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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (66 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Guillermo soltó una carcajada.

—¿Qué os hace tanta gracia?

—Nada, amigo Miguel. Que se nota que no habéis estado en un convento. Los pedos de monja no son nada efímeros.

La carcajada fue general, y en aquel momento aquellos tres hombres tan dispares se hicieron amigos. La conversación se alargó hasta altas horas de la madrugada. Sancho, agotado tras todo un largo día, acabó tendiéndose en el banco y quedándose dormido.

Miguel señaló al capote con el que se había cubierto, del cual procedían unos suaves ronquidos.

—Vos lo conocisteis cuando era un niño, ¿verdad, don Guillermo? ¿Cómo era?

El inglés, ayudándose esta vez de las señas e incluso del latín, que ambos conocían un poco, consiguió hacerse entender.

—Un buen muchacho, de amable corazón. Con muy mala suerte.

El comisario asintió, como si escuchara una canción vieja cuya letra se conoce de sobra.

—Me pregunto cómo terminó convertido en ladrón.

—Me temo que en eso yo puedo haber tenido una parte de culpa —dijo Guillermo, agitándose incómodo.

Le relató lo que había sucedido el día en el que había bebido vino caro y Castro había dado la paliza a Sancho. Cómo le había curado y contado cuentos mientras se reponía. Y cómo la leyenda de Robert Hood había afectado profundamente al muchacho.

—Supongo que una buena historia puede trastornar al hombre más sereno —dijo el inglés, apurando la jarra. La posó con desagrado sobre la mesa. Las mozas de la posada hacía tiempo que se habían ido a dormir. Aquella noche no habría más vino.

Cuando se volvió hacia el comisario, vio que éste tenía la mirada fija en un punto de la pared, y parecía encontrarse muy lejos de allí. Murmuraba algo entre dientes, algo que Guillermo no pudo captar. Tan sólo entendió la palabra «molinos», que para él no tenía ningún significado.

—Vos no le convertisteis en un ladrón —dijo al cabo de un rato Miguel—. Eso era algo que él llevaba dentro, por los motivos equivocados.

—Temo, no obstante, ser la causa de haberlo provocado. Y de haberle obligado a buscar venganza. La más baja e inútil de las pasiones.

Miguel sonrió.

—La venganza. Es curioso, don Guillermo, pero recientemente llegó a mis oídos una trágica historia que le sucedió a un príncipe en Dinamarca hace cuatro siglos...

LXV

L
a niebla flotaba sobre el río, fundiendo sus grises zarcillos con la orilla, devorando la mitad del Arenal. Los barcos, mecidos por la subida de la marea, parecían flotar en un mar de nubes. Los dos hombres que esperaban en el extremo del muelle aguardaban encogidos por la humedad y el frío.

—Hace rato que dieron las dos —dijo Guillermo—. Y ni un ratón se ha movido.

Sancho se arrebujó en la capa. Llevaban esperando más de una hora, y los nervios y el miedo del principio se habían convertido en hastío.

—Vendrá. Seguramente haya estado esperando en alguna taberna cercana mientras Groot y alguno de sus matones se aseguran de que no es una celada.

El inglés dio una patada en la tablazón del muelle, y a Sancho se le revolvió el alma. Sus recuerdos retrocedieron al penúltimo día de vida de Bartolo, cuando el enano y él habían aguardado a las puertas de casa Malfini, pateando el suelo para calentarse. Dos días después Bartolo estaba muerto y él en la cárcel, esperando para ser enviado a galeras.

«Confío en que la historia concluya mejor esta vez», pensó el joven, soplándose en las manos para ahuyentar a la vez el frío y los malos augurios.

Delante de ellos la niebla se volvió de un tono anaranjado, antes de abrirse y revelar a cuatro figuras fantasmales que caminaban por el muelle. Groot encabezaba la marcha, con un fanal en la mano. Caminaban embozados, con las capas sobre el rostro, pero el joven reconoció enseguida la cojera de Vargas, el bamboleo de Malfini. A la última persona no fue capaz de identificarla.

—¿Y si descubren quién sois? —preguntó Guillermo con un susurro asustado.

—Las cosas se pondrán feas. Silencio, ya están aquí.

Groot se detuvo a un par de pasos de ellos. Vargas se colocó al lado del flamenco y miró a Guillermo con expresión amenazadora.

—Llegáis tarde —dijo el inglés, intentando hacerse con el dominio de la situación. Sancho, de pie tras él, pudo apreciar cómo la mano de Guillermo temblaba ligeramente.

El comerciante ignoró la pregunta.

—¿Quién es vuestro acompañante?

—Sólo un guardaespaldas. No pretenderíais que esperase solo en la oscuridad con lo que llevo encima.

Groot alzó el fanal, iluminando el rostro de Sancho. Éste no se apartó, aunque entrecerró los ojos, heridos por la luz. Vargas lo miró durante un instante que a Sancho se le hizo eterno.

—¿Habéis traído el pago?

El joven exhaló el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. Había camuflado su rostro con afeites simulando cicatrices viejas y un gran mostacho pegado con pez. Los trucos que le había enseñado Bartolo funcionaban, al menos de noche. Aflojó un tanto la presión sobre la empuñadura de la espada. Tenía que prepararse para lo que iba a ocurrir, y estar tenso no le iba a ayudar a conseguirlo.

—Aquí tenéis lo convenido —dijo Guillermo, tendiéndole una cartera de piel a Malfini, que se había adelantado para buscarla. El banquero estudió durante un buen rato los documentos a la luz del fanal antes de volverse hacia Vargas y susurrarle algo al oído. El comerciante hizo una seña a Groot, que Sancho no supo interpretar.

El joven volvió a sentir el miedo atenazándole la boca del estómago. Estaba seguro de que los habían descubierto. El escribiente que había preparado las cartas de pago falsas podría haber cometido una docena de errores que podían habérseles pasado por alto, pero que serían evidentes para cualquiera acostumbrado a tratar con aquella clase de documentos a diario.

Groot dio un paso adelante y alzó de nuevo el fanal.

—Sígannos.

Después el flamenco caminó muelle abajo. Guillermo y él se miraron por un instante antes de seguirlos. Podrían estar atrayéndoles hacia una trampa, y ellos no podrían hacer nada para evitarlo. Cualquiera del centenar de barcos atracado en el Arenal podía ser el refugio de un puñado de matones dispuestos a saltar sobre ellos. Si los gemelos siguiesen con vida podrían haber ocupado su puesto mientras Sancho recorría los alrededores. Pero ahora el joven estaba solo, y sólo le restaba confiar en el comisario. Intentó evitar pensar en la docena de cosas que podían salir mal y se centró en estudiar la figura del flamenco.

Groot hizo un alto hacia la mitad del muelle, delante de un galeón igual a otra media docena que le rodeaban. Muchas naves de gran calado fondeaban en Sevilla en invierno, cuando el tiempo impedía los viajes largos. El nombre del barco aparecía forjado en letras de bronce, clavadas sobre el castillo de popa.
Nuestra Señora del Genil
. La ironía de ver el nombre de la patrona de su pueblo en el galeón que transportaba el grano que Sevilla necesitaba se le antojó a Sancho tan amarga como el leer debajo el nombre de su armador y enemigo.

—Whimpole, éste es el barco, tal y como habíamos convenido. Dentro de una semana autorizaremos su partida, tan pronto como comprobemos vuestras cartas de pago con Pier Luigi Fortichiari en la Banca del Orso.

—Así lo habíamos hablado.

—Esta persona que está a mi lado es el inspector del puerto, y será quien se asegure de que la salida del barco tenga prioridad, y de que nadie inspeccione su contenido. En la documentación del barco está consignado que el cargamento es mena de hierro con destino a Normandía. Lo hemos estibado en barriles, tal y como se acordó.

Guillermo asintió, impaciente.

—¿Puedo ver ya la carga?

Vargas miró a ambos lados antes de dar un suave y largo silbido, seguido de tres más cortos. Desde la cubierta, aparentemente desierta, brotó una pasarela, como una lengua oscura, que se posó en el muelle con un chasquido. Las sombras de los marineros que la habían bajado se revolvieron en la oscuridad. Se preguntó cuántos hombres había a bordo, y también dónde demonios estaba el comisario. Ya sabían cuál era el barco. ¿Estaría esperando una señal?

—Puede usted subir, Whimpole. Aunque su guardaespaldas se quedará aquí.

El inglés le lanzó una mirada de aprensión a Sancho, que no pasó desapercibida a Vargas.

—No habéis de preocuparos. Aquí estáis entre amigos, que se portarán con vos con tanta honestidad como vos nos habéis tratado.

Guillermo arrugó la nariz y puso un pie en la pasarela, pero Vargas no había terminado de hablar.

—Aunque me gustaría saber cuál exactamente es vuestra relación con la Banca del Orso.

El inglés se dio la vuelta.

—Yo no soy el encargado del pago, maese Vargas. No tengo ninguna relación en absoluto.

—Cierto, eso puedo imaginarlo, pero aun así hay algo extraño en estos papeles. Veréis, están firmados por Pier Luigi Fortichiari, que aparece como administrador del banco. Y la firma es a todas luces auténtica.

Sancho se removió inquieto, calculando mentalmente la distancia que le separaba de Groot. Tendría que recorrer varios metros si quería proteger a Guillermo de la espada del flamenco, en caso de que éste le atacase. Por primera vez en años musitó una oración para que nada fuese en vano. Los cincuenta escudos que había costado preparar aquellas falsificaciones, la tensión que había sufrido sondeando a empleados de banco descontentos en las tabernas, buscando a uno que le ayudase a crear aquella ilusión de papel que debía durar unos pocos minutos. Todo podía irse al traste si Guillermo decía las palabras incorrectas.

—¡Por supuesto que es auténtica! ¿Creéis que estamos jugando aquí, Vargas? ¿Por quién tomáis al enviado de Su Majestad?

La protesta del inglés terminó en un graznido poco digno, que se extendió por el desierto Arenal, yendo a morir al pie de las murallas.

—Cuando era un mocoso que recorría las calles de esta ciudad en busca de algo que comer, había un hombre al que le gustaba llevarse a los niños a su casa —dijo Vargas—. Ponía panes recién hechos en el zaguán, esperando a que algún muchacho pasase por delante y se sintiese atraído por el olor. De él aprendí que cuando algo huele muy bien y se muestra tan fácil de alcanzar, a menudo es un engaño. Groot.

El flamenco desenvainó la espada, y Sancho lo imitó. Ninguno de ellos se movió, aunque Groot estaba mucho más cerca de Guillermo.

—¿Qué significa este ultraje?

—Decídmelo vos, Whimpole. Explicadme eso y también cómo es posible que Fortichiari firmase esta carta de pago hace tres semanas, cuando uno de mis contactos me ha confirmado que lleva muerto más de un mes.

«Mierda», pensó Sancho, lanzándose hacia adelante. Malfini se apartó de su camino, lloroso, pero el inspector del puerto intentó estorbarle, al tiempo que pugnaba por sacar la vizcaína que llevaba al cinto, que se le había trabado en la vaina. Aunque podría haberle matado sin dificultad, el joven optó por librarse de él golpeándole en el estómago y empujándolo al hueco entre el galeón y el muelle. El inspector cayó manoteando al agua.

—No os mováis —dijo Groot, que había llegado junto a Guillermo y le había retorcido el brazo cruelmente, obligándole a darse la vuelta, apoyándole la espada en el cuello—. Tirad la espada o vuestro amo morirá.

Sancho bajó el embozo de la capa y se quitó el sombrero, dando un paso hacia el fanal que el flamenco seguía sosteniendo en la mano izquierda.

—Creo que no estáis juzgando bien la situación, capitán. Ese infeliz no es más que un vulgar actor —dijo Sancho, mirando fijamente a Vargas mientras lo decía.

—¡Vos! —El comerciante dio un paso atrás al reconocer aquella voz. Había miedo en la suya

—Os dije que os destruiría, Vargas. Delante de toda esta ciudad.

—¡Alto! ¡Teneos a la justicia! ¡Alto en nombre del rey!

Los gritos de los alguaciles resonaron en el extremo sur del muelle. Corrían hacia ellos, con Cervantes a la cabeza, antorchas en las manos y las espadas desenvainadas.

—Ya vienen, Vargas —dijo Sancho con una sonrisa burlona—. Saben quién eres. Saben que has traicionado a tu pueblo y vendido a tu país.

—Maldito hijo de puta. ¡Ése no es un auténtico espía inglés!

—Ah, pero lo será si Groot le mata. Los cadáveres no hablan.

Vargas se debatió un momento, y finalmente comprendió que Sancho tenía razón.

—Soltadle, capitán —dijo con voz helada.

—Señor… —protestó el flamenco.

—He dicho que le soltéis. ¡Vámonos de aquí!

Groot dio un paso hacia un lado, pero Sancho dio dos hacia adelante, entrando en su sentimiento del hierro. Sólo el cuerpo de Guillermo impedía que sus espadas se encontrasen. El capitán, al ver cómo los alguaciles estaban cada vez más cerca, empujó al inglés contra Sancho y echó a correr en pos de Vargas, que ya renqueaba hacia el norte del Arenal.

—¿Estáis bien? —preguntó el joven, ayudando a incorporarse al actor.

A Guillermo le temblaban las piernas y estaba lívido, pero se las arregló para sonreír.

—Sí, sí. No dejéis que se escapen.

Sancho se dio la vuelta y vio a Malfini tratando de escabullirse entre las pilas de nasas amontonadas entre el muelle y el Arenal. Acercándose a él, pegó un fuerte tirón de su capa. El gordo cayó hacia atrás como un árbol talado, y se quedó tendido en el suelo, con la punta de la espada de Sancho apoyada en la nariz.

—Os quedaréis aquí, Malfini, y os dejaréis prender. Porque los alguaciles serán más benévolos que yo. ¿Comprendido?

El gordo genovés asintió; Sancho persiguió a los fugitivos muelle arriba. Con lo despacio que se desplazaba Vargas hubiera sido una caza muy breve de no ser porque los caballos con los que habían llegado hasta allí seguían amarrados a unos maderos. Había tres, y Vargas subía al más pequeño de ellos ayudado por Groot cuando Sancho apareció entre la bruma. El flamenco soltó una maldición y pegó un cachetazo en la grupa del caballo, que salió disparado. Con una tremenda sangre fría, Groot se subió al más alto de los animales y cuando estaba arriba lanzó una estocada que atravesó el ojo del último de los caballos. El animal, herido de muerte, se desplomó a los pies de Sancho, que tuvo que echarse atrás para no ser aplastado por el cadáver.

Sin tiempo a detenerse, rodeó el cuerpo del caballo y siguió corriendo. El capitán le sacaba una tremenda ventaja, pero aún tenía que pasar por un lugar por el que el caballo tendría que ir muy despacio. Vargas había alcanzado el Puente de Barcas, y discutía con los corchetes que lo custodiaban de noche. En mitad de su carrera, Sancho vio cómo Groot los alcanzaba, bajaba de un salto del caballo y ensartaba con la espada al primero de ellos. El segundo trató de defenderse, pero no era rival para el flamenco y cayó unos instantes después.

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