Read La lista de los doce Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (17 page)

BOOK: La lista de los doce
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Unos cinco minutos antes de que todos ustedes salieran, un enorme helicóptero Chinook flanqueado por un par de helicópteros de ataque Lynx aterrizó en el área. Entonces dos vehículos ligeros de asalto y un Driftrunner salieron a gran velocidad del túnel de la mina y subieron por la rampa del Chinook. A continuación este despegó y se dirigió hacia las montañas, en dirección a Afganistán.

Schofield dijo:

—¿Cómo sabe que Gant iba con ellos?

—Tengo fotos —dijo Rufus—. Aloysius me dijo que si algo inusual ocurría mientras él estaba dentro de la mina, tomara fotos, así que eso hice.

Schofield observó a Rufus mientras este hablaba. Para tratarse de un hombre que podía maniobrar un caza ruso con tan increíble destreza (algo que requería de un conocimiento casi innato de la física y la aerodinámica), su discurso parecía extrañamente formal y directo, como si se sintiera más cómodo con las formalidades militares.

Schofield ya había visto a hombres como Rufus antes: a menudo los pilotos (y los soldados) más talentosos pasaban muchas dificultades en las situaciones sociales. Estaban tan centrados en su área de conocimiento que la mayoría de las veces tenían problemas para expresarse o eran incapaces de captar matices conversacionales como la ironía o el sarcasmo. Había que tener paciencia con ellos. También había que asegurarse de que sus compañeros soldados fueran igual de pacientes. Era directo, pero no estúpido. Había mucho más en Rufus de lo que a simple vista parecía.

Knight sacó un monitor portátil de la cabina del Sukhoi y se lo mostró a Schofield.

En el monitor había una serie de fotos digitales que mostraban a tres vehículos saliendo a gran velocidad del acceso trasero de la mina al área de carga y descarga y subiendo al helicóptero Chinook.

Knight pulsó un interruptor para ampliar la foto del vehículo ligero de asalto al frente.

Entonces dijo:

—Mire las tres cajas blancas del asiento del copiloto. Cajas para el transporte de órganos. Tres cajas: tres cabezas.

Pasó a otra foto, que mostraba una imagen aumentada y borrosa de un Driftrunner que corría tras los dos vehículos ligeros de asalto.

—Fíjese en la batea del camión —dijo Knight—. Todos los hombres de Larkham van vestidos de negro. Una persona, sin embargo… esa… la que no lleva casco… viste el uniforme color arena de los marines.

Y Schofield la vio.

Aunque la figura estaba borrosa y desenfocada, reconoció su forma, la caída de su corto cabello rubio. Era Gant. Estaba desplomada, inconsciente, en la batea del Driftrunner.

A Schofield se le heló la sangre.

El mejor cazarrecompensas del mundo tenía a Gant.

2.12

Schofield deseaba ir a rescatarla más que cualquier otra cosa…

—No. Eso es exactamente lo que Demonio quiere que usted haga, capitán —dijo Knight, leyéndole el pensamiento—. No se apresure. Sabemos dónde está. Y Larkham no va a matarla. La necesita con vida si va a usarla para capturarlo a usted.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque eso es lo que yo haría —dijo Knight como si tal cosa.

Schofield se calló y le mantuvo la mirada a Knight. Era casi como contemplar un espejo: Schofield con sus gafas antidestellos plateadas que enmascaraban sus cicatrices, Knight con sus gafas de cristales dorados que protegían sus ojos defectuosos.

A Schofield le llamó la atención un tatuaje en el antebrazo de Knight. Era un águila calva con gesto furibundo y las palabras: «Duerme con un ojo abierto».

Schofield había visto esa imagen antes: en los carteles y pósteres con los que se había empapelado el país tras el 11 de Septiembre. En ellos, un águila americana decía: «Eh, terrorista, duerme con un ojo abierto».

Bajo el tatuaje del águila tenía otro que simplemente rezaba: «Brandeis». Schofield no sabía qué significaba eso.

Volvió a mirar a Knight a los ojos.

—He oído hablar de usted, señor Knight —dijo—. Su lealtad no es algo de lo que pueda alardear. Vendió a su unidad en Sudán. ¿Por qué debería creer que no va a venderme a mí también?

—No se crea todo lo que lea en la prensa —le advirtió Knight—, o en los archivos del Gobierno de Estados Unidos.

—Entonces, ¿no va a matarme?

—Capitán, si fuera a matarlo, ya tendría una bala en el cerebro. No. Mi trabajo es mantenerlo con vida.

—¿Mantenerme con vida?

Knight dijo:

—Capitán, comprenda una cosa. No estoy haciendo esto porque usted me guste o porque crea que es alguien especial. Me pagan por hacer esto, y me pagan bien. El precio que han puesto a su cabeza es de 18,6 millones. Tenga por seguro que me pagan considerablemente más que eso para evitar que lo maten.

—Muy bien, pues —dijo Schofield—. ¿Quién le está pagando para mantenerme con vida?

—No puedo decirlo.

—Sí que puede.

—No voy a decirlo. —Los ojos de Knight ni siquiera pestañearon.

—Pero la persona que lo ha contratado…

—Ese tema está fuera de toda discusión —sentenció Knight.

Schofield optó por otra táctica.

—Muy bien, entonces, ¿por qué está ocurriendo todo esto? ¿Qué es lo que sabe de esta cacería?

Knight se encogió de hombros y apartó la vista.

Rufus respondió por él. Ya liberado de su tono directo, propio de los documentales, su discurso sonó mucho más sencillo y honesto.

—Estas cacerías se dan por todo tipo de motivos, capitán Schofield. Para capturar y matar a un espía que ha desertado con un secreto en su cabeza. Para coger a un secuestrador a quien se le ha pagado un rescate. Quédese con estas palabras: no hay mayor furia que la de un hombre rico que quiere venganza. Algunos de esos gilipollas ricachones prefieren pagarnos dos millones de dólares por atrapar a un secuestrador que los apresó por un millón. No es muy habitual, sin embargo, que se dé una lista de objetivos por valor de diez millones de dólares en total, y mucho menos una en la que se ofrezcan casi veinte millones de dólares por cabeza.

—Entonces, ¿qué es lo que saben sobre esta cacería humana? —preguntó Schofield.

—Se desconoce la identidad del proponente —dijo Rufus—, al igual que los motivos, pero el asesor es un banquero de AGM Suisse llamado Delacroix que cuenta con experiencia en este tipo de cosas. Ya hemos tratado con él con anterioridad. Y, mientras el asesor sea legítimo, a la mayoría de los cazarrecompensas no les importa el motivo de la cacería.

Rufus miró a Knight.

Knight se limitó a ladear la cabeza.

—Una gran cacería. Quince objetivos. Todos tienen que estar muertos para las doce del mediodía del día de hoy, hora de Nueva York. 18,6 millones por cabeza. Eso son doscientos ochenta millones en total. Cualquiera que sea la razón de esta cacería, sus organizadores consideran que vale todo ese dinero con creces.

—¿Dice que todos tenemos que estar muertos para las doce del mediodía, hora de Nueva York? —dijo Schofield. Esa era la primera vez que se mencionaba un límite de tiempo. Miró su reloj.

Eran las dos y cinco de la tarde en Afganistán, por lo que en Nueva York serían las cuatro y cinco de la mañana. Ocho horas para el plazo.

Se quedó pensativo en silencio.

Entonces, de repente, alzó la vista.

—Señor Knight, ahora que me ha encontrado, ¿cuáles son sus instrucciones de aquí en adelante?

Knight asintió lentamente, impresionado por el hecho de que Schofield le hubiera formulado esa pregunta.

—Mis instrucciones son muy claras a ese respecto —dijo—. De ahora en adelante, debo mantenerlo con vida.

—Pero no le han dicho que me encierre, ¿verdad?

—No… —dijo Knight—. Mis órdenes son que le permita libertad total de movimiento, que vaya adonde le plazca, pero bajo mi protección.

Y así una pieza del rompecabezas encajó en el cerebro de Schofield.

Quienquiera que estuviera pagando a Knight para protegerlo, no solo quería que mantuviera a Schofield con vida, esa persona también quería que Schofield fuera activo, que hiciera lo que aquella cacería humana tenía que evitar que hiciera.

Se volvió hacia Knight.

—Ha dicho que sabía dónde estaba Gant. ¿Cómo?

—La carga de MicroDots que Rufus ha pulverizado sobre la zona de carga y descarga antes de que los tipos de Larkham llegaran allí —dijo Knight.

Schofield había oído hablar de la tecnología MicroDot. Al parecer, era el último hito en nanotecnología.

Los MicroDots eran chips microscópicos de silicona del tamaño de la cabeza de un alfiler pero con una potencia procesadora enorme. Si bien muchos creían que los MicroDots serían la base de una nueva generación de superordenadores con base líquida, en ese momento lo utilizaban fundamentalmente los fabricantes de coches de lujo como dispositivos de seguimiento: rociaban la parte inferior de tu Ferrari con pintura impregnada de MicroDots y así estos, y tu coche, podían ser localizados en cualquier parte del mundo y ningún ladrón de coches, por muy persistente que fuera, podría quitarlos.

La carga de MicroDots que Rufus había detonado había soltado una nube de cerca de mil millones de MicroDots en la zona.

—Damon Larkham, sus hombres, sus vehículos y su chica están todos cubiertos de MicroDots —explicó Knight. Sacó una Palm Pilot de su cinturón. Estaba repleta de antenas y añadidos de creación propia, y parecía bastante más gruesa y maciza que una PDA normal, como si fuera resistente al agua.

En la pantalla de la Palm había un mapa del mundo y, sobreimpreso sobre ese mapa, cerca de Asia central, una serie de puntos rojos en movimiento.

El equipo de Damon Larkham.

—Podemos seguirlos a cualquier parte del mundo con esto —dijo Knight.

Schofield comenzó a pensar, intentó ordenar sus pensamientos, sopesar sus opciones para poder idear un plan de actuación.

Finalmente dijo:

—Lo primero que tenemos que hacer es averiguar por qué está ocurriendo todo esto.

Sacó la lista de objetivos y la analizó por centésima vez.

Madre y Libro II la leyeron por encima de su hombro.

—El Mossad —dijo Madre en voz baja al ver una entrada:

11. ROSENTHAL, Benjamin Y. ISR Mossad

—¿Qué ocurre? —dijo Schofield.

—Ese Zawahiri dijo algo acerca del Mossad israelí cuando estábamos en la mina, antes de que perdiera la cabeza. Estaba como loco, gritando que había sobrevivido a los experimentos soviéticos en un gulag, y luego a los ataques con misiles crucero estadounidenses en 1998 y después dijo que el Mossad sabía que era invencible, porque habían intentado matarlo una docena de veces.

—El Mossad… —musitó Schofield.

A continuación pulsó su comunicador vía satélite.

—Fairfax, ¿sigue ahí?

—Siempre que quede café, aquí estaré —respondió.

—Señor Fairfax, busque a Hassan Mohammad Zawahiri y a Benjamin Y. Rosenthal. ¿Alguna coincidencia?

—Un segundo —dijo la voz de Fairfax—. ¡Tengo algo! Un intercambio de información entre el servicio de Inteligencia israelí y el estadounidense. El comandante Benjamin Yitzak Rosenthal es el «katsa» de Hassan Zawahiri, su oficial de Inteligencia, implicado en operaciones de campo, el tipo que lo controla. Rosenthal tiene su base en Haifa, pero al parecer ayer mismo fue llamado al cuartel general del Mossad en Londres.

—¿Londres? —dijo Schofield.

Un plan estaba empezando a tomar forma en su mente.

Y de repente se sintió vivo de nuevo.

Había estado defendiéndose toda la mañana, reaccionando, ahora iba a empezar a ser proactivo.

—Libro, Madre, ¿Qué les parecería hacerle una visita al comandante Rosenthal en Londres? Vean si pueden arrojar algo de luz sobre esta situación.

—Encantada —dijo Madre.

—Claro —convino Libro II.

Aloysius Knight observaba la conversación distraído, sin prestarle interés.

—Oh, Espantapájaros —dijo la voz de Fairfax—. Iba a mencionarle esto pero no he tenido la oportunidad. ¿Recuerda el informe del comando de material e investigación médica del ejército de Estados Unidos que le mencioné antes, el estudio RRNM de la OTAN? Bueno, está fuera de mi alcance. Hace dos meses fue eliminado de los archivos del USAMRMC. Existe una copia en algún almacén de Arizona, pero el resto de las copias han sido eliminadas o destruidas.

»Pero encontré algo sobre los dos tipos que lo redactaron, esos dos hombres de su lista que trabajaron para el comando de investigación médica: Nicholson y Oliphant. Nicholson se retiró hará un par de años y en la actualidad vive en una residencia en Florida. Pero Oliphant dejó el USAMRMC el año pasado. En estos momentos es el médico jefe de urgencias del hospital Saint John, Virginia, no muy lejos del Pentágono.

—¿De veras? —dijo Schofield—. Señor Fairfax, ¿le gustaría ser agente de campo por un día?

—Lo que sea con tal de salir de este despacho. Mi jefe es el mayor gilipollas del planeta.

—Entonces, cuando tenga oportunidad, ¿por qué no va al Saint John y tiene una charla con el doctor Oliphant?

—Eso está hecho. —Fairfax cortó.

—¿Qué hay de ti? —le dijo Madre a Schofield—. No pensarás quedarte con este cazarrecompensas, ¿verdad? —Le lanzó a Knight una mirada fulminante. Knight tan solo arqueó las cejas.

—Dice que puedo ir adonde quiera —replicó Schofield—. Depende de él si quiere protegerme o no.

—Entonces, ¿adónde piensa ir? —preguntó Libro II.

Schofield entrecerró los ojos.

BOOK: La lista de los doce
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Student Bodies by Sean Cummings
A Ring Through Time by Pulman, Felicity
La Torre Prohibida by Marion Zimmer Bradley
In The Shadows by Trenia Coleman
Wild Lilly by Ann Mayburn
Zel by Donna Jo Napoli
The Midwife Murders by James Patterson, Richard Dilallo