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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (19 page)

BOOK: La lista de los doce
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Y eso era lo que le había divertido a Killian. Lo lejos que podía llegar la gente para sobrevivir.

Y por eso había hecho que colocaran la guillotina en el foso de los Tiburones, con la idea de que aquellos que se encontraran allí pudieran tomar una decisión similar.

Morir de una manera terrible a merced de los tiburones tigre, o morir rápidamente y sin dolor por su propia mano, en la guillotina.

En ocasiones, cuando tenía a un grupo de gente en el foso (como era el caso), Killian les hacía ofertas faustianas: «Matad a vuestro jefe en la guillotina y liberaré al resto»; «Matad a esa gritona histérica y liberaré al resto».

Luego nunca los liberaba, claro está. Pero los prisioneros no lo sabían en ese momento y, en numerosas ocasiones, morían con las manos manchadas de sangre.

Las cinco personas encerradas en el foso se aferraban desesperadamente a las paredes, pues el agua a su alrededor crecía con gran rapidez.

Una de las asistentes del número Cinco consiguió trepar unos centímetros la pared y agarrarse a una pequeña piedra, pero un hombre más corpulento que vio esa piedra como su único salvavidas tiró de ella.

Killian los observaba desde el balcón apostado en el lado sur, completamente fascinado.

Una de esas personas vale veintidós mil millones de dólares
, pensó
. Los demás ganan cerca de sesenta y cinco mil dólares al año. Y, sin embargo, ahora mismo son todos iguales
.

Anarquía
, pensó.
El gran igualador
.

Pronto, el nivel del agua alcanzó el metro y medio, aproximadamente a la altura de sus torsos, y los dos tiburones tigres pudieron ya recorrer el foso con mayor rapidez. Al principio los prisioneros se subieron a las islas de piedra, pero pronto esas islas también quedaron sumergidas bajo el agua.

Cinco personas. Dos tiburones.

Una visión nada agradable.

Los tiburones se abalanzaron sobre aquellas desventuradas personas, arrastrándolos al agua, sumergiéndolos, abriéndolos en canal. La sangre comenzó a teñir las olas batientes.

Después de que un asistente se hundiera bajo el agua en una espuma carmesí, dos mujeres, asistentes del miembro número Cinco, se mataron en la guillotina. Así hizo también el número Cinco. Al final, en vez de enfrentarse a los tiburones, había preferido cortarse él mismo la cabeza.

Entonces, de repente, todo hubo terminado y el agua rodeó la plataforma de la guillotina, borrando las pruebas, y los tiburones se regodearon en los cuerpos decapitados, y Jonathan Killian III se dio la vuelta y regresó a su despacho para la conferencia del mediodía.

Rostros en las pantallas de televisión dispuestas en las paredes. Las caras de los otros miembros del Consejo, conectándose desde todas partes del mundo.

Killian tomó asiento.

Cinco años antes, había heredado un enorme imperio naviero (un entramado empresarial conocido como Axon Corporation, uno de los principales proveedores de Defensa). Entre otros, Axon construía destructores y misiles de largo alcance para el Gobierno estadounidense.

En cada uno de los tres primeros años tras la muerte de su padre, Jonathan Killian había incrementado cinco veces los beneficios anuales de la corporación.

Su invitación oficial a formar parte del Consejo había tenido lugar poco tiempo después.

—Miembro número Doce —dijo el presidente, dirigiéndose a Killian—. ¿Dónde está el miembro número Cinco? Está con usted, ¿no es cierto?

Killian sonrió.

—Se le ha pinzado un músculo en la piscina. Mi fisioterapeuta personal está viéndolo en estos momentos.

—¿Está todo dispuesto?

—Sí —dijo Killian—. Los Kormoran están posicionados en todo el mundo, fuertemente armados. La DGSE envió los cadáveres a Estados Unidos la semana pasada y mi fábrica de Norfolk ha sido generosamente impregnada con su sangre; lista para recibir la llegada de los inspectores estadounidenses. Todos los sistemas están colocados, esperando la señal de inicio.

Killian paró de hablar. Decidió jugarse el todo por el todo.

—Por supuesto, señor presidente —añadió—, como ya dije con anterioridad, no es demasiado tarde para dar un paso más…

—Miembro número Doce —dijo de manera cortante el presidente—, las medidas ya han sido acordadas y no nos desviaremos de ellas. Lo lamento pero, si vuelve a sacar este tema, se le impondrá una sanción.

Killian agachó la cabeza a modo de reverencia.

—Como usted desee, señor presidente.

Una sanción del Consejo era algo que había que evitar a toda costa.

Joseph Kennedy había perdido a dos de sus famosos hijos por desobedecer las directrices del Consejo para que dejara de hacer negocios con Japón durante la década de los cincuenta.

El hijo pequeño de Charles Lindbergh había sido secuestrado y asesinado, mientras que el propio Lindbergh se había visto obligado a soportar una campaña de difamación contra él que dejaba entrever su admiración por Adolf Hitler (y todo porque había desafiado un edicto del Consejo para seguir haciendo negocios con los nazis durante los años treinta).

Más recientemente, había tenido lugar el impertinente consejo de administración de Enron. Y todo el mundo sabía lo que le había ocurrido a Enron.

Conforme la teleconferencia proseguía, Jonathan Killian permanecía en silencio.

Respecto a ese tema, consideraba que sabía mucho más que el Consejo.

El Experimento de Zimbabue, idea suya, había probado de sobra su punto de vista. Tras décadas de represión económica en manos de los europeos, a las mayorías africanas (asoladas por la pobreza) ya no les importaban los derechos de propiedad de los blancos.

Y el Informe Hartford sobre el crecimiento de la población mundial (y el descenso de la población occidental) no había sino reforzado su argumento. Pero no era el momento de discutir.

El asunto oficial de la teleconferencia concluyó y varios de los miembros del Consejo siguieron conectados, charlando amigablemente entre ellos.

Killian se limitó a observarlos.

Uno de los miembros estaba diciendo:

—… Compre los derechos de perforación por mil millones. Y que lo tomen o lo dejen. Esos estúpidos gobiernos africanos no tienen opción…

El propio presidente estaba riéndose:

—… Me encontré con esa Mattencourt en Spencer la otra noche. Es una potrilla de lo más agresiva. Me volvió a preguntar si consideraría su entrada en el Consejo. Así que le dije: «¿Cuál es su valía?». Ella dijo: «Veintiséis mil millones». «¿Y su empresa?». «Ciento setenta mil millones». Así que le dije: «Bueno, sin duda es suficiente. ¿Qué me dice? Me hace una mamada en el baño de caballeros ahora mismo y está dentro». ¡Se marchó hecha una furia!

Dinosaurios
, pensó Killian.
Viejos hombres. Viejas ideas. Cabría esperar algo más de los hombres más ricos del mundo
.

Pulsó un botón para cortar la señal y todas las televisiones dispuestas en las paredes se tornaron negras.

3.3

Espacio aéreo sobre Turquía

26 de octubre, 14.00 horas (hora local).

06.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU).

Los MicroDots que portaba el equipo IG-88 de Damon Larkham contaban una historia muy peculiar.

Tras dejar la mina de carbón Karpalov, el equipo de Larkham había volado a un aeródromo en Kunduz controlado por los británicos; un hecho que había disparado todas las alarmas en el cerebro de Schofield, pues ello significaba que Larkham estaba trabajando con la aprobación tácita del Gobierno británico en ese asunto.

No es una buena señal
, pensó Schofield mientras surcaba el cielo en la parte trasera del Cuervo Negro de Aloysius Knight.

Así que los británicos sabían lo que estaba pasando

En el aeródromo en Kunduz, los hombres del IG-88 se habían dividido en dos subequipos: uno había subido a bordo de un avión en dirección a Londres y el otro en uno que se dirigía a la costa noroccidental de Francia.

El que volaba a Londres (un aerodinámico y elegante Gulfstream IV) se estaba alejando a gran rapidez del segundo, un avión de transporte militar C-130J Hércules de la Real Fuerza Aérea.

En esos momentos, el Sukhoi de Knight estaba volando en paralelo a los aviones de Larkham, tras el horizonte, con su tecnología de invisibilidad activada.

—Es una táctica habitual de Demonio —dijo Knight—. Divide a sus hombres en un equipo de entrega y otro de ataque. Envía el equipo de ataque a liquidar al siguiente objetivo mientras su equipo de entrega lleva la cabeza al lugar donde será verificada.

—Todo apunta a que el equipo de ataque va a Londres —aventuró Schofield—. Van tras Rosenthal.

—Es probable —dijo Knight—. ¿Qué quiere hacer?

Schofield no podía pensar en otra cosa que no fuera Gant, en el interior de aquel Hércules.

—Quiero ese avión.

Knight tecleó en la consola de su ordenador.

—Muy bien. Estoy accediendo a su ordenador de datos del vuelo. Ese Hércules tiene previsto reabastecerse en vuelo al oeste de Turquía en noventa minutos.

—¿De dónde despega el avión cisterna? —preguntó Schofield.

—Está previsto que un avión cisterna VC-10 despegue de la base de la Fuerza Aérea británica en Acrotiri, Chipre, en exactamente cuarenta y cinco minutos.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Libro y Madre, Rufus los llevará a Londres. Encuentren a Benjamin Rosenthal antes de que el equipo de ataque de Larkham lo haga.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Madre.

—El capitán Knight y yo nos bajamos en Chipre.

Cuarenta y cinco minutos después, un avión cisterna Vickers VC-10 británico despegó de su pista en Chipre.

Aunque su tripulación de cuatro hombres lo desconocía, el avión llevaba dos polizones en la bodega de carga trasera (Shane Schofield y Aloysius Knight, a quienes Rufus había soltado, bajo la protección de su cortina de invisibilidad, a cinco kilómetros de allí).

Por su parte, Rufus, Madre y Libro II habían puesto rumbo a Londres de inmediato.

En poco tiempo el VC-10 ya se encontraba en el espacio aéreo turco, acercándose al Hércules de la RAF proveniente de Afganistán.

El avión cisterna se colocó delante del Hércules y se elevó ligeramente por encima. A continuación una manguera descendió de su extremo posterior. Medía cerca de setenta metros de largo y en su extremo había una especie de «ancla» de acero que en última instancia se uniría al avión receptor.

Controlada por un solo operador y alojada en un compartimento acristalado en la parte posterior del avión cisterna, la manguera seguía descendiendo hacia el receptáculo del Hércules (esencialmente una tubería horizontal), situado justo encima de las ventanas de la cabina de mando del avión de transporte.

El ballet aéreo se ejecutó a la perfección.

El operador del avión cisterna extendió la manguera y maniobró mientras el Hércules se adelantaba ligeramente y conectaba la manguera en el receptáculo. El combustible comenzó a bombear entre los dos aviones en vuelo.

Mientras esto ocurría, Knight comenzó a cargar su H&K con unas extrañas balas de 9 mm. Cada una tenía una banda naranja pintada alrededor.

—La mejor amiga de los Delta. Balas de 9 mm con gas expansivo. Mejores que las balas huecas. Penetran en el objetivo y luego estallan a lo grande.

—¿Cómo de grande?

—Lo suficiente para cortar a un hombre en dos. ¿Quiere algunas?

—No, gracias.

—Tenga. —Knight le metió algunas balas naranjas en el bolsillo del uniforme a Schofield—. Para cuando lo reconsidere.

Schofield asintió al chaleco de Knight y a la peculiar colección de objetos que pendían de él: la pequeña botella de buceo, el minisoplete, los pitones de escalada. Incluso había una pequeña bolsa enrollada que Schofield reconoció al instante.

—¿Es una bolsa para transportar cadáveres? —preguntó.

—Sí. Una Markov Tipo-III —dijo—. La conseguí de los soviéticos. Nadie ha fabricado una mejor.

Schofield asintió. La Markov Tipo-III era una bolsa química para cuerpos. Tenía un cierre de cremallera doble, estaba fabricada en nailon cubierto por una película de poliuretano y podía contener, sin riesgo de fugas, un cuerpo infectado por el peor tipo posible de contaminación: plagas, armas químicas, incluso residuos radioactivos sobrecalentados. Los rusos las habían utilizado mucho en Chernóbil.

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