, Killian abrió la puerta…
… En el mismo instante en que Schofield cayó en la cuenta:
El problema con la lista maestra de objetivos.
En la lista maestra de objetivos, los nombres de McCabe y Farrell habían sido sombreados.
McCabe y Farrell, que habían muerto en Siberia esa mañana, ya habían sido declarados oficialmente muertos.
Y ya se había pagado la recompensa por sus cabezas.
Lo que significaba que…
Las puertas se abrieron…
… Y Schofield y Gant se toparon con la imagen de un comedor repleto de miembros de Executive Solutions, veinte en total, comiendo, bebiendo y fumando. En la cabecera de la mesa, con su nariz rota cubierta por un nuevo vendaje, estaba Cedric Wexley.
A Schofield se le mudó el rostro.
—Y esa… —dijo Killian—. Esa es la expresión de la que les hablaba. —El multimillonario esbozó una sonrisa leve y carente de alegría—. Bienvenido a mi castillo… capitán Schofield.
Schofield y Gant echaron a correr.
Salieron del comedor al pasillo mientras la risa llena de desdén de Jonathan Killian los perseguía.
Los hombres de ExSol se levantaron en cuestión de segundos de sus asientos y cogieron sus armas. La perspectiva de poseer otros 18,6 millones de dólares era demasiado buena como para resistirse.
Killian dejó que salieran del comedor y se dispuso a disfrutar del espectáculo.
Schofield y Gant entraron en el garaje.
—Mierda. Demasiadas opciones —dijo Schofield mientras se arrancaba los vendajes y contemplaba la selección de coches de miles de millones de dólares que tenían ante sí.
Gant miró por encima de su hombro y vio a los mercenarios de Executive Solutions en el pasillo tras ellos.
—Tienes cerca de diez segundos para escoger el más rápido, gallito.
Schofield observó el Porsche GT2. Plateado y bajo, descapotable. Era un coche bestial.
—No, ese no soy yo —dijo, saltando al interior del igualmente veloz coche de rali que había al lado: un Subaru WRX azul eléctrico.
Nueve segundos después, los hombres de ExSol entraron en el garaje.
Llegaron justo a tiempo para ver cómo el WRX recorría el garaje a una velocidad que ya alcanzaba en esos momentos los sesenta kilómetros por hora.
En el extremo más alejado del garaje, la puerta exterior estaba abriéndose, gracias a Libby, que estaba junto a los controles.
Los hombres de ExSol abrieron fuego.
Schofield detuvo el coche justo delante de Gant.
—¡Sube!
—¿Qué hay de Knight?
—¡Estoy seguro de que lo comprenderá!
Gant se metió por la ventana del copiloto justo cuando la puerta se abrió del todo, revelando el patio interno bañado por el sol…
… Y el rostro sorprendido del comandante Dmitri Zamanov.
Acompañado por seis de sus Skorpion y con una caja de transporte de órganos en sus manos.
Un par de helicópteros rusos Mi-34 estaban en el patio de gravilla, tras los soldados Spetsnaz. Las palas del rotor seguían girando.
—Joder —musitó Schofield—. ¿Podría irnos peor?
En el despacho de
monsieur
Delacroix, Aloysius Knight se volvió al oír disparos en el garaje.
Fue a la antesala para ver si Schofield estaba allí. Pero no.
—Mierda —gruñó—. Pero ¿es que este tío no puede alejarse del peligro ni cinco minutos?
Salió corriendo del despacho.
Monsieur
Delacroix ni siquiera se molestó en alzar la vista.
El WRX de Schofield estaba en esos momentos frente a Zamanov, en la entrada al garaje.
Los dos hombres se miraron.
El gesto de sorpresa de Zamanov se transformó rápidamente en uno de odio.
—¡Pisa a fondo! —gritó Gant, rompiendo el encantamiento.
Bam. Schofield pisó el acelerador.
El coche salió despedido, atravesando casi al vuelo la entrada, haciendo que los Skorpion se dispersaran al tener que apartarse de su camino.
El WRX cruzó cual bólido el patio del castillo, levantando la gravilla del suelo, antes de atravesar casi al vuelo el gigantesco rastrillo en dirección al puente levadizo, rumbo a tierra firme.
Dmitri Zamanov se puso en pie en el mismo instante en que cinco coches más pasaron junto a él tras el WRX. Eran un Ferrari rojo, un Porsche GT2 plateado y tres coches de rali Peugeot amarillos con el logo de Axon en sus costados.
ExSol.
Persiguiendo a Schofield.
—¡Joder! —gritó Zamanov—. ¡Es él! ¡Schofield! ¡Vamos! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Cójanlo y tráiganmelo! ¡Antes de que Delacroix toque su cabeza, lo despellejaré vivo!
Cuatro de los Skorpion se pusieron inmediatamente de pie y corrieron a los dos helicópteros, dejando a Zamanov y a los otros dos en el castillo con su cabeza.
La persecución estaba en marcha.
Aeródromo Whitmore (abandonado).
65 kilómetros al oeste de Londres
12.30 horas (hora local).
(13.30 horas en Francia).
Treinta minutos antes (cuando Schofield, Gant y Knight habían llegado a la fortaleza de Valois), Libro II y Madre habían aterrizado su Lynx robado en el aeródromo abandonado donde Rufus los había dejado.
No se esperaban encontrar a Rufus aún allí. Él les había dicho que, tras dejarlos, se dirigiría a Francia para unirse a Knight.
Pero, cuando aterrizaron, vieron al Cuervo Negro estacionado en el interior de un viejo hangar, rodeado por coches de la policía secreta con luces estroboscópicas en los techos.
Rufus estaba junto a su avión con gesto triste, impotente, rodeado por seis miembros de la policía secreta ataviados con gabardinas y una sección de Marines Reales.
Madre y Libro fueron apresados tan pronto como aterrizaron.
Uno de los hombres con gabardina se acercó a ellos. Era joven, pulcro, y sostenía un móvil en la mano como si estuviera en mitad de una llamada.
Cuando habló, su acento resultó ser estadounidense.
—¿Sargentos Newman y Riley? Soy Scott Moseley, departamento de Estado de los Estados Unidos de América, delegación de Londres. Tenemos entendido que están ayudando al capitán Shane M. Schofield, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, en su intento por evitar una cacería humana internacional. ¿Es correcto?
Libro y Madre se quedaron blancos.
—Mmm, sí… Eso es —dijo Libro II.
—El Gobierno de Estados Unidos ha sabido de la existencia de esta cacería. A juzgar por la información de que disponemos en este momento, hemos evaluado los presumibles motivos de ello y hemos llegado a la conclusión de que mantener al capitán Schofield con vida es de suprema importancia para el país. ¿Saben dónde está?
—Puede —dijo Madre.
—Entonces, ¿de qué va todo esto? —preguntó Libro II—. Háblenos de esta gran conspiración.
El rostro de Moseley se enrojeció.
—No conozco los detalles —admitió.
—Oh, vamos —gruñó Libro II—. Tiene que darnos algo más que eso.
—Por favor —rogó Moseley—. Yo solo soy el mensajero. No tengo autorización para conocer la historia completa. Pero, créanme, no estoy aquí para entorpecer sus esfuerzos. Todo lo que me han dicho es esto: la persona o personas detrás de esta cacería tiene la capacidad, y quizás el deseo, de destruir a los Estados Unidos de América. Es todo lo que se me ha comunicado. Más allá de eso, yo no sé nada.
»Lo que sí sé es que estoy aquí obedeciendo órdenes directas del presidente de Estados Unidos y mis órdenes son estas: ayudarlos. Del modo que sea necesario. Adonde quieran ir. Cualquier cosa que necesiten para contribuir a que el capitán Schofield siga con vida, estoy autorizado a concedérselo. Si quieren armas, suyas son. Si necesitan dinero, dispongo de él. Qué demonios, si quieren el Air Force One para llevarlos a cualquier parte del mundo, está a su disposición.
—Genial… —exclamó Madre.
—¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted? —preguntó Libro II.
Scott Moseley le pasó a Libro su móvil.
—¿Hola? —dijo Libro por él.
—¿Sargento Riley? —llamó una voz firme al otro lado de la línea. Libro II la reconoció al momento y se quedó helado.
Había conocido al dueño de esa voz durante el caos acontecido en el Área 7.
Era la voz del presidente de Estados Unidos.
Era cierto.
—Sargento Riley —dijo el presidente—. La totalidad de los recursos del Gobierno estadounidense están a su disposición y mando. Cualquier cosa que necesite, solo tiene que decírselo al subsecretario. Tienen que mantener a Shane Schofield con vida. Ahora tengo que dejarle.
A continuación colgó.
—Bien —dijo Libro, y emitió un silbido de asombro.
—¿Y bien? ¿Qué necesitan? —preguntó Scott Moseley.
Madre y Libro intercambiaron miradas.
—Vaya usted —decidió Libro—. Salve a Espantapájaros. Voy a averiguar de qué va todo esto.
—Entendido —acató Madre.
Se giró rápidamente, señalando a Rufus pero dirigiéndose a Moseley.
—Lo necesito a él. Y su avión, lleno de combustible. Además de autorización para salir de Inglaterra. Sabemos dónde está Espantapájaros y quiero llegar a él rápido.