La leyenda del ladrón (31 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Con una piedra grande. Se le aplasta la cabeza y ya está, problema resuelto. Ve a buscar una.

—¿Por qué tengo que buscarla yo?

—¿Vas a matarlo tú, Cagarro? ¿No? Claro que no. ¡Haz lo que te digo y ve a buscar una piedra bien grande.

—Podríamos meterlo en el agua y ahogarle.

—De eso nada… tengo ganas de acabar con uno de estos cerdos yo mismo.

Sancho asomó la cabeza por encima de una duna y vio confirmados sus temores. Al otro extremo de la playa habían llegado sus compañeros de banco, el diablo sabía cómo. Nadie parecía estar persiguiéndolos, puesto que el mar estaba despejado. Los jabeques enemigos habían desaparecido en el horizonte y la
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bajo las aguas. Los únicos vestigios de la batalla que había tenido lugar allí unas horas antes eran restos dispersos de maderas y sogas, traídos por la marea alta que ya empezaba a declinar. Y un cuerpo, solitario y tendido en la arena boca arriba, cuyo dueño movía las manos casi sin fuerzas.

El joven apretó los dientes y respiró hondo. No podía quedarse sentado mientras aquellos canallas acababan con un hombre indefenso. Dudaba de que pudiese enfrentarse a ambos sin ninguna ayuda. Los dos forzados estaban desnudos, como él, y sin armas a la vista. Sancho buscó con la mirada algo que le pudiese suponer alguna ventaja, y vio cerca de la base de la duna una rama gruesa, de cuatro palmos de largo. Pero para alcanzarla tendría que abandonar su escondrijo, quedando expuesto a las miradas de los galeotes. Si no se hacía con la rama primero y conseguía mantenerlos a raya, podrían arrojarle al suelo. Siendo dos, uno podría sujetarle y el otro aplicarle el mismo tratamiento que iban a darle al hombre tendido en la arena.

«O algo peor», pensó Sancho, recordando su primera noche en galeras, y cómo el Muerto se le había echado encima, susurrando con su fétido aliento. Tan sólo la oportuna intervención de Josué había impedido que consumase sus oscuros deseos.

Al recordar a su amigo, el joven se dio la vuelta, pero donde lo había dejado unas horas antes sólo había un enorme hueco en la arena. Tal vez hubiese huido mientras Sancho dormía. Aquello le causó tristeza, pues aunque hubiesen decidido tomar caminos separados le habría gustado despedirse de él. Pero ahora no quedaba tiempo para pensar en ello, o al menos no lo había para el hombre de la arena. El Cagarro ya se acercaba, cargando una piedra con ambas manos, los hombros inclinados hacia adelante por el peso. Sancho aprovechó que el Muerto se volvió en su dirección y se arrastró por encima de la duna. Ocupado con la piedra, el Cagarro no lo vio hasta que la tuvo en sus manos. El Muerto, alertado por un grito de su compañero, se dio la vuelta y un brillo malicioso recorrió sus ojos.

—Quedaos donde estáis —dijo Sancho.

Se puso en pie y caminó un par de pasos hacia el hombre tendido en la arena. El Muerto también avanzó, con una mano tendida hacia Sancho y la derecha oculta detrás de la espalda.

—Vaya, así que el novato sabía nadar. ¿Dónde está tu negrito?

—Cerca —dijo Sancho, mordiéndose el labio—. No te muevas, Muerto.

—¿O qué? ¿Me pegarás con esa rama grande? —dio otro paso en dirección a Sancho—. ¿Tantas ganas tienes de defender a este cerdo? Puedes unirte a nosotros y reventarle la cabeza.

Sancho dio un paso hacia adelante también, y entonces pudo ver el rostro del hombre tendido en el suelo, contemplando la escena con los ojos bien abiertos por el miedo. Lo reconoció al instante, a pesar de la sangre que le cubría un lado de la cara.

Era el contramaestre.

Sancho apretó aún más fuerte la rama entre sus dedos, notando cómo la humedad había comenzado ya a separar la corteza marrón oscuro de la madera. Aquel hombre tendido en el suelo había hablado en su defensa cuando nadie más lo había hecho, y se había enfrentado al Cuervo evitando que le reventase a golpes el día en que Josué rompió el remo.

—Si queréis matarle a él tendréis que matarme a mí primero —dijo Sancho con un ligero temblor en su garganta reseca.

—Eso está hecho, novato.

El Muerto dio un paso a su derecha, tratando de flanquear a Sancho, que se movió también. No quería perder de vista al otro forzado, que miraba atónito el enfrentamiento sin soltar la piedra.

—¿A qué esperas? ¡Vete por detrás, imbécil!

El Cagarro reaccionó por fin, dejando caer su carga y avanzando hacia ellos. Sancho cometió el error de volverse hacia aquella nueva amenaza, lo que aprovechó el Muerto para lanzarse hacia él. Sacó la mano de detrás de la espalda, y en ella llevaba un pedazo de madera afilado que apuntó hacia el costado de Sancho. El joven dio un paso atrás, esquivándolo de puro milagro. La punta rascó el aire a un dedo de la piel del joven, que lanzó el brazo derecho hacia adelante, fallando la cara del Muerto por más de un palmo.

—¿Es eso lo mejor que sabes hacer? —se burló el Muerto mirando a su espalda.

«Intenta distraerme», pensó Sancho, dando otro paso a su izquierda. Ahora ya no podía ver al Cagarro, que en cualquier momento podría engancharle por detrás, y entonces todo habría acabado.

—¡Ahora! —gritó el Muerto, avanzando de nuevo hacia Sancho.

El joven se agachó, y sujetando de nuevo la rama con ambas manos, golpeó con el extremo el estómago del Muerto. La fuerza de Sancho se combinó con el impulso del galeote, que se dobló sobre sí mismo, luchando por respirar. En ese momento Sancho notó las manos del Cagarro, que intentaba agarrarlo por detrás. Sacudió los brazos para zafarse, y su atacante quiso saltar por encima del contramaestre para echarse sobre sí. Pero en ese momento el herido le sujetó por un tobillo, y el segundo galeote cayó de bruces sobre la arena. Sin tiempo para darse la vuelta, Sancho afianzó ambos pies en el suelo, alzó la rama por encima de su hombro izquierdo y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del Muerto. Éste, que se estaba recuperando del golpe en el estómago y ya levantaba su punzón para clavarlo en Sancho, recibió el impacto de lleno en la cara. Hubo un crujido y un salpicón de sangre cuando la madera partió la nariz y varios dientes del Muerto, que puso los ojos en blanco y cayó de rodillas.

—Tú —dijo Sancho señalando al Cagarro, que lo miraba desde el suelo con cara de susto—. Recoge esta basura y largaos de aquí.

El galeote se puso lentamente en pie, y Sancho retrocedió sospechando alguna artimaña, pues el Cagarro tenía la vista clavada a su espalda. Volvió un poco la cabeza, pero no era otro que Josué el que estaba tras él. El negro se puso al lado de Sancho con los brazos cruzados, y aquello fue demasiado para los otros galeotes. El Cagarro ayudó al Muerto a levantarse y los dos se alejaron, renqueando. Josué fue detrás de ellos durante un rato, para asegurarse de que desaparecían.

Sancho, entretanto, se arrodilló junto al contramaestre. El marino, tendido allí sobre la arena, parecía aún más joven que él, a pesar de tener cuatro o cinco años más. Adelantó una mano buscando las de Sancho, y éste soltó la rama para cogerle. El flojo apretón del contramaestre le encogió el corazón.

—Gracias por vuestra ayuda.

—Vos me ayudasteis a mí primero.

El contramaestre no supo a lo que Sancho se refería hasta que un atisbo de comprensión cruzó por su mirada desvaneciente.

—Ah, sí. El joven que hizo frente al Cuervo. Fuisteis muy valiente aquel día. Más que yo, me temo. Si le hubiera plantado cara al capitán...

—No podéis pensar en eso ahora. Tenemos que llevaros a lugar seguro.

—Ah, Señor. Tantos muertos… —comenzó el contramaestre, antes de que un golpe de tos le interrumpiera. Sancho vio como sus dientes estaban teñidos sangre, y arrugó el ceño con preocupación.

—¿Estáis herido?

—Cuando salté del barco me alcanzó una bala en la espalda. Apenas pude agarrarme a un madero… ¿Alguien más ha sobrevivido?

—Unos cuantos, señor, pero a todos se los llevaron los moros. Ya sólo quedamos Josué, vos y yo.

El marino se quedó callado unos instantes, con los ojos cerrados y la respiración cada vez más entrecortada.

—¿Cómo os llamáis?

—Sancho, mi señor.

—Ayudadme, Sancho. Incorporadme. Quiero ver el mar por última vez.

Sancho lo hizo, sujetándole con cuidado para que no cayese. Notó un líquido pastoso en las manos, y comprendió que la espalda del contramaestre estaba empapada en sangre, que la arena bajo él había ido absorbiendo. Por eso los galeotes habían creído que podrían llevarse sus ropas intactas.

El marino permaneció unos instantes contemplando la superficie del agua, en el punto en el que se había hundido la galera. Luego alzó los ojos al cielo, donde el crepúsculo revelaba ya las primeras estrellas. El cuello apenas le sostenía, y Sancho tuvo que inclinarle un poco.

—Allí están las Pléyades, Sancho. Y tras ellas Aldebarán, «la que sigue». Dicen que sus luces están formadas por las almas de los marineros que se perdieron, y que desde allí nos muestran el camino.

Sancho asintió, siguiendo la mirada del contramaestre hacia un grupo de estrellas que asomaba por oriente.

—Acercaos un poco más —susurró el contramaestre—. Hay algo que debo pediros.

El joven aproximó la oreja a los labios del hombre, y escuchó durante varios minutos. Cuando los susurros terminaron, la cabeza se derrumbó sobre el hombro de Sancho, que volvió a recostar el cuerpo del contramaestre con sumo cuidado y le cerró los párpados.

Cuando regresó Josué encontró a Sancho enjugándose los ojos enrojecidos. Con la ayuda del negro llevaron el cadáver hasta un terreno más elevado, lejos de las mareas. Allí excavaron la tierra, Sancho con la rama y Josué valiéndose tan sólo de sus gigantescas manos. La luna ya estaba bien alta en el cielo cuando colocaron dentro de la improvisada tumba al contramaestre, y Sancho iba a comenzar a echar tierra sobre el cuerpo cuando Josué le detuvo.

«Debes rezar por él.»

—Nunca he creído mucho en esas cosas —dijo Sancho—. ¿Dónde estaba Dios cuando los infieles atacaban la
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?

«Yo he rezado y mira dónde estamos.»

—También rezaron el resto de los galeotes y mira dónde están. ¿Por qué no rezas tú?

«Yo no puedo hablar. Tú sí.»

—¿Y de qué servirá si no sale de mi corazón?

Josué hizo una pausa, y luego se encogió de hombros y señaló al interior de la tumba.

«A él no le importa si no crees.»

Sancho agachó la cabeza y cumplió con los deseos de Josué. Su amigo ya había dado pruebas de intensa religiosidad a bordo de la galera, algo que el joven no podía conciliar demasiado bien con el infierno pestilente que habían vivido a bordo de la
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. Durante unos minutos, la voz de Sancho despidió al contramaestre, recitando palabras que no había pronunciado desde hacía años, aprendidas en un mundo distinto. Contra todo pronóstico, no le parecieron huecas ni vacías. Después el contramaestre quedó solo, sin otra compañía que el rumor de las olas y la bóveda del cielo.

Cuando terminaron de cubrir la tumba, ambos se miraron sin saber muy bien cuál sería el siguiente paso.

—¿Dónde demonios te habías metido antes? —quiso saber Sancho.

«Fui a mirar por los alrededores. Quería saber dónde estábamos. Si había algún pueblo cerca.»

—Me hubiera venido bien tu ayuda con ésos —le reprochó el joven, recordando lo cerca que había estado de acabar con la cabeza aplastada haciendo compañía al contramaestre.

«Lo siento. No te preocupes. Se han ido, no volveremos a verlos. Pero hay algo que quiero decirte.»

Sancho se detuvo, extrañado. A la luz de la luna, el rostro del negro parecía esculpido en la misma roca que daba forma a la bahía, y en él había algo distinto, algo que no casaba con el fatalismo resignado y sumiso que había mostrado desde que le conoció. Había en Josué un lado oscuro y complejo, que se revelaba tan sólo en ciertos momentos, como cuando lo había salvado del Muerto en la oscuridad.

«No puedo matar a nadie.»

—¿Qué quieres decir? —dijo Sancho, sin comprender nada.

«Es un pacto entre Dios y yo. Debes saberlo, ya que ahora voy a seguirte.»

—No tienes por qué hacerlo. Eres libre.

«Soy un esclavo. Llevo la marca sobre mi cara. No duraría mucho sin ti, si me fuese solo.»

Sancho se dio cuenta enseguida de que abandonar a su amigo era una sentencia de muerte. Sin una cédula que certificase que había recuperado la libertad, Josué caería en manos de la justicia en cuanto pisase cualquier población. Volverían a enviarle a galeras, o le darían garrote por haberse escapado. Aquello no era una opción.

«Además, tú has salvado mi vida —continuó Josué, haciendo las señales más despacio que antes, y más marcadas, como si quisiera darle mayor importancia a lo que estaba diciendo—. Según las normas de mi gente, ahora somos hermanos. Te seguiré a donde vayas.»

Atónito ante aquella muestra de afecto, Sancho sacudió la cabeza. Las palabras de Josué le habían llegado al corazón, lo cual hacía aún más difícil la situación.

—Ni siquiera yo sé lo que voy a hacer ahora, ni hacia dónde encaminar mi vida. Pero uno de esos caminos llevará… —No fue capaz de decirlo en voz alta, así que hizo las señales con los dedos, tan lenta y meticulosamente como Josué había hecho su promesa de lealtad:

«Voy a quitar vidas. Una al menos, seguramente más.»

Josué asintió y se encogió de hombros, como si fuera algo que diese por supuesto desde hacía mucho tiempo.

«Te protegeré y te ayudaré. Daré mi vida por ti si es necesario. Pero estas manos no matarán. Ésa es la voluntad de Dios para mí. Tú has de cumplir la tuya.»

Sancho respiró hondo y cerró los ojos, intentando llenarse de todo lo que le rodeaba, tal y como Bartolo le había enseñado. Se había levantado una ligera brisa que inundó su pulmones con el aroma de las jaras. Las cigarras cantaban entre los arbustos, y la noche era tranquila, perfecta, como si el mundo contuviese el aliento a la espera de su decisión.

La justicia comenzaría a buscarles pronto, cuando el mar empezase a devolver los cuerpos de los muertos, o cuando la galera no se presentase a informar en ningún puerto. Los pescadores encontrarían los restos del naufragio, los barriles de agua marcados a fuego con las letras
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saldrían a flote. Podrían pasar unos días, tal vez una semana, pero antes o después los habitantes de aquella región estarían atentos por si veían galeotes fugados.

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